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Cuando el Ayuntamiento de Madrid privatizó parte de El Retiro por 20.000 pesetas

Luis de la Cruz

27 de abril de 2022 22:30 h

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Uno de los chascarrillos en redes sociales del martes pasado –sección bocatadecalamares– ha sido la pretensión del Ayuntamiento de Madrid de solicitar al Ministerio de Cultura y Deporte la cesión del Palacio de Cristal, en El Retiro. El tuit donde Borja Carabante (Delegado de Medio Ambiente y Movilidad) lo anunciaba ha sido intensamente citado, con chascarrillos más o menos imaginativos sobre la posibilidad de privatizar el espacio, en el que actualmente se celebran algunas exposiciones organizadas por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, para “ponerlo en valor”.

Al leer acerca de posibles privatizaciones nos hemos acordado de que hubo un tiempo en el que parte del parque por excelencia de Madrid tuvo privatizada su gestión, hecho que acarreó algún que otro escándalo, como explicaremos más adelante.

Es bien conocido que la apertura de El Retiro a los madrileños fue un hecho, literalmente, revolucionario. El Real Sitio del Buen Retiro pasó a ser propiedad municipal, fue declarado parque público y se rebautizó como Parque de Madrid tras la revolución de 1868. El sino de estos terrenos reales, sin embargo, fue similar al de otros jardines de la misma naturaleza en todas las grandes ciudades occidentales. De Hyde Park al Bois de Vicennes.

La nueva vida de la posesión real supuso que menguara, abriéndose algunas calles en la zona. De inmediato se empezaron a programar, además, zarzuelas, óperas y otros espectáculos en una nueva zona de recreo llamada Los Jardines del Buen Retiro, situados en unas tierras que habían estado ocupadas por huertas al servicio de la realeza. Estaban situados entonces en los terrenos del parque, aunque en el siglo XX se enajenarían del mismo para construir el actual Ayuntamiento y otros edificios. Concretamente, los encontraríamos entre las calles de Alcalá, de Alfonso XII, de Juan de Mena, Alfonso XI y el Paseo del Prado.

Durante las décadas en las que funcionó contó con distintos teatros, numerosos espacios para hostelería, velódromo, pista de patinaje y hasta una pionera montaña rusa, que duró poco porque debió ser demasiado impactante para la época.

Los jardines de recreo habían extendido en el siglo XIX el privilegio del jardín a algunas capas de la sociedad española, haciéndolas partícipe de la costumbre burguesa del paseo. Eran parajes arbolados donde se celebraban espectáculos, como los de Apolo o de las Delicias, muy conocidos en la sociedad de la época. A la extensión de estos escenarios a juego con la moral burguesa, donde las relaciones sociales discurrían ante los ojos de la comunidad, hay que sumar la constatación a finales del siglo XIX de la necesidad de higienizar las ciudades, para lo cual era necesario abrir plazas y espacios verdes.

Cuando se redactó la Ley para la cesión de los jardines del Buen Retiro al Ayuntamiento, en 1876, esta incluyó la obligatoriedad de que el consistorio pagara un canon anual de 5.000 pesetas al Estado por la zona de la que hablamos hoy, donde se iba a establecer la zona de recreo. Entre las condiciones que establecía el documento, figuraba que el Ayuntamiento no pudiera enajenar la posesión, que solo podía tener como fin “el recreo de los habitantes de Madrid.”

El Ayuntamiento sacó entonces pliegos para subastar los Jardines del Buen Retiro (también se arrendaron el zoológico, la Casa de Vacas, la desaparecida Casa Persa o el Estanque). Leyendo el pliego de 1893 (por seis años prorrogables otros cuatro) podemos conocer algo de su funcionamiento. Aquel año, se decidió sacarlo a subasta después de haber desahuciado al anterior arrendatario, aunque el relevo administrativo fue accidentado, como veremos.

El precio de salida fue de 10.000 pesetas y a la cifra final de la subasta debían sumársele también el pago de las 5.000 pesetas del canon estatal y los impuestos territoriales, que ascendían a 2.739 pesetas. El arrendamiento facultaba a la empresa al cobro de una entrada de una peseta como máximo, aunque dos días a la semana el precio debía ser “la voluntad”.

El acuerdo obligaba a programar fiestas, exposiciones o espectáculos, al menos durante los meses de verano; así como a mantener servicios, tales como horchaterías, fondas, puestos de fotos, de agua o de tiro de pistola, que podían subarrendar. El Ayuntamiento se reservaba, eso sí, el libre acceso de sus miembros y dos palcos para cualquier espectáculo.

A la licitación de aquel año, que se llevó a cabo en junio, se presentaron cuatro empresas. Se la llevó el representante de los gestores del Teatro Apolo, que pujó por más de 20.000 pesetas, doblando la concesión anterior. El anterior arrendatario, Ricardo Ducazcal, acudió sin embargo a los tribunales, lo que hizo temer que los jardines pudieran permanecer cerrados durante toda la temporada estival.

Empezaron entonces las protestas y las sugerencias de que fuera el Ayuntamiento quien se hiciera cargo directamente de su explotación. Entre el desconcierto y la urgencia estival, el Ayuntamiento permitió que Ducazcal volviera a abrir los jardines a mediados de julio, pese a que se había publicado en prensa que el Ayuntamiento había olvidado incluir en el contrato con el empresario desahuciado la cláusula del canon de 10.000 pesetas, por lo que su explotación le había salido gratis hasta la fecha. El 27 de septiembre, ya amortizada la temporada de verano, llegó la sentencia que condenaba al arrendatario a marcharse y pagar las costas del juicio.

Posteriormente, los Jardines del Buen Retiro siguieron funcionando y mejorando sus instalaciones. Algunas de sus actuaciones, vistas como audaces en la época, resultan hoy en día sorprendentes, como la exhibición en 1897 de una tribu ghanesa o de una colonia de esquimales.

En 1904 el Estado anuló la concesión al Ayuntamiento de la parcela donde estaban situados los jardines para levantar el Palacio de Comunicaciones (actual Ayuntamiento de Madrid), trasladándose la zona de espectáculos al área que circunda la actual Casa de Vacas, que por supuesto también se arrendó por 10.000 pesetas y con la condición de no cobrar más que una peseta. La zona de recreo fue languideciendo y pasando de manos hasta los años cuarenta, y hoy solo queda de ella el actual quiosco de música que todos conocemos.