Hoy poca gente se acuerda de Eugenio Noel, pero hubo un tiempo, hace un siglo largo, en el que en sus conferencias colgaba el cartel de sin entradas. Nació en 1885 –año del cólera, recordaba el diario ABC– en la calle del Limón, donde su padre tenía una barbería. Su madre era, como tantas mujeres de las clases humildes, sirvienta en una casa. No bautizaron a Noel con un nombre tan acorde a la bohemia literaria: el real era Eugenio Muñoz y Díaz y, según cuenta Luis Antonio de Villena, tomó el apellido literario de una amante llamada María Noel, de profesión cantante.
Estudió como seminarista en Burgos, pero escapó y, de vuelta en su Madrid, se alistó al ejército de África (la escritura de un libro contra la guerra de África le valdría entrar en prisión por primera vez en 1910, por cierto). Eugenio Noel pudo acceder a una educación que no le correspondía por cuna gracias al mecenazgo de la duquesa del Sevillano. Separado de la noble dama, el seminario y su dinero, regresó a la penuria, pero con una buena cultura libresca. Militó en la bohemia republicana de taberna, melena y pensión, en una generación que lo mismo tenía a los Valle o a Carrere que a escritores sin obra, más bien nacidos para que su vida fuera narrada por otros. Frecuentó el café de Prada (en la calle Cruz Verde, con entrada por San Bernardo) o el de la Luna, entre otros.
Noel fue conocido sobre todo por sus ideas sobre el antiflamenquismo y lo antitaurino, el gran tema que le dará fama –que no dinero– y lo llevó de gira por toda España y parte de Ámérica. Hacia 1914 llegó incluso a conseguir financiación para poner en pie dos publicaciones, consecutivas y de vida efímera, sobre el tema: El Chispero y El Flamenco.
Las ideas de Noel pivotaron siempre sobre la dicotomía tradición contra tradicionalismo, y se insertaban en un popurrí antropológico que bebe del regeneracionismo de Joaquín Costa y el ambiente noventayochista sobre lo español.
En realidad, conoce y aprecia el flamenco, lo que rechaza es la conversión en un producto comercial y decadente de lo que él considera algo propio de la intimidad o las celebraciones del pueblo andaluz. Para el autor, se trata de una apropiación de las clases altas del sustrato popular y, a la vez, de un vehículo de adocenamiento de las clases populares, que incidía en las características más chuscas de lo español: lo canalla, el matonismo que “prefiere la navaja al revólver”, la juerga, el género chico, la prostitución…Considera que esta caspa antopológica anida en todas las clases sociales y muestra gesto desideologizado (que se podía encontrar en cualquier partido) en forma de compadreo y caciquismo.
Como fruto de este rechazo a ese aspecto incivilizado de lo español detesta lo mismo el flamenquismo como cultura de masasflamenquismo –rechaza a la Niña de los Peines pero no al gitano que canta en su fragua–, que el sombrero de ala ancha, la guitarra o los toros.
Por poner en contexto el antiflamenquismo del momento, no exclusivo de Eugenio Noel, cabe explicar que es en la segunda mitad del siglo XIX cuando comienza a aparecer el flamenco en los cafés cantante, dando lugar a un género profesionalizado que, poco a poco, irá convirtiéndose en ciertos ambientes en emblema de lo español.
La idea obedece a la proyección de lo flamenco como expresión del espíritu del pueblo idealizado por algunas élites culturales, practicado no por cantantes sino por herreros y otros oficios en sus reuniones íntimas o familiares. Será lo que produzca el antiflamenquismo, presente también en buena parte de la Generación del 98, que considera que se ha producido poco menos que un hurto del alma de lo popular. Y de nuevo la misma idea subyace en el 27, cuando Federico García Lorca y Manuel de Falla organizan el Concurso de Cante Jondo de Granada, en 1922.
La crítica se ampliaba a la cuestión moral, con la caracterización de los cafés cantantes como lugares de mal vivir, y también a la proyección de la España de pandereta en el exterior, cuando los cuadros flamencos empiezan a ponerse de moda en ámbitos internacionales. En el momento en el que escribe Noel Señoritos chulos, fenómenos, gitanos y flamencos y otros textos, el café cantante está ya en decandecia y el flamenco está ocupando lugares más amplios y visibles en la sociedad del momento.
Para entender en su contexto el pensamiento de Noel acerca de la apropiación por parte de las élites de elementos populares hemos hablado con el historiador e investigador del mundo romaní Rafael Buhigas. En su opinión, a pesar de producirse una denuncia del hurto de lo popular su obra convierte al gitano en responsable de propagar por España el germen de la no civilización, lo que se ve, dice, muy bien en Señoritos, chulos…
Su verborrea antitaurina también le hizo ser un personaje solicitado y, a la vez, odiado, propiciando una proyección pública que a menudo le llevó a las páginas de la prensa y a las conversaciones del momento. Así sucedió cuando, en 1912, siendo ya conocida su postura, El Gallo le brindó faena y oreja en una corrida, o cuando se supo que alternó en Sevilla con el mismo diestro, Joselito o Belmonte. Es, en realidad, una prueba de la teatralidad de su personaje público, que no de la incoherencia de su pensamiento. Pero no todos los taurinos se llevaron tan bien con Noel como aquellos toreros en noches de farra. En una ocasión una conferencia programada en el barrio de Triana contra Belmonte provocó la preocupación del gobernador civil y en algunas ocasiones el escritor tuvo que salir por patas.
Eugenio Noel murió sin un duro –pedigrí de bohemio– en un hospital benéfico de Barcelona en abril de 1936. El Ayuntamiento de Madrid solicitó que el cuerpo se repatriara a su ciudad natal en tren y dicen que el vagón en el que viajaba quedó olvidado en una vía muerta. Una vez descubierto el entuerto, el cadáver continuó su viaje y fue enterrado en el cementerio civil de Madrid.