El año del cuarto centenario de la Plaza Mayor, la exposición que ha triunfado en la propia plaza es No pasarán, sobre la defensa de Madrid en noviembre del 36. No es para menos, la muestra –que se podrá seguir viendo hasta el próximo 1 de julio–, es el equivalente a todas esas exposiciones fijas sobre la liberación que trufan las capitales europeas que sí participaron en la Segunda Guerra Mundial. Como éstas, merecería ser permanente.
Pero la propia Plaza Mayor también reclamaba acomodo en el calendario de celebraciones y ha encontrado en el Museo de Historia de Madrid una buena guarida desde donde llamar nuestra atención. El 24 de mayo se inauguró Plaza Mayor. Espejo y máscara de Madrid, abierta hasta el próximo 11 de noviembre.
La Plaza Mayor creció sobre la vieja plaza del arrabal, tras ser aprobado el proyecto de Juan Gómez de Mora en 1617. En un principio, estaba formada por bloques de edificios entre bocacalles abiertas. Desde antes de ser moldeada arquitectónicamente, cuando era un descampado extramuros del viejo Madrid, constituía ya espacio de mercado y lugar privilegiado para la sociabilidad del pueblo en una ciudad que, ya entonces, tenía una trama urbana abigarrada, huérfana de lugares amplios.
Este espacio polivalente, donde la ciudad se abría y confluían el pueblo llano –abajo– con la realeza –arriba, en el balcón de la Casa de la Panadería– ha sido testigo de muy distintas actividades. De juegos populares a ejecuciones de cadalso.
Echándole un poco de imaginación, podemos trasladarnos a los días de mercado popular: basta con cambiar los puestos de sellos por cajones de verduras; las casetas de los belenistas por tratantes de animales. No cuesta pensar en el tránsito de forasteros de siglos pasados, como no es difícil visualizar menesterosos en los soportales. Siguen allí. Lo que se hace más difícil, sin embargo, es huir de la versión 2018 de la plaza como un lugar de paso, habitado antes por turistas que por madrileños. Quizá la exposición que ahora se inaugura pueda ayudarnos en esa empresa.
La muestra recorre las distintas vidas del lugar y los usos que ha albergado. Un recorrido por una plaza que ha sido muchas, debido entre otras cosas a los diferentes incendios que sufrió durante sus primeros siglos de vida: en 1631, 1672 y 1790. Del último salió como la plaza cerrada a la francesa que es hoy, con arcos en lugar de bocacalles.
El itinerario por el tiempo, el espacio y el paisanaje madrileño se ha dividido en seis ámbitos: La plaza abierta (1617-1790), La plaza en fiestas (1617-2018), La plaza cerrada (1790-1846), la Plaza jardín (1843-1936), Una imagen de postal, Otros usos. Nuevas propuestas (1920-2018).
Para diseñar la exposición –comisariada por Beatriz Blasco y Antonio Bonet – se han reunido fondos de numerosas instituciones. Destacan las acuarelas con las pinturas de la Casa de la Panadería del pintor Manuel Fernández Sanahuja, cedidos por el Archivo de la Villa; el cuadro de Antonio Joli (1750) con la plaza en día de mercado, cedido por la Pinacoteca de Caserta; los dibujos de Juan de Villanueva con los proyectos de reconstrucción de la plaza tras el incendio, provenientes de la Biblioteca Nacional, o una serie de esculturas taurinas del Museo de Valladolid. Además, dibujos, estampas, fotografías, postales, maquetas, abanicos, documentos, libros e infinidad de objetos originales dispuestos en la habitual sala de exposiciones temporales y en el patio de acogida del caserón de la calle Fuencarral.
A través de las fotografías que, en el patio, completan Plaza Mayor. Espejo y máscara de Madrid, los mayores podrán recordar la plaza ajardinada y con tráfico rodado en el siglo XX y los más jóvenes, la intervención de SpY que, el año pasado, tapizó de césped los característicos adoquines de la plaza.
Las plazas mayores son como las tortillas de patatas, uno siempre tiene apego a la de su casa. La de Madrid es para muchos poco más que un lugar para agobiarse, comer calamares una vez a la década o perder al crío en navidad. Un espacio de postal profanado por las aficiones de los equipos fútbol europeo, con las cañas caras. Allá donde una vida precaria se esconde, sudorosa, dentro del disfraz de Peppa Pig. La Plaza Mayor de Madrid es un poco todo eso y, sin embargo, tiene una historia detrás que merece ser contada.