El Madrid de Alfonso Sastre, de chico de Chamberí a autor de las periferias verbales
La semana pasada murió el que ha sido uno de los dramaturgos más importantes de la segunda mitad del siglo XX en España. Hacemos una reflexión sobre el papel que la ciudad, las periferias y su lenguaje oral ocupan en su obra
El pasado 17 de septiembre murió a los 95 años el dramaturgo Alfonso Sastre, probablemente el último gran dramaturgo español del siglo XX que quedaba vivo. Un autor (también en poesía o ensayo) inabarcable del que solo quería hacer hoy una reflexión muy parcial sobre su relación con la ciudad de Madrid y su querencia por las periferias, geográficas y del habla.
El mundo en el que crece Saste es Madrid-Madrid, un Chamberí de posguerra que marca sus distintas etapas escolares. Nace en la calle de Ponciano (1926), estudia en la escuela parroquial de Nuestra Señora de los Ángeles, en Cuatro Caminos, en el Instituto Cardenal Cisneros o en la Facultad de Filosofía y Letras, de la Universidad Central. Con solo 19 años montará con sus amigos (José Gordón, Alfonso Paso o José maría de Quinto) el grupo Arte Nuevo, y lo hará de nuevo en una cafetería del Madrid burgués, el Bar Arizona, en la calle de Alberto Aguilera. En 1953 estrena Escuadra a la Muerte en el María Guerrero, pero es censurada tras un par de representaciones. Sin embargo, su mirada, guiada por la conciencia social, buscará en lo sucesivo escenarios periféricos y lenguajes de la calle.
Al principio de su conocida obra La taberna fantástica (1966), aparece en el escenario un cartel que reza “El autor de esta obra frecuenta algunas tabernitas cercanas a Las Ventas del Espíritu Santo”. A partir de ese momento el propio Sastre (Autor es uno de quienes salen en escena) y una serie de personajes arrabaleros ensayan, con una taberna popular como centro de la acción, un lenguaje popular que aparecerá representado también en otras piezas salidas de su pluma.
En la representación no faltan elementos típicos de los extrarradios como el trapero o el quinquillero, la zona descampada, la delincuencia, la guardia civil o la propia taberna como centro de sociabilidad. La tragedia clásica en el Arroyo de Abroñigal.
No le eran extraños aquellos traperos que ya en los años sesenta eran rara avis en la mayoría de la ciudad, pero aún pervivían en algunas zonas del extrarradio. Cuando de niño estudiaba en el colegio parroquial veía, “la procesión de traperos por Santa Engracia hacia la glorieta de Cuatro Caminos”. Así lo contó en un texto sobre la busca de la revista Triunfo en el año 1971. Allí dice haber pateado durante muchos años por Las Ventas del Espíritu Santo, por lo que fue el pueblo de Canillas, la calle de la Persuasión, el barrio de San Pascual o el Tejar de Lucio. La del trapero es una senda literaria que ya habían transitado Vicente Blasco Ibáñez en La Busca y trae a colación en su último libro Servando Rocha a propósito de de los cinturones olvidados del mismo Madrid franquista.
El interés por la gente de la basura como metáfora motora viene de atrás. Ya en El cubo de la basura (1950-51) había dedicado la obra, que trata sobre la pulsión individual de venganza de un anarquista, “a Máximo Gallego, el niño del pueblo de la Granja, merodeador de desperdicios, que comía del sobrante del rancho, bajo la amenaza de la Guardia Civil”. En ella, por cierto, también se refleja la ciudad en la que crece, según él mismo manifestó en algún momento: el Madrid bombardeado y del hambre de la guerra y la posguerra.
La mirada de Sastre hacia lo popular y lo periférico se encuentra en otras páginas de su trayectoria literaria. Por ejemplo, en Muerte en el barrio (una historia brutal en la que el barrio lincha a un médico por no estar disponible tras el atropello de un niño) o en El camarada oscuro, donde los Cuatro Caminos suburbiales de principios del XX son uno de los escenarios al hablar de las huelgas revolucionarias de 1917 y 1934.
Hay una periferia sin cielo que marca mucho la vida y la obra de Alfonso Sastre. Después del estreno de La taberna fantástica, Sastre ingresa en la prisión de Carabanchel por primera vez. Volverá a hacerlo en el 74, junto a Eva Forest, acusados de estar implicados en el atentado de ETA de la calle del Correo. Él dramaturgo sale bajo fianza en junio del 75 y ella aun permanecerá hasta la amnistía del 77. Este mismo año es procesado por un delito de injurias y ofensas a las Fuerzas Armadas por un artículo en el que habla de actuaciones policiales ante la prisión de Carabanchel y en el barrio de San Blas.
El rastro panóptico de Carabanchel está presente en La Balada de Carabanchel y otros poemas celulares, escrito en la cárcel y donde se versifican de manera áspera las torturas policiales o la vida de un preso político durante el franquismo. En la misma estancia escribió otras obras, como Ahola no es de leil, que se estrenaría simultáneamente en Burdeos y en la sala El Gayo Vallecano (hablando de periferias).
En Lumpen, marginación y jerigonza, un estudio de 1980 sobre la marginalidad y su habla, subtitula ínsólito viaje a algunos mundos adyacentes. Papeles escritos por el bachiller Alfonso Sastre, natural de Madrid, y dedica de la siguiente manera:
“El que esto escribe ha andado siempre entre crudas basuras y estos angelicos personajes; ha convivido con el lumpen y hasta ha hecho, aunque haya sido por motivos políticos, sus pocas estancias en el estaribel, con el oído siempre muy atento a las hablas de las más variadas gentes tan delincuentes como uno mismo. […] A todas ellas dedico, pues, esta escritura que se quisiera alegre como estas gentes lo son âalegres y libertarias avant la page son estos companeros con quienes he pasado momentos entre los mejores de mi vidaâ y han de continuar siéndolo seguramente: alegres y libertarios, digo”.
Alfonso Sastre vivió en Francia en distintas etapas por motivos políticos, fue profesor visitante en Universidad del Estado en California en los años ochenta, viajó a Cuba, recibió honores en distintas partes del mundo –seguramente, muchos más que en España– y se afincó en Euskadi, donde se hizo abertzale, acaso una periferia más.
Calle de la Infancia (Ríos Rosas, 16)
Aquella vieja calle, tranquila,
dulcemente acostada a la sombra,
con sus sencillas tiendas (los ultramarinos
de Yonte,
el carbón de Parrondo,
el bar de Frutos...)
y con sus acacias cada año tan nuevamente jóvenes
fue el lugar de mis primeros miedos en la vida, por la vida, a
o para la vida. Estaba un poco enfermo. Dormitaba
en mi hamaca rayada frente a la puerta bajo una acacia que yo recuerdo grande
(y Paca la portera, y doña Carolina).
Enfrente la larga tapia roja del convento
(y Tino)
y en un viejo entresuelo mis cosas más queridas, mis juguetes.
(Y la guerra. Cuánta angustia recuerdo
de bombardeos cuando papá no estaba y sonaban estruendos, lejanas explosiones.
Ya no bajaban los tranvías por Santa Engracia paralizados por el horror del bombardeo.
¿Y papá? ¿Dónde estarás, papá? Así cuánto temor, temblor hasta el alivio
de los pequeños tranvías bajando otra vez ruidosamente.
Pero ¿qué habrá ocurrido? Pero ¿por dónde iría? ¿Dónde
han caído las bombas que nos volvieron pálidos? Alguien dice, comenta
que trasladaban heridos en el metro, que había mucha sangre y que uno
llevaba toda la cara rota. Pero ¿y papá? ¿Qué hace que no viene?
El oído finísimo reconocía
con vuelcos del corazón, enormes sobresaltos, los pasos de mi padre en la escalera.
Era entonces morir
de alegría, morirme enteramente, el escuchar el ruido de su querida llave
en la antigua cerradura de la puerta. Mamá, ¿te acuerdas? ¿Verdad que no podemos contarlo? ¿Verdad
que era morir y luego otra vez nacer? Yo gritaba: Papá...
No. No puedo seguir. Tenéis que perdonarme).
Hablaba de juguetes y añado la presencia de mis padres
velando, cuidando todo, envejeciendo.
El tiempo era mis padres
envejeciendo sin saberlo.
(El tiempo todavía es mis padres
envejeciendo y yo sin poder nada, irremediable testigo
de una espantosa decadencia; y menos mal que yo
empiezo a sentir algo de años, de vejez, calva, canas, hijos, y eso alivia
considerablemente pues ya uno empieza a presentirse
sobrevivido por sus hijos y eso alivia
-repito la cuestión-
considerablemente).
Vuelvo a la calle de mi infancia, recordando
sus tiendas, sus acacias, mis juguetes, la falta de apetito, y pleuresía,
el balconcito, los depósitos
del Canal y el Graff Zeppelin en el cielo.
Yo cerraba los ojos si mis padres
se aproximaban inquietos de que yo
pudiera estarme muerto y no dormido,
despierto y no dormido, triste
y no dormido.
-No pasa nada -decían por lo bajo-. El niño duerme -y comentaban las
cosas de la vida.
Pero yo, entreabriendo los ojos, les miraba, acechaba
las arruguitas, los leves gestos de cansancio, la frente
de mi padre y los alrededores de sus ojos, y eternamente