Carlos Elordi es periodista. Trabajó en los semanarios Triunfo, La Calle y fue director del mensual Mayo. Fue corresponsal en España de La Repubblica, colaborador de El País y de la Cadena SER. Actualmente escribe en El Periódico de Catalunya.
Qué difícil es opinar sobre Siria...
De nuevo, la perspectiva de la intervención militar de una gran potencia occidental en una zona de conflicto plantea interrogantes de fondo. Particularmente a quienes aún conservan un mínimo de sensibilidad política o, dicho de otra manera, a quienes las cosas que ocurren en el mundo no les son definitiva y totalmente ajenas. Y de nuevo, más allá de reacciones viscerales contra el uso de la fuerza por parte de los más poderosos, las respuestas a las mismas no son ni mucho menos fáciles. Siendo el rechazo a las bombas norteamericanas, sin más, una posición legítima, sería oportuno también un esfuerzo suplementario para tratar de tener una opinión sobre los procesos que han dado lugar a una acción de ese tipo. Lo malo es que esa es una tarea difícil, si no imposible.
Sobre todo en el caso de Siria. Primero, porque no hay mucha información al respecto y la que nos llega desde que la guerra civil empezó, en enero de 2011, es en buena parte de fiabilidad dudosa, cuando no pura propaganda de los muchos protagonistas, directos e indirectos, que están implicados en la misma. Segundo, porque las características e intenciones de sus principales actores –el gobierno del presidente Al Assad y los rebeldes que luchan contra el mismo- siguen sin estar del todo claras y, sobre todo, no son uniformes ni en uno ni en otro campo. Tercero, porque detrás de unos y otros se mueven, imbricándose hasta el paroxismo, los intereses de una amplia gama de poderes exteriores.
Siria no es una nación en el sentido convencional del término, sino una amalgama de etnias, tribus y colectividades religiosas que Francia y Gran Bretaña unieron artificialmente tras la caída del imperio turco, en los años posteriores a la primera guerra mundial. Las tensiones entre unas y otras fueron moneda corriente hasta que hace 40 años el padre del actual presidente Al Assad impuso, por la fuerza, y su hijo mantuvo hasta hace poco con métodos no menos brutales, un modus vivendi entre ellas, que se basaba en una compleja trama de acuerdos y contrapartidas entre el poder central de Damasco y los muchos poderosos locales y étnicos que mandaban en el extenso territorio del país. La guerra civil que empezó hace tres años es, sobre todo, el fruto de la ruptura de esos equilibrios.
Es decir, que además de un levantamiento de sectores de la población contra la brutalidad del régimen y la penuria económica, la revuelta siria es también, y puede que sobre todo, una lucha por el poder que los poderosos locales, étnicos y religiosos combaten contra Al Assad y su entramado. Y ambas están trufadas y potenciadas por la intransigencia religiosa, el sectarismo sin límites y la crueldad con el rival que abunda en prácticamente todas las facciones en litigio.
Tomar partido por uno u otros no resulta precisamente fácil para un demócrata occidental. Y para complicar aún más la cosa, el fanatismo islamista –incluso en sus distintas versiones armadas, entre ellas, aunque no se sabe con qué grado de protagonismo, Al Qaeda- ha tomado firmes posiciones en el variopinto bando de los rebeldes. Y es muy posible que éstas avancen cuanto más crezca el grado de violencia, a lo que muy probablemente contribuirán los previstos bombardeos norteamericanos.
Todos los países fronterizos con Siria –y también una fuerza que no lo es, Hezbolá- contribuyen directa y activamente desde hace tres años a alimentar la guerra civil. La Turquía comandada por un islamismo cada vez menos moderado y cada vez más cuestionado, que está contra Assad y lleva meses pidiendo la intervención extranjera. El Irán de los ayatollás, que tiene en el régimen sirio a su más firme aliado exterior. El ponente libanés en el asunto es el ya citado Hezbolá, que apoya a Assad y que controla zonas del sur del Siria desde las que amenaza con una acción sobre Israel: y la presión de Tel Aviv sobre Washington para que actúe para alejar ese riesgo –si Obama no quiere que el ejército judío lo haga por su cuenta- puede ser uno de los principales motores de la prevista intervención norteamericana.
Además de Jordania, que por el momento se limita a no contradecir a las potencias occidentales y a recibir exiliados sirios -2 millones ya han huido del país, otros 4 se han desplazado en su interior- el círculo de los países vecinos se cierra con Irak, en donde cada una de las facciones étnicas y religiosas, incluidos los kurdos que están con homónimos sirios, apoya a sus correligionarios y desde donde Al Qaeda se nutre de militantes y armamento.
Un poco más lejos de las fronteras sirias están Rusia –firme aliado de Al Assad, entre otras cosas porque éste le garantiza el uso del único puerto que Moscú puede utilizar libremente en el Mediterráneo- y la Arabia Saudí de los jeques millonarios, que junto con otras “petromonarquías” del Golfo, es el principal sostén de algunos de los más sólidos grupos rebeldes.
Ninguno de esos países, ni los regímenes políticos imperantes en ellos, ni los intereses que persiguen –sean éstos religiosos, territoriales, económicos o estratégicos- debería despertar la simpatía de un demócrata europeo y menos si éste se siente de izquierdas. De nuevo, tomar partido resulta muy difícil.
Pero hete aquí que llegan los misiles y los aviones de la VI Flota estadounidense. Y encima con el apoyo del gobierno conservador británico –que no de los laboristas- y también del socialista de la Francia de la “grandeur”, la potencia colonial en Siria hasta hace 60 años. Y las dudas, sobre todo recordando Irak, deberían aclararse. Pero quien firma estas líneas no consigue motivarse ni por esas. Que el imperio yanqui imponga una vez más sus reales matando impunemente a gente inocente mientras sus aparatos de propaganda pregonan que lo hace en defensa de los derechos humanos, la libertad y el “orden internacional” no debería convencer a nadie.
Pero esa primera sensación de rechazo, que no puede sino pervivir a pesar de todo, se transforma un tanto en perplejidad si se comprueba que la prevista “acción de castigo” de Obama sobre el régimen sirio carece de objetivos políticos que merezcan tal nombre. Que es sólo un modo de tratar de hacer creer que Estados Unidos no está totalmente perdido en el dramático laberinto de Oriente Medio. Que por no saber lo que va a hacer en el futuro no sólo no pretende derribar a Assad, sino que sigue sin atreverse a armar a unos rebeldes de los que no se fía. Y, al final, el sentimiento que termina por impregnar a los demás es que en Siria, y en la región que la rodea, crucial para el futuro del mundo y, sobre todo de Europa, y de España, nadie de los que deberían saberlo tiene la mínima idea de lo que puede pasar más adelante. Y eso, más que movilizar, deprime.
De nuevo, la perspectiva de la intervención militar de una gran potencia occidental en una zona de conflicto plantea interrogantes de fondo. Particularmente a quienes aún conservan un mínimo de sensibilidad política o, dicho de otra manera, a quienes las cosas que ocurren en el mundo no les son definitiva y totalmente ajenas. Y de nuevo, más allá de reacciones viscerales contra el uso de la fuerza por parte de los más poderosos, las respuestas a las mismas no son ni mucho menos fáciles. Siendo el rechazo a las bombas norteamericanas, sin más, una posición legítima, sería oportuno también un esfuerzo suplementario para tratar de tener una opinión sobre los procesos que han dado lugar a una acción de ese tipo. Lo malo es que esa es una tarea difícil, si no imposible.
Sobre todo en el caso de Siria. Primero, porque no hay mucha información al respecto y la que nos llega desde que la guerra civil empezó, en enero de 2011, es en buena parte de fiabilidad dudosa, cuando no pura propaganda de los muchos protagonistas, directos e indirectos, que están implicados en la misma. Segundo, porque las características e intenciones de sus principales actores –el gobierno del presidente Al Assad y los rebeldes que luchan contra el mismo- siguen sin estar del todo claras y, sobre todo, no son uniformes ni en uno ni en otro campo. Tercero, porque detrás de unos y otros se mueven, imbricándose hasta el paroxismo, los intereses de una amplia gama de poderes exteriores.