'Disidencias de género' es un blog coordinado por Lucía Barbudo y Elisa Reche en el que se reivindica la diversidad de puntos de vista feministas y del colectivo LGTBQI.
Llamar a la cosita por su nombre
Llamo al mío «cosita» porque su existencia me avergüenza. Y no sé por qué. Desde el principio de los tiempos, no tengo ni idea de cómo debería denominarlo.
«Vagina». Bisturí, quirófano, batas blancas.
«Vulva». Parcial, es solo lo de fuera, creo recordar de las clases de Conocimiento del Medio. El dibujo se parecía a los moluscos bivalvos de la sección de animales invertebrados del libro.
«Flor». Siempre imagino un cortejo medieval en pleno banquete. Entregar la flor al caballero afortunado. Oh, muy amable, milady.
«Potorro». Este me hace especial gracia, lo confieso.
«Chichi». La placa plateada de un chihuahua. Una china riéndose por lo bajini.
«Coño». Ah (suspiro). Coño.
Cada vez uso más esta última acepción, casi como un grito. Lo cambio por «cojones» en las expresiones tradicionales y me obligo a quedarme tan pancha, reprimiendo la mueca de desagrado que se pincela en mi labio superior. Cuanto más lo dices, más fácil resulta. Coño. Coño. Coño.
La primera vez que vi un coño de papel maché fue en una manifestación proaborto. Era gigante. Me hablaba. Decía «aquí estoy». Yo miré hacia otro lado.
La primera vez que vi un coño de carne –sin hueso- fue cuando miré abajo. Entonces no sabía que iba a ser una parte del cuerpo tan complicada, la sentía como una más. Pronto me aplastó esa avalancha de términos raros. Mientras que un brazo era un brazo, lo otro era la flor, el chichi, la vulva. Y uno nuevo, que escuché hace poco a una mamá al cambiarle el pañal a su niña:
—Deja que te ponga cremita en el culi-culi.
Eso ya sí que me dejó anonadada. El culi es otra cosa. Está en otro sitio.
—¿Por qué no eliges un nombre acertado y se lo enseñas desde el principio? —supliqué a la mamá, sin saber de dónde salía esta repentina desesperación—. El que quieras. Almeja, paella, colibrí, escritorio, el que te dé la gana. Pero no le digas que eso es su culo. Porque no lo es.
Aún tengo amigas que aseguran que nunca se han mirado el culi-culi. Es que no llego, alegan. Les aconsejo que usen un espejo o arqueen la espalda un poco. Ellas ponen esa mueca de desagrado tan familiar. Qué asco. Para qué.
No sé, respondo yo. Es que eso también es tuyo. Pasas veinte minutos al día examinando tu rostro para maquillarlo y no tienes ni idea de cómo es tu culi-culi. Y luego pedirás a alguien que sepa interpretarlo, cuando ni siquiera tú conoces la ubicación y función de cada elemento.
Pienso en el pobre chichi, discriminado ahí abajo, tachado de sucio y de pervertido. La vida entera penando. Sufriendo la humillación de su propia dueña, la enajenación pudorosa respecto de tronco y piernas, la ineptitud de los visitantes que hieren y frotan y arrasan, su neutralización plastificada en Barbies y la opacidad del título: «cosita».
Si he de ser sincera, este discurso de las amigas me huele a trola. O el cristianismo se ha encargado de solidificar a unas devotas muchachitas, bien rectas en fila india, o ha conseguido inducirles ese pudor pecaminoso que les impide revelar la verdad y nada más que la verdad.
A juzgar por los datos, se trata de esta última opción. Las numerosas mujeres que consumen pornografía en el vasto mundo de Internet suelen decantarse por escenas lésbicas. No les dará tanta cosa su cosita, si son capaces de mirar una o dos a la vez en pantalla.
Lo mismo solo intentan huir del pene, de su arrojo y sinvergonzonería. El pito no tiene reparo en llamarse a sí mismo de mil maneras, cada cual más altanera, reivindicativa. El pito es la polla. Tan subidito está que en los vídeos calientes resulta algo invasivo. Choca contra sitios que no debería, atenta, golpea, acapara el plano, mientras los pobres culi-culis aguantan el tirón y hacen como que les está encantando el machaque. Puede que por eso las mujeres recurran a otros culi-culis. Porque son más light. Más amenos. Y porque el porno refinado de Erika Lust sigue siendo la excepción a la regla.
No encontrarás el debate sobre el culi-culi en tantos sitios. Los labios de muchas chicas están sellados. Ellas sostienen no mirarse el chichi, cómo van a tocarlo. A veces me planteo, en las duchas comunes del gimnasio, si algunas siquiera se lo enjabonan. Las que no han acabado construyéndole una réplica gigante en papel maché, quiero decir. Las que no han acabado forzándose a meter la palabra «coño» en cada frase.
Ya sabes lo que pasa. Cuanto más tapas una cosita, más ganas tiene esa cosita de salir corriendo desnuda y armar jaleo.
Ojalá no hiciera falta usar papel maché, ni decir «coño» más veces de las necesarias. Pero para eso, vamos a tener que empezar a llamar a la cosita por su nombre.
Llamo al mío «cosita» porque su existencia me avergüenza. Y no sé por qué. Desde el principio de los tiempos, no tengo ni idea de cómo debería denominarlo.
«Vagina». Bisturí, quirófano, batas blancas.