'Disidencias de género' es un blog coordinado por Lucía Barbudo y Elisa Reche en el que se reivindica la diversidad de puntos de vista feministas y del colectivo LGTBQI.
'Manspreading' de discoteca
Los domingos en horario nocturno hay una fiesta en Barcelona llamada Chocochurros que se celebra dentro de la Sala Apolo. Entre otras virtudes, ese día tiene la gracia de ser de entrada gratuita y yo, como casi la inmensa mayoría de las maricas que realmente no podemos permitirnos pagar 15 euros por un pase a estos espacios de ocio, debo aprovechar estas oportunidades.
Comienzan los indicios de arrepentimiento: me topo con señales de baño en neón rojo bien definitorios de hacia dónde deben ir las tías y en dónde se meten rayas los tíos bajo la vista gorda de los seguratas. Una, que ya ha visto diferentes modelos empresariales, no puede pensar que este hecho binario es accidental o inocente per se, algo bien intencionado, sino invisibilizador de otras realidades más allá de los aparatos excretores que cada persona guarde en sus bajos.
La temperatura es aplastantemente asfixiante en un -no- lugar donde las copas cuestan 9 euros: otra interpretación que roza la evidencia de que lo gratuito a fin de cuentas me va a salir caro. Os pongo en situación, imaginaos que sois Hansel y Grettel bajando al infierno con una antorcha en un escenario parecido a 28 Días Después pero dirigida por Roberto Pérez Toledo.
De repente, nos percatamos de to el pampaneo disonante cuando en una suerte de piel dura, pisotones y miradas altivas, nos encontramos en una sala donde 2/3 de la población masculina no lleva camiseta. Ya ahí te percatas de que cuando llega el calor, los chicos se enamoran a no ser que seas gordo, flácido o directamente un no-hombre.
Aparece Ariel, transexual activista. Bailamos en el centro de la pista y en cuestión de media hora a causa del flujo de cuerpos, nos encontramos en una de las esquinas de la sala donde apenas llega el volumen de la música. “No sé por qué, pero siempre acabamos en los márgenes” – le digo-.
No era casualidad que todos los tíos descamisados eran, como comúnmente se dice, o cachas o supercachas. Lo que ocupábamos Ariel y yo haciendo twerking equivalía proporcionalmente a la inversa el espacio de uno de ellos estando quieto. Curiosamente, las interacciones que se sucedían entre los mismos dejaban un espacio desocupado en el medio donde no cabíamos ninguna de las dos y donde incluso te arriesgabas a recibir algún que otro empujón como señal de que no hay espacio para todas.
Ahora es cuando me pongo seria y explico a qué se debe todo esto. El manspreading, eso que pasa en los metros y lo que estaba ocurriendo en esta disco, es una expresión de poder de la masculinidad independientemente de la identidad y preferencias sexuales del sujeto.
La teoría es que en un mundo donde en el tercer sector -el de los Servicios- ocurren lógicas de industrialización de cuerpos, las mismas reglas que legislaban las fábricas basadas en ideas teóricas tayloristas son traspasadas a los aparatos de propaganda ideológica a través de los medios de comunicación o redes sociales como Instagram con el mensaje siguiente: “La belleza es el nuevo valor absoluto salvador. Es más, no te preocupes cari, que con un poquito de esfuerzo y dinero te rescatamos de tus propios complejos”.
Esto estandariza un imaginario de cuerpo ideal “liberador”, objeto de todo deseo y – como producto de calidad- producido en espacios concretos como gimnasios y listos para ser devorados en un mercado de oferta y demanda como pueda ser una discoteca de este calibre. Resumiendo, la materia prima pasa por un proceso de transformación estandarizada que compite en un microclima neoliberal donde el precio lo pones tú mismo considerando la competencia establecida.
Por tanto, la belleza contemporánea - paradójicamente - es como una producción en serie de armarios Pax del Ikea: es elaborada en función de unos modelos genéricos, reproducida y repetida. Citando a Henry Ford, “los clientes pueden tener un coche del color que quieran siempre que sea negro”.
Y tú, querida lectora, te preguntarás, ¿pero qué invento es este? Pues la cisnormatividad en todo su esplendor, querida amiga. Bajo estos hechos el resultado es que toda persona salida del patrón hipermasculinizado – o hiperfeminizado (en el género mujer)- queda como un objeto no deseado y por ende no válido dentro de una dinámica, nunca mejor dicho, apolínea.
Volviendo al discurso de la belleza, tenemos a Ricky Martin y su novio. Es de manual cómo todos los indicadores de éxito se cumplen en este canon totalmente despolitizado. Es la ausencia total de reivindicación lo que transforma a esta figura pública en el ejemplo perfecto de cómo la heteronormatividad de mujeres rubias de tetas despampanantes y hombres MUY machos, se ha traducido en la homonormatividad hegemónica incipiente: Gays MUY hombres, muy guapos, muy divinos pero muy machos.
Estos férreos modelos resultan exclusivos para cierta parte de la totalidad de la población, pero excluyentes para el resto de personas y para el surgimiento de mecanismos de autoregulación como la gordofobia, plumofobia, transfobia, xenofobia y otras fobias que, sospechosamente, nos recuerdan mucho a las heteronormativistas.
Para terminar esta ola de inspiración –casi- basada en mi frustración sexual, me aventuro a decir que esto que ocurre en esta discoteca es sólo un ejemplo de cómo a lo largo de las sociedades centrales la dogmática hiperindustralización de nuestro cuerpo ocurre más allá de estos espacios de ocio e invade otros sistemas de nuestra vida como pueda ser la salud, la familia, el trabajo y un triste etcétera.
¿Qué se puede hacer entonces? La reivindicación política permeabiliza todo: a través de la expresión corporal, te haces un espacio dentro de esta manada de machos. Si les incomoda, que no miren. Si les molesta, que se aparten. ¿Todo esto es lo que llaman transfeminismo? De eso ya hablaremos en otro episodio que yo ahora me voy a pegar una ducha, a ver si se me quita de una vez este puto olor a hombre que llevo encima.
Los domingos en horario nocturno hay una fiesta en Barcelona llamada Chocochurros que se celebra dentro de la Sala Apolo. Entre otras virtudes, ese día tiene la gracia de ser de entrada gratuita y yo, como casi la inmensa mayoría de las maricas que realmente no podemos permitirnos pagar 15 euros por un pase a estos espacios de ocio, debo aprovechar estas oportunidades.
Comienzan los indicios de arrepentimiento: me topo con señales de baño en neón rojo bien definitorios de hacia dónde deben ir las tías y en dónde se meten rayas los tíos bajo la vista gorda de los seguratas. Una, que ya ha visto diferentes modelos empresariales, no puede pensar que este hecho binario es accidental o inocente per se, algo bien intencionado, sino invisibilizador de otras realidades más allá de los aparatos excretores que cada persona guarde en sus bajos.