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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El cuarto oscuro del confinamiento

Aparte de escritora poco ortodoxa, soy trabajadora social y he estado durante todo tiempo de alarma laborando en una casa donde ocho personas sin relación familiar han estado confinadas hasta que volviera la calma. Demasiado bien ha ido el experimento, no a todos los recursos sociales les pasó lo mismo y mucho menos las casas que decidieron seguir las normas del cuarenteneo.

Servicios Sociales ha sido un drama: albergues llenos, cobertura de atención reducida al mínimo, comedores abarrotados. Si a esto le sumamos el propio sistema de salud colapsado, cientos de personas se han quedado sin techo o sin recursos propios, varadas en todo este oleaje.

Afirmar que las cosas no han cambiado sería como declararse terraplanista. Aunque dudo mucho que hayan ido a mejor, lo que sí puedo decir es que no afecta a todas las personas por igual. Nos vino perfecto para observar de nuevo que las necesidades sociales que llevamos arrastrando, cuya respuesta comunitaria se ve mermada por el distanciamiento social, sigue distanciándonos cada vez más de nuestras otredades vecinas al ritmo que Andrómeda se separa de la Vía Lactea.

Comenzando desde los escalafones más altos se nos recuerda cuál es nuestro asiento una vez terminada esta orgía de capitalismo y consumo, en donde la primera en correrse de todo este asunto son las grandes marcas que se encontraban detrás de los Prides y los Circuits y, en general, cualquier otro evento que suponga un hombre cis homosexual con privilegios, un valor activo al que dejar seco a través de ofertas de consumo dedicadas a su satisfacción. Pues, mi ciela, ya no hay Circuit, mariconeo, petardeo, escándalo. Sorry.

Aunque si aquí se nota, te puedes hacer una idea de cómo afecta en otros estratos no tan cómodos y soleados, pero sí más vulnerables a cualquier tormenta venidera.

Antes de bajar de lleno, recordemos la interseccionalidad como hándicap de pertenencia a grupos hegemónicos y formada por existencias difíciles de mirar.

La idea principal es que en este efecto 2000 las periféricas vuelven al hoyo; las amigas LGTBI+ que también tienen otras catalogaciones se ven especialmente afectadas ya que, aparte de la tendencia homofóbica -especialmente transfóbica- del propio sistema cisheteropatriarcal, otras cuestiones como la xenófoba, aporófoba y putófoba siempre rondan alrededor e inciden en el derecho universal a tener una casa donde resguardarte. Aquí una serie de declaraciones de maricones, trans, ocupas y migras que están encantadísimas de hablar de sus cuarentenas existenciales:

“Ya me pasaba antes porque como tengo estas facciones tan de hombre se me nota y ahora esto es un coño. Voy por la calle y me paran los policías y me preguntan a dónde voy, si es que estoy trabajando o qué hago a esas horas. Verá, señor agente, voy a comprar aquí al súper. Pues vaya a otro, señorita, este está muy lejos de dónde supuestamente vive. Me tratan como la puta que soy, pero como no hay nadie en la calle, se encuentran con licencia de hacer lo que quieran y de replegarme en mi casa para que no me vean. Esas máscaras de mierda son de villano, no de héroes”.

“Aunque los desahucios han parado no significa que nos vaya mejor, al contrario, hay que trabajar el triple para afrontar situaciones que no habíamos barajado anteriormente con los decretos del Estado soplándonos la nuca. Nos vemos con la necesidad de crear redes casi clandestinas de alimentos ya que el aislamiento ha pegado fuerte. Si antes íbamos al contrario de todo, ahora vamos más que antes: reunirse es una movida ya que tenemos a los polis dando vueltas por el barrio todo el rato y cuando te vean las pintas de maricón y punki te aseguro que te van a parar con toda la intención de meterte una multa”.

“Yo me resigno a toda esta situación, pero es duro. Dejé mi país perseguido por ser gay teniendo un buen trabajo. Llego aquí y me encuentro con que hay que trabajar sin ningún tipo de seguridad social ya que llevo cinco meses sin poder resolver mi solicitud de asilo y con el miedo a que venga alguien a decirte que es del Ministerio del Trabajo, Sanidad o qué se yo. Lo que no teníamos nadie previsto es que no puedo tener ningún tipo de prestación ya que no soy parte del sistema. Ahora tengo más miedo a salir, no por el virus, sino porque me paren en la calle, aunque es verdad que tengo un montón de amigos que me han podido ayudar con techo y comida, aparte de que algunos de los servicios a los que iba, como Cruz Roja, me ayudan como pueden. Al final, me siento muy agradecido por estas cosas”.

En conclusión, #QuedateenCasa no es un mensaje global de cuidados individuales y colectivos. Es una declaración de privilegios, una implícita reafirmación de clases sociales para todas aquellas unidades domésticas que pueden declararse como tal y que apela directamente al derecho universal a tener una vivienda – digna-. Éste es un derecho al que cada vez menos personas pueden acceder y que en estos momentos nos sirve de barrera arquitectónica para protegernos de las lacras del Estado. No sé, a lo mejor, ante tantísimas necesidades surgidas, estamos enfocando mal el problema.

Aparte de escritora poco ortodoxa, soy trabajadora social y he estado durante todo tiempo de alarma laborando en una casa donde ocho personas sin relación familiar han estado confinadas hasta que volviera la calma. Demasiado bien ha ido el experimento, no a todos los recursos sociales les pasó lo mismo y mucho menos las casas que decidieron seguir las normas del cuarenteneo.

Servicios Sociales ha sido un drama: albergues llenos, cobertura de atención reducida al mínimo, comedores abarrotados. Si a esto le sumamos el propio sistema de salud colapsado, cientos de personas se han quedado sin techo o sin recursos propios, varadas en todo este oleaje.