'Leer el presente' es un espacio que dedicamos a libros desde eldiario.es/murcia. Del mundo a la página y viceversa. Coordina José Daniel Espejo.
El desengaño de una generación
Las primeras veces que leí 'Los días hábiles', de Carlos Catena Cózar (1995), estaba en un momento laboral poco satisfactorio y leerlo me soltaba en ese escenario que ya es incluso el cliché de mi generación: el de quienes crecimos a la misma vez que crecía la economía, pasamos la adolescencia viendo que al acabar de estudiar se encontraba trabajo estable e independencia y el de quienes vimos cómo llegó nuestro turno y bajó el telón. Al volver al libro hace poco, la lectura me ha dejado en otro escenario que también he vivido como propio. Leído en un momento laboral distinto, también me parece la carta de amor (o de cariño) que alguien con trabajo y lugar de residencia inestables quiere escribirle a veces al origen.
A pesar de la cercanía que se siente al leer el poemario, podría decirse que la incomunicación es un tema base. La escritura parece la única forma de romper el silencio. En la mayoría de imágenes, la voz poética sólo mira o escucha. Y cuando habla, lo que no se dice sigue teniendo más peso que lo dicho. Las preguntas que (se) hace no se responden.
El libro se abre con un dicho popular que parece definir la situación de muchos jóvenes en la actualidad: no se pasa hambre pero no se trabaja. La memoria y el origen personal se presentan contrapuestos a un futuro impersonal: (“tras de sí [de la abuela] las tierras que sembró para nosotros / frente a mí la ciudad que no construyó nadie”). Las referencias a la familia son numerosas. La madre y aún más la abuela reciben especial atención, cariño y respeto. Y sin condescendencia. Aparecen como mujeres de origen humilde que luchan, trabajan y cuidan pero sin caer en el tópico de personajes secundarios que sacrifican todo por los demás y nunca se quejan. Son los únicos miembros de la familia que aparecen con nombre propio. Hablan por sí mismas y la voz poética necesita que ellas le hablen.
Vemos imágenes comunes que son tema de conversación en nuestro día a día, como la sobrecualificación, la precariedad, el vivir en el extranjero y la insistencia en la vocación. También aparecen otras que, si bien se han explotado con frecuencia en la producción artística, están envueltas en una especie de silencio. En uno de los poemas, por ejemplo, la voz imagina el suicidio de su hermano y se pregunta por el poema que escribiría (“en qué idioma será la llamada y quién la hará / sonará también de madrugada o modificarán / los husos horarios el cliché el poema”). Pero el tema es invisible fuera de la literatura (“¿le contó alguna vez su hermano / el fracaso del que usted tanto habla?”) y también es inapropiado sacarlo a la luz en ella (“y sobre todo / ¿se siente usted culpable por haber escrito / el suicidio de su hermano?”).
Desde el primer poema se mezclan la fe y superstición con la tecnología y ciencia; la tradición y lo nuevo (“tendré que (…) / llevar puesta la cadena de oro que arranquen de su cuello / o usar el iPhone que dejó cargando antes de salto” o “bienaventurado el reguetón porque nos hace tocarnos”). Las 8 horas laborables son ocho puñales, los días hábiles martirios. No se trata de una mezcla artificial que queda bien en un libro. Aquí la importancia de los símbolos no se debe tanto a su significado sino a su mera existencia y su convivencia real con lo nuevo.
Independientemente de cuándo y quién lea, creo que este es un retrato honesto y bastante directo del desengaño de una generación. Concretamente del de jóvenes de origen humilde que, a pesar del esfuerzo de sus familias por darles un futuro mejor que el suyo, dejan el país ante la falta de oportunidades o no tienen claro qué quieren o esperan. De quien siente culpabilidad por sentirse insatisfecho o por no poder cumplir con los deseos de la familia, por si eso significa ser desagradecido o que su esfuerzo no ha valido la pena.
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