Hay días en los que uno recibe lecciones que no debe olvidar. Y que tiene la obligación de compartir. Esta es una de ellas. Tiene que ver con la educación de nuestros hijos.
Me la dio una madre hace unos días –María, pongamos que es su nombre-, cuando se enteró de que su hijo Guillermo, de doce años, jugando con un compañero de clase le había tirado al suelo las gafas, rompiéndoselas. La reparación de las gafas ascendía a 90 euros. El afectado, digamos Maiker, le reclamó 40 euros a Guillermo para hacerle frente, ya que para la maltrecha economía de una familia de inmigrantes que trabajan en el campo de Cartagena, era un gasto extraordinario difícil de asumir.
Ambos chicos reconocieron que el juego se le había ido de las manos. María decidió que su hijo debía hacer frente a la mitad exacta de lo que valía el arreglo, 45 euros. Y ese importe debía salir de los ahorros que Guillermo tenía de lo que sus padres y abuelos le habían dado para sus cumpleaños o en Reyes. Se trataba de enseñarle que debe empezar a ser responsable de sus actos y asumir sus errores. Educarle para ser adulto.
Lo fácil hubiera sido para María mirar para otro lado. Dejarlo pasar como un juego de niños. Es demasiado frecuente que los padres protejan a sus hijos, les hurten la asunción de responsabilidades creyendo que es mejor evitarles los sinsabores de la vida. Craso error. Buena parte de los problemas actuales de nuestros adolescentes radican precisamente en su inmadurez a la hora de hacer frente a las consecuencias de sus actos, especialmente si son gravosas.
Guillermo tiene mucha suerte de tener una madre así.
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