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Archena, ¡en pecado!

López Miras asiste al acto de concesión del título de ‘Alcaldesa Perpetua de Archena’ a la Virgen de la Salud

Juan Antonio Gallego Capel

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El presidente de la Comunidad, Fernando López Miras asistió el domingo por la tarde al acto de concesión del título de 'Alcaldesa Perpetua de Archena' a la patrona del municipio, la Virgen de la Salud. En su apoyo dijo que “es una muestra del respeto por las costumbres y los valores y de cómo desde las instituciones también se pueden respetar esos valores”. El caso es que al acto, eucaristía incluida y posterior procesión hasta la iglesia de San Juan Bautista no acudió ni el 5% del pueblo.

En España hay centenares de municipios que en tiempo de la dictadura nombraron al dictador “alcalde perpetuo” así como “alcaldesa perpetua” a alguna de las advocaciones de María, de Cristo, así como a otros “santos” católicos. Y es que el nacionalcatolicismo se encontraba en vigor.

Para los que dicen ser constitucionalistas, se lo tenemos que hacer mirar ¡he!

El artículo 16.3 de la Constitución Española establece que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”. La creencia en la virgen y los “santos”, y su veneración, es específica de una confesión; establecerla o dar carácter oficial es a todas luces inconstitucional. Es indignante que tras más de cuarenta años desde la aprobación de la constitución de 1978 ningún poder público haya suprimido este atentado a la legalidad.

Hay quienes alegan que el mismo artículo determina: “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Pero obviamente esa frase hay que entenderla en función de la anterior, y además esas relaciones de cooperación son las que se establecen con acuerdos con las confesiones, no con la asunción de prácticas religiosas por parte del Estado y sus instituciones.

Otros y en defensa de esto, argumentan: ¿A quién le ofende? “Si no eres cristiano, al menos respeta a la mayoría, que la aman como patrona de nuestro pueblo”. Pero es que no es una cuestión de mayorías, ni de porcentajes, ni de afectos populares, sino del principio de aconfesionalidad, establecido para evitar cualquier abuso por parte de una confesión, e incluso para preservar a las propias confesiones de la interferencia del Estado. Además, si se ofende a quienes confiesan otra fe, se sienten como ciudadanos marginados al comprobar que sus representantes políticos imponen al conjunto de la sociedad una designación político-religiosa de un ser en cuya existencia ni siquiera creen y que, automáticamente, se convierte también en su “alcalde o alcaldesa”.

Si yo fuera creyente, también lo consideraría un insulto a la memoria de Cristo, que jamás habría aceptado estos 'honores' políticos (ni mucho menos habría imaginado que se la veneraría bajo la forma de múltiples advocaciones, una práctica tomada del culto a los dioses en las religiones paganas). Estas proclamaciones implican además un acto de idolatría, digno de respeto y protección cuando los católicos lo celebran según su conciencia, pero inaceptable cuando se impone a toda una comunidad. Es más, hay cristianos que, de acuerdo con la Biblia, no creen en la inmortalidad del alma, y por tanto consideran que la virgen, como el resto de los creyentes y no creyentes, está muerta y en espera de la resurrección. Y, por supuesto, aunque los actos fueran auténticamente cristianos, serían contrarios al propio Jesús, que defendió la separación de la religión de la política al proclamar «Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios» (Mateo 22: 21), y «Mi reino no es de este mundo» (Juan 18: 36).

Se apela siempre a la tradición. Pero en un estado democrático la tradición no puede ser el criterio para la realización de actos oficiales; por encima de ella se encuentran la Constitución y su fundamentación en los derechos humanos, incluida la libertad de conciencia. Por otro lado, no hay que olvidar que muchas tradiciones proceden de épocas en las que existía una religión oficial y obligatoria para todo el país, y las demás creencias no pudieron expresarse porque estaban prohibidas y perseguidas, en muchos casos bajo amenaza de muerte. ¿Esa es la tradición que reivindican algunos?

Quienes defienden estas distinciones dicen ser cristianos, pero (al margen de las cuestiones teológicas señaladas) su propia actitud lo contradice: en primer lugar, porque el cristianismo si es impuesto deja de ser cristiano; y en segundo lugar porque la conducta de los promotores del título suele ser vergonzosa: manifiestan despreciar a la minoría que (siguiendo la Constitución) se opone a la designación. ¿Dónde están los curas de estos pueblos, y sus obispos, para recriminar a sus fieles por conductas tan flagrantemente anticristianas realizadas en el nombre de su iglesia?

Da respeto y pudor que el Estado español no sea capaz de suprimir los importantes restos de confesionalidad vigentes tras más de cuarenta años de democracia. Pero lo que más asusta es el nacionalcatolicismo sociológico que podemos ver en sectores amplios de la sociedad. Asusta que haya españoles no puedan comprender algo tan sencillo como que no pueden imponer sus creencias a toda la población, por mucho que las amen y hayan pervivido durante siglos. Asusta que los absurdos argumentos esgrimidos por los tradicionalistas sean repetidos por los representantes políticos, en algunos casos por fanatismo, en otros, por miedo a enfrentarse a las masas confesionalistas.

Contrastado queda, que los partidos políticos de la derecha no están dispuestos o no se encuentra entre sus prioridades frenar estos abusos. Mucho nos queda por hacer a quienes defendemos el Estado laico: el nacionalcatolicismo está profundamente arraigado en la sociedad y en las instituciones españolas. Pero hay quien sí podría frenarlos ya: la jerarquía eclesiástica de la iglesia en cuyo nombre se realizan estos actos. Pero una prueba más de que este supuesto no se corresponde con la realidad está en que, hasta donde sabemos, ni un solo obispo ha requerido jamás a un ayuntamiento que no se realice este tipo de actos, o que se revoquen distinciones oficiales del pasado; todo lo contrario: participan en ellas con gran satisfacción. Si desde el Vaticano se quisiera acabar con esta práctica, se podría hacer. Pero no se hará porque está en perfecta armonía con la doctrina papal, que jamás ha reconocido la necesidad de separar su iglesia del Estado. Y estas jerarquías nunca están dispuestas a perder influencia, popularidad y magníficos privilegios.

Para terminar, decir que lo que nos une a todos en el ámbito público no son unas u otras creencias particulares, sino la racionalidad objetiva común a todos los seres humanos. En esa racionalidad objetiva no tienen cabida entes inmateriales de existencia y actuaciones no demostradas, como es el caso de 'la Virgen de la Salud'. Por tanto, no tiene cabida la pretensión de la corporación municipal del Partido Popular de conceder ese título por un reconocimiento, fervor, exaltación y devoción a la Patrona, ese ente inmaterial. El fervor, la exaltación, la devoción, son propios de los individuos, en ningún caso de las corporaciones públicas.

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