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Corrupción, capitalismo y acumulación por desposesión
El pasado sábado, mientras en Madrid se discutía un plan B para Europa, pude ver el documental de Albert Sanfeliu ‘Corrupción el organismo nocivo’. Fue en Torre Pacheco, uno de los municipios de la Región donde con más fuerza y tradición ha anidado ese “organismo”. La estructura del documental gira alrededor de los testimonios de siete personas que han luchado contra la corrupción pagando un alto precio personal por ello. Al final de la cinta los asistentes pudimos escuchar en directo a uno de los protagonistas, el interventor Fernando Urruticoechea, quien actualmente trabaja en otro de los epicentros nacionales de la corrupción, Orihuela.
‘Corrupción el organismo nocivo’ es una película cargada de emotividad, todos sus protagonistas son ciudadanos valientes y honestos que prefirieron ser castigados con el ostracismo y la persecución a ser cómplices de la corrupción que contemplaban a su alrededor. Un documental que pudo rodarse gracias a la economía colaborativa –451 personas la financiaron altruistamente– y que ahora se enfrenta a un mercado controlado por unas pocas distribuidoras, que no da espacio a un cine comprometido y potencialmente conflictivo. Por eso intenta hacerse hueco con proyecciones organizadas por colectivos sociales –en este caso IU- e instituciones educativas.
Sin ninguna duda, recomiendo a todo el mundo aprovechar cualquier oportunidad para ver este documental, pero me siento en la obligación de ponerle un pero. En mi opinión le falta una perspectiva más amplia. Podría parecer que la corrupción es un problema atajable con la valentía de los funcionarios y los ciudadanos –esta valentía es, sin duda, necesaria y reivindicable, todos deberíamos alabarla y apoyarla sin fisuras–, pero esa es una estrategia insuficiente. Urruticoechea recurrió en su intervención a un cuento africano en el que frente a un incendio en la selva, una oruga transporta una gota de agua para intentar apagarlo; ante la perplejidad del resto de animales les explicaba que si todos llevasen agua en la medida de sus posibilidades podrían apagar el incendio.
Por supuesto esa es una actitud encomiable y siempre útil, pero otra vez insuficiente. Si no acudimos a las causas a duras penas podremos reducir las consecuencias. Si el incendio estuviese provocado por un infinito tanque de petróleo, todo el agua del mundo sería insuficiente, pero sería fácil acabar con él cerrando la espita del tanque –aunque para hacerlo también necesitásemos la concurrencia de todos los animales de la selva-.
Los ejemplos de quienes protagonizan ‘Corrupción el organismo nocivo’ son una muestra evidente de que desde hace siglos el capitalismo español, en mayor medida que otros debido a las características de nuestro sistema productivo, se apoya en una interrelación nociva entre los poderes políticos, económicos y judiciales. El resultado son unas estructuras que castigan al denunciante y protegen, incluso alientan, al corruptor y al corrupto. El primero debe enfrentarse a las represalias y a los altos costos económicos de la justicia; los segundos, especialmente los corruptores, rara vez son castigados y continúan haciendo negocios gracias a los fondos públicos.
El geógrafo David Harvey acuñó el concepto “acumulación por desposesión” para explicar como un proceso constante en el tiempo lo que Marx llamaba “acumulación primitiva”: el sistema capitalista desposee a la sociedad de riquezas comunes (léase, roba) para seguir creciendo de forma indefinida, alimentando los motores de la economía privada; cuando el capitalismo encuentra algún tipo de barrera a la acumulación –al crecimiento constante a un mínimo del 3% anual– hace todo lo posible por levantar esa barrera. Si, por ejemplo, ya no puede seguir creciendo bajando los salarios, buscará nuevos mercados (colonización) o nuevos nichos (creación de necesidades o acceso a ámbitos económicos no mercantilizados aún, como la sanidad o la educación). Y si la legislación constriñe su capacidad de generar beneficios, la cambiará o las empresas harán todo lo posible por saltársela.
En los siglos XVIII y XIX fueron las tierras comunales y las herramientas de trabajo no asalariado los factores afectados por la “acumulación por desposesión”; en el XXI lo son la eliminación de derechos laborales, la privatización de los servicios públicos o la desregulación financiera. La corrupción, es decir, el desvío deliberado de rentas públicas destinadas al bien común hacia determinados bolsillos privados siempre ha sido un elemento más de ese proceso.
La corrupción no es cultural ni fruto de la degradación moral de la sociedad, aunque pueda encontrar en estos factores un campo fértil para crecer. La corrupción es sistémica, por eso también existe en Alemania y Suecia, aunque se adapte a sus condiciones particulares. Es un elemento más que expresa las contradicciones entre los intereses del capital y los de las clases trabajadoras. Por eso, la lucha contra la corrupción, si quiere ser definitiva, no tiene más remedio que ser una enmienda a la totalidad a un sistema que la protege porque es una parte intrínseca del mismo, porque sin ella tendría que desplegar otras estrategias para apropiarse de esos recursos.
Por lo tanto, la lucha contra la corrupción como un fenómeno indeseable pero reformable de un sistema que mantuviese intactos el resto de resortes del poder económico, político y judicial daría como resultado un sistema aparentemente menos indecente, pero en el fondo igual de injusto. Si de verdad queremos una alternativa a esta disyuntiva, necesitamos un plan B.
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