Adriana Lastra encendió mi imaginación el otro día, cuando, para manifestar su desdén por cierta clase de negociaciones poselectorales, dijo que Madrid no era un mercado persa. Antes de que la prosaica realidad terminara de hastiarme, llegó esta política y me mostró la puerta secreta que conduce a la evasión: está en el lenguaje.
De modo que ya me veía yo en el mercado persa de Madrid, perdido -que es lo que a mí me gusta, como contaré más adelante-, sorprendiendo, tal vez, a un Abbas-Khal tunicado, que se dirige, a través de un oscuro pasadizo, hacia la cueva de Alí Babá para intentar perversos pactos con Pablo Casado y sus cuarenta ladrones.
En serio, ¿de dónde sacan los políticos esas expresiones? Odio africano, mercado persa, contrato leonino… No voy a incluir cuento chino, porque es más conocida, pero todas conducen de forma inequívoca al que García Márquez siempre señaló, y le alabó el gusto, como su libro favorito: Las mil y una noches.
En este punto, dejo las referencias políticas, porque el motivo de este artículo es, en realidad, una pequeña reflexión literaria. Y es que, aunque está bien que los políticos -para eso cobran- intenten que todo esté en orden y debidamente organizado, esta condición no me parece necesaria en la literatura.
García Márquez, cien años de confusión
Una estrategia del genial colombiano era la de crear, a propósito, cierta confusión en el lector. En Cien años de soledad, desfilan, a través de varias generaciones, una importante cantidad de sujetos cuyos nombres se confunden con facilidad: José Arcadio, Arcadio, Aureliano José… El recurso es sublime, porque es verosímil -la repetición de nombres es un hecho habitual en cualquier familia- y al mismo tiempo funciona para que el lector se pierda en el largo devenir que desarrolla la novela. Otro recurso que emplea García Márquez es referir dos versiones diferentes de un mismo hecho inventado por él. A veces, en obras distintas, puesto que él cruzaba los personajes de un libro con los de otro, dando lugar a una suerte de mitología propia. Esto es genial, porque también ocurre en el mundo real, y de este modo el autor crea la ilusión de que la fuente no es él mismo, sino que esas versiones llevan circulando por ahí desde antiguo. El motivo: crear confusión y desorden, los ingredientes mágicos para perderse en paz.
Arquitectos y cartógrafos
Pero, por más que Gabo pretendiera crear embrollo y que ese embrollo respondiera a un efecto buscado a propósito por el autor, más pronto que tarde llegarían los críticos a explicar el número exacto de generaciones que transcurren a lo largo de la historia, hacer un árbol genealógico al coronel Aureliano Buendía e incluso situar Macondo, ¡una ciudad imaginaria!, en un lugar concreto del mapa.
La gente seria es lo que tiene. Enseguida vienen a explicarte el truco para demostrar que no existe la magia. Y por si alguien se pierde, rápidamente crean una buena guía.
Y, bueno, no solo el léxico político está afectado por las modas, también lo está el de la crítica literaria. A pocas reseñas que uno lea en nuestros días, encontrará que tal escritora es una excelente cartógrafa (aunque sea de regiones intangibles, como el mundo de las emociones) o tal escritor ha conformado la estructura de su novela como un genial 'arquitecto'.
También se establecen varios tipos de escritor. Los hay de mapa y de brújula. Aquellos son los que planifican el trabajo de antemano y estos, los que van trabajando sobre la marcha. Unamuno decía: vivíparos y ovíparos.
Estamos en una época de serios pensadores y esto favorece a la línea, más que a la mancha. Se valora el buen uso de la escuadra y el cartabón. Es un momento dulce para las arquitectas y los cartógrafos de las letras. Cualquiera de ellos, además, está a punto de publicar un ensayo: dispuestos, con sus libracos de filosofía, política o historia, a organizar este sindiós en el que vivimos.
Sin embargo, a algunos nos aterra la posibilidad de un mundo cartografiado, con todos los pueblos, ciudades y playas perfectamente indexados, sin un lugar donde perderse. Algunos no queremos orden y claridad. ¡Preferimos el caos! No nos interesa la trama ni la estructura, queremos adentrarnos en la selva de una obra literaria sin mapa ni brújula o perdernos, sin reloj, en el tumulto de un mercado persa.
Adriana Lastra encendió mi imaginación el otro día, cuando, para manifestar su desdén por cierta clase de negociaciones poselectorales, dijo que Madrid no era un mercado persa. Antes de que la prosaica realidad terminara de hastiarme, llegó esta política y me mostró la puerta secreta que conduce a la evasión: está en el lenguaje.
De modo que ya me veía yo en el mercado persa de Madrid, perdido -que es lo que a mí me gusta, como contaré más adelante-, sorprendiendo, tal vez, a un Abbas-Khal tunicado, que se dirige, a través de un oscuro pasadizo, hacia la cueva de Alí Babá para intentar perversos pactos con Pablo Casado y sus cuarenta ladrones.