El pasado miércoles aprobé el examen práctico del coche. Desde el primer cinturón que, como piloto, nos abrochamos, comienza la instrucción formal: “Si no decimos nada, seguimos de frente, todo recto”. Te das cuenta pronto de que por poblado es muy cómodo ir en segunda y pa’lante, pero acabas entendiendo que, para conducir bien, hay que embragar bien, al menos si el coche que manejas tiene una caja de cambios manual. “El embrague es tu pie para andar con el vehículo” me aleccionaba Fernanda, mi profesora de teoría. Ni que decir tiene que dominar el embrague es lo que más me ha costado.
Para todos nosotros es así: una vez que te sacas el carné, te tienes que mimetizar con el asfalto. No puede ser de otra manera; si no, no conduces. Ya no te encuentras simplemente sobre la calzada siendo dirigido. El profesor, mi querido Miguelito, ya no está sentado a los pedales en el sitio del copiloto para enmendar de repente la dirección del vehículo o para detenerlo, ante el peligro, en seco. Ahora estamos solos dentro de la recta, somos una mota de polvo sustancial elevada en el camino, ombligos de alquitrán, y no existe nada más importante que responder a lo que está justo enfrente de nosotros. Esto nos confiesa Jax Teller, el jesucristo motero protagonista de la serie Hijos de la Anarquía (2008), en uno de sus habituales monólogos hamletianos; en la trama tejida por Kurt Sutter, el propio mito shakespeariano es rebombeado con la sangre noble de la actualidad.
No obstante, hay quien detesta conducir y, como Lana del Rey en el lírico videoclip de “Ride”, prefiere mecerse en el sentido nostálgico de la marcha que los otros, con su paso veloz, dejan atrás. Yo lo veía así, pero el pasado miércoles aprobé, después de un dilatado tiempo, el examen práctico del coche. “Con las pautas de seguridad, el mundo es vuestro” me aseguraba Fernanda. Así es: nos montamos en el coche, ajustamos retrovisores, nos abrochamos el cinturón, arrancamos, quitamos el freno de mano, miramos al frente y a los retrovisores, ponemos intermitente, embragamos, metemos primera y nos vamos adonde queramos.
Según el origen etimológico de conducir, duque se nos presenta como un sinónimo legítimo de conductor. En la Antigua Roma, el duque (dux, ducis) era el general que comandaba un ejército y guiaba a sus tropas. Somos, pues, duquesas y duques al volante y al embrague dirigiendo un automóvil. El volante y el embrague son al coche lo que el corazón y el cerebro a la vida. La conducta sería el resultado, externalizado en comunidad, de ser conducidos por el fuero interno intransferible que a todos, y cada una de nosotras, se nos va componiendo a la izquierda del pecho y que permutamos con los mandos encefálicos. Si el coche se cala, basta con que nos mantengamos serenos al volante y al embrague.
La vida cala, empero, a sus duquesas hasta los pies. Al colarme por la fotonáutica ventana al mundo, observo que, para conducir, algunas duquesas tienen el volante firmemente agarrado; otras, más o menos asido; las muchas lo circundan con dedos frágiles como para intentar inmortalizar la postura de una carcasa vacía. Cuando me asomo a los pedales, no me llevo ninguna sorpresa. El embrague lo sigue pisando a fondo una losa de yacimiento prehistórico sobre la que muy pocas duquesas pueden acodarse, apoyar los talones o reclinar una encopada majestad tinta al caer la tarde. No parece que este coche sea automático, más bien está automatizado.
El pasado miércoles aprobé el examen práctico del coche. Desde el primer cinturón que, como piloto, nos abrochamos, comienza la instrucción formal: “Si no decimos nada, seguimos de frente, todo recto”. Te das cuenta pronto de que por poblado es muy cómodo ir en segunda y pa’lante, pero acabas entendiendo que, para conducir bien, hay que embragar bien, al menos si el coche que manejas tiene una caja de cambios manual. “El embrague es tu pie para andar con el vehículo” me aleccionaba Fernanda, mi profesora de teoría. Ni que decir tiene que dominar el embrague es lo que más me ha costado.
Para todos nosotros es así: una vez que te sacas el carné, te tienes que mimetizar con el asfalto. No puede ser de otra manera; si no, no conduces. Ya no te encuentras simplemente sobre la calzada siendo dirigido. El profesor, mi querido Miguelito, ya no está sentado a los pedales en el sitio del copiloto para enmendar de repente la dirección del vehículo o para detenerlo, ante el peligro, en seco. Ahora estamos solos dentro de la recta, somos una mota de polvo sustancial elevada en el camino, ombligos de alquitrán, y no existe nada más importante que responder a lo que está justo enfrente de nosotros. Esto nos confiesa Jax Teller, el jesucristo motero protagonista de la serie Hijos de la Anarquía (2008), en uno de sus habituales monólogos hamletianos; en la trama tejida por Kurt Sutter, el propio mito shakespeariano es rebombeado con la sangre noble de la actualidad.