No es extraño que una persona ya en la cincuentena comience sentir las limitaciones del cuerpo, ese lento y cada vez más perceptible envejecimiento (¡Ya se sabe: superar el medio siglo no es un inconveniente en el tiempo que vivimos, con sus avances científicos y técnicos!), percepción que aumenta con lo que acontece alrededor. Cada vez visitamos más los hospitales, los tanatorios, las iglesias con sus tétricas campanadas a muerto y, de cuando en cuando, ceremonias laicas de despedida. Todo esto te acerca más al diálogo que alguna vez se intenta tener con la muerte, pero esta no responde, guarda silencio y, en muchas ocasiones, ni la llegamos venir ni llamarnos (¿cómo será su voz?) a su lado. Durante muchos siglos, la muerte fue representada con rasgos antropomórficos, e incluso la vimos jugando al ajedrez con alguno de sus clientes, aunque no cabe duda de que en ese tipo de partidas de ajedrez el jaque mate siempre las dan las piezas negras.
Digo que con el tiempo dejamos a un lado cierta presunción de inmortalidad y nos reconocemos en lo que seremos: memoria en alguna ocasión y casi siempre olvido. Y este reconocimiento resulta duro y miramos alrededor y vemos personas que tienen veinte, treinta o cuarenta años más que tú y resuelves que en veinte años se pueden cumplir muchos sueños: ganar un concurso de poesía, escribir varias novelas, callejear por Praga, extender los brazos en el acantilado para aspirar el aire salado del norte…
Es entonces, y no a los veinte, treinta o cuarenta años, cuando comprendes que necesitas tiempo, que el anterior ha volado con excesiva rapidez y que el que resta lo tienes que vivir con más intensidad, buscando la satisfacción en la sencillez pero también adentrándote en lugares inexplorados que antes desdeñabas y ahora la melancolía suple su conocimiento. Pero es también la edad, ya se ha dicho en otro lugar, en la que esa máquina llamada cuerpo humano comienza a sufrir pequeños fallos en unos casos, en otros graves o críticos. Y ahí está la muerte, silenciosa, moviendo las fichas del tablero para eliminar la pieza más deseable.
Enero ha sido un mes terrible, aunque el oscurecimiento del paisaje comenzó un día ventoso y fresco de octubre. Ves a la gente marcharse en silencio: compañeros, amigos, familiares, personas a las que quieres y sabes que los añorarás. Pronto los nombres dejan de pronunciarse y los recuerdos llegan como un rayo caído de un cielo cuajado de estrellas. Y piensas que tal vez la muerte esté rondándote, que esa extraña sensación en el ojo o ese dolor torácico que atribuyes al estrés es el peaje que pagas por tu trabajo y descartas una insuficiencia cardíaca o un daño ocular que puede impedirte volver a escribir o, ¡Dios!, a leer. Confías en la sanidad, es decir, confías en ese monumento al desarrollo humano que es la sanidad pública, universal, gratuita. Pero también ocurre que esa confianza se va diluyendo con la edad y qué, piensas, en un momento dado es posible que no esté ahí para ayudarte a ganar la trampa que te tiende la muerte en el tablero de la vida. Aunque eres consciente que el jaque mate llegará quieres retrasar ese momento para saborear los dulces existenciales que todavía no has probado o contemplar las islas vírgenes en el horizonte, a ambos lados del sol poniente.
Entonces comienzas a dar valor al tiempo de la sanidad pública, del Servicio Murciano de Salud (lo digo porque vivo aquí, en una tierra hermosa, con una luz brillante y clara, con un mar que te hace pequeño y enorme al mismo tiempo), y te preguntas porqué han transcurrido once meses desde la consulta con el especialista y porqué hace casi un año que esperas una llamada telefónica para hacerte una u otra prueba. Seguramente concluirás que hay que tener paciencia, que el personal sanitario vive entregado a su trabajo, que no le vas a hacer el juego a los gestores políticos y su interés en promocionar e imponer con el tiempo un modelo privado de sanidad, que tú aguantas y que no vas a permitir que te remitan con urgencia a un centro privado una vez presentada la queja por el retraso injustificado en la lista de espera.
Dentro de unos días llevarás un año en lista de espera. Y ese tiempo de demora sí que mata. Es un asesino implacable, la reina de las piezas negras del ajedrez, el que te rodeará para dejarte a merced de la muerte. Todas estas cosas se piensan cuando tienes ya esa edad en la que el cuerpo comienza a tener fallos. Y cuando visitas con frecuencia hospitales, tanatorios y cementerios. Tu gente se va alejando, la ves marcharse entre una niebla de rabia y olvido y sabes que la vida lleva un orden predeterminado y que, salvo las tragedias de las guerras y las hambrunas, no suele incumplirlo.
Y aquí seguimos, esperando. El 27 de febrero cumplirás doce meses en lista de espera. No vamos a señalar a los culpables porque se justifican a diario en los medios de comunicación. Todos los conocemos, aquí y en Madrid. No es que creas que lo tuyo es grave aunque a veces piensas que tu padre murió de esa enfermedad. Pero a cierta edad buscas el tiempo, sumas meses, años, décadas, sueñas que todavía puedes disfrutar de hermosas experiencias y cuando pasas por la puerta del Hospital Reina Sofía, suspiras y te dices que la llamada nunca llega, y te preguntas cuantas horas útiles aprovecharán nuestros políticos en su gobernanza. Pocas, están en otras cosas.
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