El sábado pasado fui con mi pareja e hijes a ver el Entierro de la Sardina, en parte porque una amiga nos ofreció un balcón con buenas vistas y también por rememorar aquellos años en los que la hija era yo. Este año nos había tocado currar y no habíamos podido escaparnos de la ciudad. La verdad es que fuimos los cuatro con la intención de disfrutarlo: llevamos nachos con guacamole, salchicha seca y pipas que no podían faltar para sobrellevar la espera al gran desfile que ponía el broche de oro a la semana de primavera murciana.
Las calles del Infante estaban abarrotadas de personas que se organizaban en líneas interminables de sillas. Sorprendida, llegué a contar hasta nueve filas. Había mucha más gente que el año anterior. Muchas de ellas eran familias con pequeñines de todas las edades. Y, entre pitos y luces led cual luciérnagas, llegaba la noche y nosotros cuatro, como buenos murcianos, aguardábamos en nuestro palco ser sorprendidos como niños por la magia de la cabalgata.
Antes de empezar, un grupo sardinero acompañado por una batucada coreaba a pleno pulmón: “¡Alcohol, alcohol, hemos venido a emborracharnos, el resultado nos da igual!”. Y esa sería, a mi parecer, la frase que lo define todo.
El desfile comenzaba con un baño de bolsas de plástico regaladas por empresas de bebidas energéticas y casas de apuestas, un prólogo muy visual de los valores que apuntalan esta fiesta. Publicidad, plástico y más publicidad y más plástico que dio paso a una dilatada muestra del poderío de la policía local y nacional que mostraban sus súper vehículos y caballos con una representatividad femenina que no alcanzaba ni el 10% en el cuerpo.
Mientras la fiesta empezaba la gente tenía ganas de juerga, estaba entregada, vitoreaba a los 'polis' y también al empleado de limpieza que tenía como misión recoger los excrementos de los cuadrúpedos. Eso estuvo bien.
Después, algo difícil de entender, una ristra de camiones y trailers agredían con sus bocinas a la multitud, especialmente a los más pequeños. Recuerdo a mis hijos de tres y año años tapándose los oídos y mirándome con cara de súplica.
Más publicidad, más plásticos y, por fin, comenzó el espectáculo. Estaban los de siempre con sus tenedores y sus cabezones monstruosos. Hombres recreando luchas violentas entre gladiadores, mujeres hermosas saludando desde las carrozas y plumas de todos los colores bailando al unísono. Una carroza de un zoo local en la que se cantaban canciones de animales infantiles, un gran gorila que amenazaba la libertad de la pequeña mujer que hacía peripecias aéreas colgada con una tela de uno de sus brazos.
Todo esto nos preparaba para el plato fuerte, las carrozas, esas naves espaciales de purpurina en las que los dioses del Olimpo murcianos, -hombres, de clase alta, blancos y heterosexuales, vestidos con unos trajes muy kitsch y con un cubata, como complemento, en la mano- hacen felices al resto de la población tirándoles juguetes y pelotas de plástico, más publicidad y más plástico. Gratis para todas y todas las murcianas, que eso no falte.
Hombres, solo hombres. Está prohibido que las mujeres suban a las carrozas porque siempre ha sido así. ¿Lo sabías? Me parece tan caduco. Refleja tan bien de qué va toda esta historia, abanderada por la desigualdad y el clasismo.
Y es que este año vi por las calles a mujeres vestidas de sardineras y tenía la ilusión de poder verlas también subidas a las carrozas. Pero qué va. Me reconozco una ilusa por pensar que Murcia avanza en igualdad y destruye tradiciones patriarcales y discriminatorias o, al menos, intenta maquillar que en materia de igualdad estamos en el bottom de Europa. Qué vergüenza que esto siga siendo así.
Porque todos esos sardineros tienen mujeres que, probablemente, disfrutarían igual que ellos de esos momentos de subidón total de estar ahí arriba tirando balones al ritmo de reggaeton. Pero no les está permitido por el simple hecho de ser mujer. Tal vez aleguen que si estamos allí arriba les podemos distraer de su importante tarea. Ya se sabe que somos un peligro.
A pesar de los grupos que aportaron la ilusión y el color en el desfile, eché en falta más belleza, más sensibilidad a la hora de ofrecer la magia del espectáculo a grandes y pequeños. Me hubiese gustado mucho encontrar en ese desfile a las personas que lideran iniciativas que hacen de Murcia un lugar mejor como la asociación contra el cáncer o la plataforma Murcia en Bici, por ejemplo. Para que pudiéramos aplaudirles por su labor. Eso me hubiera gustado explicar a mis hijes.
Como no podía ser de otra forma, todo ese disparate acababa con un gran castillo de fuegos artificiales. ¿Dónde? Allí junto al río, el hogar de las garzas, los cormoranes y los ánades que acaban de tener a sus crías. Eso sí que es un espectáculo, ver a la mamá pata con sus patitos nadando detrás. Pero que nadie se equivoque, esto es Murcia, y hemos venido a emborracharnos, el resultado nos da igual.
Ojalá más bolsas de cartón, menos coches de policía y más circo, más artistas y más talento local, que hay mucho y muy bueno. Ojalá menos toneladas de plásticos y desechos. Ojalá más sardineras y más personas diversas subidas a esas carrozas.
Mira que amo Murcia, pero lo siento, el año que viene a mí no me pilla. Esta fiesta no me representa. ¿Y a ti?