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Opinión - Cuando los ciudadanos saben lo que quieres. Por Rosa María Artal

La fábula del buitre que se posó ante la Catedral de Murcia

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Un buitre quería asegurarse la carroña para cuando llegara la ocasión de empancinarse. A lo lejos, atisbó movimiento animal alrededor de la Catedral de Murcia y se apresuró a planear en círculo sobre ella mientras en su cocorota le daba vueltas al mismo pensamiento: “¿Cómo conseguir los cadáveres?”

Los mamíferos de aquel reino andaban locuaces de aquí para allá, tal y como mandaba su naturaleza. Mucho tiempo ha que hubieron acordado elegir representantes que debatieran en una asamblea permanente y estructuraran la vida común de los lugareños, y que -bueno- se pudieran relevar entre ellos como cabezas de grupo si en esas desembocaban sus diálogos internos. Esto último se estaba amasando en el aire del lugar cuando se arrimó el buitre. Los vecinos de la zona, que solían abogar por uno u otro de sus parlamentarios, incluso por ninguno en especial, se recreaban en comentarios irónicos, pullas típicas y piques dicharacheros sobre el asunto.

Como ave necrófaga, el buitre observaba con interés la oportunidad y graznaba en idioma pajarraco, tal y como mandaba su naturaleza. Con tanto ir y venir de lenguaje terrestre, se le ocurrió una astuta idea. ¡Ya casi podía catar el seboso banquete que se había imaginado! Lo primero que hizo fue aterrizar en la plaza de la Catedral y acomodar sus garras al suelo. Al tiempo que aún batía las alas, los dos huevos fritos de sus ojos se desparramaban en espirales concéntricas. Apretaba su abultado pecherín, todo respingón como si tirara de él un titiritero. Entonces, carraspeó y, en lugar de volver a graznar, parloteó. Durante diez minutos escasos emitió una única palabra que fue repitiendo más y más alto hasta diecisiete veces: “¡Traición!”. Acto seguidremontó el vuelo hasta perderse por encima de la Catedral.

Los mamíferos lo escucharon y se confundieron, porque pensaron que aquella cháchara monoverbal era un aviso in extremis de alguno de los suyos. Temiendo que tal cosa se estuviese tramitando, empezaron sin más a despedazarse entre semejantes. Tras el absceso de ira, el festín de carne muerta estaba servido.

Esta es la lección que recibió aquella asamblea representativa, que hasta ahora vetaba palomas pero nunca ahuyentaba a los buitres. El resto de los mamíferos supervivientes extraería una moraleja, obraría según ella y haría tomar razón en el periódico del siguiente pareado:

Quien sin prudencia un arribista consiente,

con su propio picadillo, le pone la mesa en los dientes.

Un buitre quería asegurarse la carroña para cuando llegara la ocasión de empancinarse. A lo lejos, atisbó movimiento animal alrededor de la Catedral de Murcia y se apresuró a planear en círculo sobre ella mientras en su cocorota le daba vueltas al mismo pensamiento: “¿Cómo conseguir los cadáveres?”

Los mamíferos de aquel reino andaban locuaces de aquí para allá, tal y como mandaba su naturaleza. Mucho tiempo ha que hubieron acordado elegir representantes que debatieran en una asamblea permanente y estructuraran la vida común de los lugareños, y que -bueno- se pudieran relevar entre ellos como cabezas de grupo si en esas desembocaban sus diálogos internos. Esto último se estaba amasando en el aire del lugar cuando se arrimó el buitre. Los vecinos de la zona, que solían abogar por uno u otro de sus parlamentarios, incluso por ninguno en especial, se recreaban en comentarios irónicos, pullas típicas y piques dicharacheros sobre el asunto.