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Feliz Navidad, humanos

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De todas las formas posibles de celebrar la Navidad, las fiestas o como queramos llamar a estos días de vacaciones, la más eficaz es la resistencia pasiva, que debe ser exactamente como dicen esas dos palabras. El que soporta gana, y mantenerte en tu sitio, aferrado con firmeza a los mismos valores que el Grinch, no te va a salvar de la vorágine. Pero al menos una cree, aunque sea un espejismo navideño, en defender su dignidad, a pesar de asumir como propios renos lejanos o pelmazos elfos.

Como no es tiempo de reproches y sí de mucha caridad cristiana, hay que aguantar la tentación de la nostalgia y respirar muy hondo ante las sillas vacías que habrá este año sin permitirse una lágrima, olvidar aquel precioso abeto de la Plaza del Rey frente al Arsenal de Cartagena, tan perfecto en su frondosa sencillez, que se ha ido mutilando poco a poco porque sus raíces no soportaron que debajo construyeran un aparcamiento. No tomarse muy a pecho que el hilo musical de la calle repita siempre los tres mismos villancicos a más volumen del que la pantalla del móvil te advierte que no debes soportar. Y que, aunque uno de ellos sea el de Mariah Carey, tan universalmente alegre, sabes que en ese algoritmo jamás te van a poner a Bing Crosby.

Que te posea el espíritu del Grinch no son meras paparruchas, sino la respuesta saludable a una estimulación salvaje que ni el cerebro del Dalai Lama podría soportar. Esa presencia invisible y quisquillosa te sopla al oído, por ejemplo, la fea diferencia entre el esplendor de tantas luces y atracciones en Murcia y lo pobre y desganada que resulta la decoración en mi ciudad. Por no hablar de los barrios, olvidados desde hace siglos, dicho sea esto sin resentimiento cantonal. El verdadero milagro de la Navidad es la manera en que su espíritu se mantiene, a pesar del bombardeo implacable de fuera, y también reconocer tras el espumillón viejo su destello real.

Bajo los coches aparcados frente a mi casa vive una pareja de hermosísimos gatos callejeros que se las apañan como pueden. Su ruta vital es misteriosa, como las de todos los de su especie, pero siempre acuden a un solar vallado en el que pasean sin mucha prisa ratas de palmo y medio. En ese trozo de desierto urbano son, aunque sólo en ocasiones, libres y felices.

La competencia está reñida entre gatos, ratas y gaviotas en sus feroces batallas por los restos de basura. La pareja felina, un macho negro y una hembra blanca y fuego de ojos verdes tiene suerte, pues una vecina piadosa les baja comida tibia, haga frío o calor. Inseparables, sortean los coches con agilidad silenciosa cuando cruzan de una acera a otra. A la hora de la cena se plantan, majestuosos, junto a la puerta del edificio esperando a su benefactora, que les saca comida caliente en unos cuencos de plástico que recogerá con puntualidad prusiana cuando no hay nadie en la calle, mientras aún amanece.

Una de estas noches se ha retrasado un poco la cena, pero los dos esperan pacientes a su hada madrina, que vive en el ático, mirando fijamente el portal de cristal y acero, moderno pero impersonal. Tienen el pelaje tan lustroso que parecen domésticos. En éstas, un ejecutivo alterado sale de la entrada mirando algo en su teléfono y tropieza con la hembra, que tiene una enorme barriga de preñada. Se le caen el móvil y la cartera, por donde resbala un billete de cien euros. De esto último no se ha dado cuenta, pues está maldiciendo mientras se levanta con torpeza. Una vez erguido se asegura de que nadie le ve y da una patada al macho, que se queja y corre bajo el coche junto a su compañera. Ha pasado un rato y siguen refugiados, muy juntos. Les han llevado la cena. Al pasar junto a ellos, el gato está rompiendo un papel, como si fuera cachorro, y el billete verde que destroza una bola de lana. Son los cien pavos. Al mirarlo, juraría que guiña un ojo. Y con elegancia gatuna dice: Feliz Navidad, ahí la lleváis, humanos.

De todas las formas posibles de celebrar la Navidad, las fiestas o como queramos llamar a estos días de vacaciones, la más eficaz es la resistencia pasiva, que debe ser exactamente como dicen esas dos palabras. El que soporta gana, y mantenerte en tu sitio, aferrado con firmeza a los mismos valores que el Grinch, no te va a salvar de la vorágine. Pero al menos una cree, aunque sea un espejismo navideño, en defender su dignidad, a pesar de asumir como propios renos lejanos o pelmazos elfos.

Como no es tiempo de reproches y sí de mucha caridad cristiana, hay que aguantar la tentación de la nostalgia y respirar muy hondo ante las sillas vacías que habrá este año sin permitirse una lágrima, olvidar aquel precioso abeto de la Plaza del Rey frente al Arsenal de Cartagena, tan perfecto en su frondosa sencillez, que se ha ido mutilando poco a poco porque sus raíces no soportaron que debajo construyeran un aparcamiento. No tomarse muy a pecho que el hilo musical de la calle repita siempre los tres mismos villancicos a más volumen del que la pantalla del móvil te advierte que no debes soportar. Y que, aunque uno de ellos sea el de Mariah Carey, tan universalmente alegre, sabes que en ese algoritmo jamás te van a poner a Bing Crosby.