La sociedad postpandémica -advierte el Banco Mundial- será una sociedad precaria donde el capitalismo se va a vivir al desnudo: precariedad, falsos autónomos deambulando e incertidumbres por la falta de futuro. Y para mayor contradicción, induciendo a un consumo de dopaje.
Las y los jóvenes se sienten atrapados en una doble trampa: por un lado, los necesitan como insumos, y por otro son considerados como vidas sobrantes. Ante esta caótica situación viven a trompicones, se resisten a seguir sometidos y confinados. Son unos resistentes de una nueva forma de rechazo a los poderes que no cuentan con sus aspiraciones y no les dan oportunidades de participar. No diseñan su futuro, y da la sensación de que los quieren borrar de la historia, porque la historia quieren repetirla sistemáticamente para que no cambie nada.
Estamos a las puertas de un jovenicidio, una situación límite producto de las precariedades. La determina la exclusión que sufren y las formas abruptas con que se irrumpe en sus vidas, sin ayudarles en sus fracasos tanto escolares, educativos, familiares, sociales, étnicos, etcétera. Es una mala tendencia que no hemos afrontado con la dedicación y medios que precisa. El Estado benefactor se ha diluido y no ha sido capaz de llevar los derechos a todos los lugares en donde se han debilitado o tienden a desaparecer. Lo que llamamos una vida digna ya no está al alcance de todos. Las barreras sociales se han agrandado y después de la pandemia veremos barrios atrincherados para defenderse.
Este escenario de profundas desigualdades es un campo de cultivo para la violencia, la corrupción y el narco. Es el mejor caldo de cultivo para el pandillerismo de la violencia y para reforzar las posiciones de la ultraderecha y la necropolítica. El jovenicidio -socialmente hablando- es un aniquilamiento del espíritu joven y rebelde de una juventud que grita por tener un espacio en la sociedad y que quiere los Objetivos de Desarrollo Sostenible como parte esencial de su proyecto de futuro. Pero ese desarrollo implica cambio y participación, algo que los poderes actuales no están dispuestos a ceder.
La juventud es etapa de construcción permanente y evolutiva del propio ser y de su compromiso con la sociedad; por eso necesita el cambio social como si fuese su propia energía de crecimiento. Cambiar en lo político, social, económico o cultural frente a una adultocracia dominante que le impide situarse en el lugar de la vida en el que tiene derecho a estar y decidir. La frustración que produce ese juvenicidio que estamos describiendo nada tiene que ver con el suicidio de jóvenes ni otros problemas de salud. Es el resultado de una indefensión ciudadana y de opciones promovidas por la precariedad en su conjunto.
La visión negativa de la juventud que ni estudia ni trabaja nos sitúa en el escenario de lo que Bauman calificó como vidas desperdiciadas. Son una de las consecuencias del Estado moderno, que construye una especie de inseguridad alternativa al propio mercado para permitir condiciones de vulnerabilidad por un lado y de incertidumbre por otro, en una sociedad que duda permanente de su futuro. Y todo para potenciar la figura de un enemigo a vencer: el temor social, la inseguridad generada por una economía en crisis con un Estado sin respuestas, porque las respuestas las da el sistema.
Hoy tenemos un reto: cambiar las narrativas dominantes que nos están trasladando a un pasado que por intereses inconfesables algunos no quieren superar. Debemos asumir el compromiso de evitar los efectos negativos que recaen en la juventud, y es una obligación generar políticas públicas adecuadas para su desarrollo. Hagamos posible que las y los jóvenes tengan presencia en la sociedad con poder de decisión, y que su compromiso en la sociedad civil impida que la vulnerabilidad existente siga creciendo hasta llevarnos al desastre.
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