El primer día, la primera mañana, la del jueves 6 de julio, cuando entré a la Asamblea Regional por las escaleras laterales y todo era extraño y desconocido para mí y las impresiones resultaban más fuertes o más dignas de recordar, no las del edificio, sino las de la sesión de investidura que estaba a punto de cubrir, los primeros personajes que vi de este restringido elenco que ahora se me ha vuelto tan familiar fueron José Ángel Antelo y Rubén Martínez Alpañez, a quien todavía no ponía nombre ni cara ni le asignaba unos intereses ni una forma determinada de caminar, de mirar o de hablar ante los micrófonos. Apenas unos minutos más tarde descubrí, cuando admitió a un círculo de periodistas en su confianza y les comunicó que su partido votaría en contra de la investidura y que la Región estaba inevitablemente avocada a una repetición electoral, que, tras cada frase que pronuncia, Martínez Alpañez mira decididamente hacia delante, sin fijar la vista en ningún sitio, como contemplando un horizonte ilimitado de prestigio que únicamente existiera en su imaginación.
Estaban ambos, al principio, al otro lado de una puerta abierta que daba a un patio gris, al final de un lujoso vestíbulo de perspectivas palaciegas, ensimismados en la conversación, solos y al mismo tiempo acompañados por su séquito de diputados, que eran como esos extras de las películas americanas en los que uno nunca consigue distinguir ni tan si quiera una mueca, una palabra. Antelo hablaba mirando a Alpáñez hacia abajo, con ese terminante menosprecio que tienen las personas muy altas. Exactamente así expresó luego su arrogancia política sobre el atril en el debate de investidura, considerándolo todo a su alrededor con una soberbia tan exagerada que no necesita del desafío para afirmarse. Cerca de ellos, a unos pasos, al otro lado de la puerta, junto a un pasillo que se pierde en los laberintos burocráticos del edificio, se iban poco a poco agrupando otras figuras, mezclándose entre ellas, antiguos políticos desconocidos y trajeados, periodistas gráficos con su cámara colgada al cuello, cronistas políticos de camisa, zapatos y libreta de notas en la mano, apuntando rápidamente con el bolígrafo cada pormenor que observaban al otro lado de sus gafas de montura, aguardando todos la hora del comienzo de la sesión, igualados en una misma expectación que borraba profesiones, finalidades, diferencias.
Me había sorprendido al principio el contraste, en la mañana del verano recién comenzado, de la luminosidad excesiva de las calles de Cartagena, a las que el viento traía un ligero olor a mar, con la lujosa opacidad del interior de la Asamblea. En la Asamblea Regional, opulenta de mármoles, de lienzos de sedas blanquecinas con bordados escudos regionales, de escalerones de anchas barandillas y lámparas colgadas del techo, de maderas bruñidas y barnizadas y ventanales con delicadas cortinas que suavizan la luz del sol, hay casi siempre una penumbra parcial que tal vez esté dispuesta a propósito, con intenciones concretas, para que uno, caminando por los pasillos y los pisos sucesivos, cuando ingresa en ella, quede totalmente hipnotizado, cautivado.
Todo en la Asamblea tiene un aire solemne, protocolario: hay intraspasables cordones de terciopelo rojo que delimitan caminos, que señalan inequívocamente dónde debe situarse cada persona. Guiado por ellos recalé en las portezuelas de cristal de una sala poblada de pinturas de figurones históricos y damas alegóricas donde distinguí, también al principio, un murmullo como de tensa expectativa: había hombres elegantes muy repeinados hacia atrás y mujeres con collares de perlas en el cuello y ademanes maternales, y unos y otros se saludaban, hablaban de negocios, de contratos recientemente firmados, comentaban con evidente desilusión el previsible desenlace de la investidura. Por la pantalla de dos grandes televisores que eludían por completo el aspecto versallesco de la sala se veía un claustro diáfano, blanco, intocado, en el que técnicos con camisetas oscuras hacían pruebas de cámara y de sonido, pasando con sumo cuidado entre mesas de madera grisácea y sillones de cuero. Llegaban algunos alcaldes y alcaldesas regionales a la sala y saludaban a los invitados con una efusividad que sólo está reservada a las repentinas amistades fortalecidas por el enriquecimiento económico y la camaradería capitalista. Todos ellos, tenía uno la sensación, observándolos desde un ángulo, apoyado sobre una columna de mármol, formaban parte imprescindible de una representación perfectamente calculada, como un auto medieval.
Uno está acostumbrado a la puesta en escena de las sesiones parlamentarias de la televisión, en el Congreso de los Diputados, incluso de las películas, a la frontalidad abrupta de los personajes, cada uno incuestionablemente situado en su lugar y en su papel. Pero en la Asamblea, en la realidad, no hay nada de eso. El Patio de los Ayuntamientos es más bien como el aula de un colegio donde antes de que dé comienzo la clase nadie se está callado y nadie deja de moverse. Hay un ruido constante de conversaciones que ocupa todo el espacio y que se exagera por la amplitud cóncava del techo, por el que entra una luz tamizada que borra las sombras e iguala los volúmenes de las cosas. Dentro del tumulto todo el mundo se mezcla, vencedores y vencidos, oposición y candidatos a gobernar, enemigos políticos y cómplices ideológicos, periodistas y personal de seguridad. Hay miradas que se entrecruzan constantemente; algunas observan de reojo, como temiendo la aparición de su más íntimo enemigo; otras nunca se llegan a encontrar.
En medio de ese confuso reparto distinguí, también el primer día, a un grupo homogéneo y llamativo, tres o cuatro mujeres vestidas con camisas de seda, con un empaque ceremonial, hablando en un corro, como susurrándose, con los teléfonos móviles en la mano: eran las responsables de comunicación del verdadero protagonista de la función, el previsiblemente fracasado candidato a la presidencia, Fernando López Miras, que entraría al patio, dijeron ellas, en cuestión de un par de minutos, por una de las puertas laterales. Así continuó haciéndolo durante los tres días que duró la primera sesión de investidura: López Miras entraba al Patio de los Ayuntamientos como un actor de cine antes de un estreno, sonriente y simpático, con su portavoz a la derecha, recorriendo con dificultad, entre la nube de periodistas, los escasos metros que lo separaban de su mesa, y acto seguido acudía al atril de madera, llamado por la presidenta de la cámara, disponía sobre él los papeles en los que llevaba escrito su discurso, y hablaba de pronto, cambiando por completo la actitud complaciente de un momento atrás, con inseguridad y hasta con un ligero rastro de incompetencia, con una prosa sin atributos distinguibles, neutral, dotada de unas virtudes narcóticas que amodorraban a los espectadores, como si no supiera qué tenía que decir ni a quién dirigirse.
Sentados cada uno en su escaño, los diputados difícilmente conseguían sostenerle la mirada, ni siquiera los de su propio partido, cada uno como un figurante de la función que gesticula o hace aspavientos con las manos, o mira hacia abajo, hacia su mesa, para corregir una arruga del pantalón o leer el periódico o contestar mensajes pendientes en el móvil. En julio López Miras sabía que iba a fracasar en su intento de investidura, y eso se traslucía en todos sus movimientos, en el frío saludo que evidenciaba ante su frustrado socio, José Ángel Antelo, en la rapidez con que se levantaba de su escaño una vez consumado el varapalo, en la forma en que caminaba hacia la salida, erguido, mirando tal vez un punto fijo de la pared o de la puerta que lo sacaría cuanto antes de allí, apesadumbrado, reflexivo ante la derrota.
Pero en septiembre todo cambió. Sin previo aviso. De un día para otro la sombra de la repetición electoral se disipó tan sin dejar rastro como la lluvia intensa que arreció sobre la Asamblea momentos antes del inicio de la segunda sesión de investidura. Era una mañana gris. El edificio apenas se podía distinguir desde un par de calles más allá, borrado por una densa calima que disolvía las distancias de la ciudad. En septiembre todos los actores del reparto se transformaron por completo, y si antes evitaban los saludos o mostraban gestos de contrariedad o de recelo, ahora todos ellos se mostraban felices, seguros, resueltos, como un grupo de antiguos ignorados que hubiera aceptado con desenvoltura los dones de la fama, de la celebridad mediática. Unas horas después, recién reelegido presidente de la Región, López Miras era de pronto engullido por un barullo de fotógrafos y cámaras de televisión. Los invitados que un par de meses atrás vi por vez primera ahora bajaban a toda prisa hacia el Patio de los Ayuntamientos. Borrándose entre la multitud, admirado por ella, López Miras se iba poco a poco perdiendo entre un mar de cabezas, de brazos, de cánticos y flashes. Exactamente así era la última imagen que tuve antes de salir de allí, por la puerta que conectaba el patio con vestíbulo principal de la Asamblea, mientras pensaba detenidamente en las decididas palabras que escribiría después: la vanidad sin disimulo del aparente triunfo, el anhelo con que todos se congregaban, en fila, para saludar al presidente, que no paraba de sonreír y de dar las gracias, como un mal actor que celebrara un premio que nunca creyó merecer.
El primer día, la primera mañana, la del jueves 6 de julio, cuando entré a la Asamblea Regional por las escaleras laterales y todo era extraño y desconocido para mí y las impresiones resultaban más fuertes o más dignas de recordar, no las del edificio, sino las de la sesión de investidura que estaba a punto de cubrir, los primeros personajes que vi de este restringido elenco que ahora se me ha vuelto tan familiar fueron José Ángel Antelo y Rubén Martínez Alpañez, a quien todavía no ponía nombre ni cara ni le asignaba unos intereses ni una forma determinada de caminar, de mirar o de hablar ante los micrófonos. Apenas unos minutos más tarde descubrí, cuando admitió a un círculo de periodistas en su confianza y les comunicó que su partido votaría en contra de la investidura y que la Región estaba inevitablemente avocada a una repetición electoral, que, tras cada frase que pronuncia, Martínez Alpañez mira decididamente hacia delante, sin fijar la vista en ningún sitio, como contemplando un horizonte ilimitado de prestigio que únicamente existiera en su imaginación.
Estaban ambos, al principio, al otro lado de una puerta abierta que daba a un patio gris, al final de un lujoso vestíbulo de perspectivas palaciegas, ensimismados en la conversación, solos y al mismo tiempo acompañados por su séquito de diputados, que eran como esos extras de las películas americanas en los que uno nunca consigue distinguir ni tan si quiera una mueca, una palabra. Antelo hablaba mirando a Alpáñez hacia abajo, con ese terminante menosprecio que tienen las personas muy altas. Exactamente así expresó luego su arrogancia política sobre el atril en el debate de investidura, considerándolo todo a su alrededor con una soberbia tan exagerada que no necesita del desafío para afirmarse. Cerca de ellos, a unos pasos, al otro lado de la puerta, junto a un pasillo que se pierde en los laberintos burocráticos del edificio, se iban poco a poco agrupando otras figuras, mezclándose entre ellas, antiguos políticos desconocidos y trajeados, periodistas gráficos con su cámara colgada al cuello, cronistas políticos de camisa, zapatos y libreta de notas en la mano, apuntando rápidamente con el bolígrafo cada pormenor que observaban al otro lado de sus gafas de montura, aguardando todos la hora del comienzo de la sesión, igualados en una misma expectación que borraba profesiones, finalidades, diferencias.