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Murcia, una ciudad de coches

Hay ciudades de perros y otras de gatos. Hay ciudades ciclistas como Ámsterdam y Copenhague. Hay ciudades de camino en convertirse en ciudades ciclistas como Barcelona. Hay ciudades peatonales como Zúrich o Besançon y, de nuevo, Ámsterdam. Hay ciudades de coches como Murcia. Hay otras ciudades y pueblos donde los peatones, los ciclistas y los coches conviven felizmente en armonía, como Zaragoza o Madrid. Hay pueblos donde no hay lugar para ciclistas y, en cambio, los peatones y los vehículos comparten fácilmente las angostas callejuelas cuasi peatonales como en Cieza.

El Gobierno apuesta por el medio ambiente, pero se olvida de invertir en las infraestructuras para favorecer su preservación. El gran protagonista y al mismo tiempo uno de los peores enemigos del aire puro es el vehículo motorizado.

España es el país con las mejores carreteras gratuitas de Europa y en cuanto a la Región de Murcia es imposible llevar una vida de calidad sin un coche. Si bien es cierto que dentro de la capital de la provincia los servicios y entretenimientos están al alcance de la mano o, mejor dicho, del pie, si uno quiere hacer una escapada a la playa o a la montaña, alejarse del calor desértico que invade Murcia desde mayo hasta octubre, un coche se convierte en una necesidad y, de ahí, en un elemento salvador ya que desgraciadamente el sistema del transporte público murciano es precario. Y más aun tratándose de una ciudad de tamaño mediano, con fácil acceso de los vehículos motorizados tanto al corazón urbano como a las periferias por las calles y avenidas generalmente anchas de más de dos carriles.

En Murcia cada unidad familiar dispone de al menos un vehículo a motor y sería falso por mi parte cuestionar, después de vivir catorce años sin coche, la comodidad y la libertad que proporciona un automóvil propio. Sin embargo, por mucho amor que puedan mostrar los conductores hacia su medio de transporte motorizado, en la carretera convierten ese objeto de libertad y comodidad en feroz furia salvaje llena de odio.

Si abrimos los ojos y nos fijamos objetiva y conscientemente en esa realidad paralela que supone la carretera, esa jungla de animales salvajes, veremos que es el lugar con más irregularidades cometidas por segundo, que las normas aprendidas en la autoescuela y promovidas con tanto esfuerzo por la DGT son ignoradas por completo y abandonadas en el limbo del olvido, siendo las prisas y el estrés las principales fuerzas de propulsión de los conductores.

Por un lado, están los repartidores con horarios imposibles y el ritmo vertiginoso, capaces de caber en cualquier hueco que deja la ciudad ocupada, sin mostrar el mínimo respeto por los vados, los pasos de peatones, las plazas para minusválidos o simplemente por los peatones que se mueven por la ciudad bajo los efectos del hechizo del estrés y la prisa.

Lo mismo sucede con cualquier papá o mamá que llevan a sus vástagos a la puerta misma del colegio, formando triples carriles, ocupando las aceras, mientras las autoridades miran hacia otro lado, dejando que esta práctica se transforme en una regularidad, un hecho cotidiano, una excepción a la regla. Y en el camino cualquiera que sea su destino, el colegio, el gimnasio, el trabajo, una reunión, una cita, un café con las amigas, esos mismos papás y mamás que por norma general tienen los minutos contados y llegan tarde, aceleran y rehúsan frenar por no perder más tiempo de sus preciadas vidas.

Por otra parte están los ancianos que también forman parte de la selva automovilística, cuyas facultades son cuestionables y son revisadas cada diez años como cuando eran veinteañeros, sin tener en cuenta que los reflejos se pierden más con la edad. Las pruebas a las que se somete cualquier conductor en el momento oportuno en los centros homologados para ello también son de escasísima credibilidad, donde como mucho se revisa la vista y menos mal. Y después están todas aquellas personas que siempre llegan tarde a cualquier destino, sea el trabajo, la escuela, la oficina del INEM, el médico, una cita, un funeral, etc...

En las últimas semanas fueron atropellados en Murcia dos ciclistas en unas calles, al parecer, bastante tranquilas y céntricas. Uno de ellos falleció. Mientras que se están llevando a cabo en la ciudad las obras del carril bici, largamente luchado y exigido por el colectivo ciclista de Murcia, algunos conductores de automóviles se encienden en llamas de furia porque se les ha privado de un carril en una avenida de tres carriles que difícilmente se llena de tráfico incluso en las horas punta.

Los conductores de vehículos motorizados critican a los ciclistas y éstos a su vez critican a los conductores. Los peatones, siendo la parte más vulnerable de la vía pública critican y se quejan de los ciclistas que invaden las aceras pero no de los conductores que no respetan los pasos de cebra y se saltan los semáforos en ámbar, cual ignorantes de su verdadero significado, como sucedió en Cartagena hace unos años, dejando una víctima mortal.

El problema no son las bicicletas ni los vehículos, el problema son las personas. Tanto los vehículos a motor como las bicicletas son conducidos por personas, individuos capaces de pensar con los reflejos mínimos necesarios para conducir y conocimientos suficientes de la normativa de tráfico. Sin embargo, esas mismas personas deciden no respetar, apostando por una actitud más bien propia de fieras salvajes, despreciado cualquier miedo o preocupación ante el incumplimiento de las leyes, convirtiendo su falta de consciencia en la vía pública en una normalidad, haciendo caso omiso no solamente de las multas de tráfico o la suspensión de los puntos del carnet, sino también despreciando las vidas ajenas y propias.

En un trayecto de diez kilómetros por una carretera interurbana de tres carriles en la hora punta se pueden ver hasta tres accidentes. Se trata de accidentes leves, sin heridos, concretamente choques entre vehículos. El semáforo se pone verde, el de atrás se despista, tiene prisa, su única preocupación es no llegar tarde al trabajo (o cualquier otro destino) y no enfadar a su jefe, y el de delante decide distraerse con el móvil, para estar al tanto de las novedades del Instagram (o cualquier otra red social) y no perderse la belleza fingida de lo cotidiano, y se olvida de arrancar en el momento adecuado. El resultado: un accidente insignificante con daños mínimos, el tráfico se ralentiza, una parte del carril afectado se atranca y de vez en cuando vienen las autoridades para ayudar. Pero no se ven caras de preocupación, son cosas que pasan, para eso están los seguros, la reparación de esos daños suele ser inferior al precio de un smartphone recién lanzado al mercado.

Los coches se han convertido en un objeto tan cotidiano e insignificante que salvo que se trate de una avería de mayor importancia, defecto del fabricante, por regla general, que supere los tres mil euros, los perjuicios que puedan ser causados en un insignificante accidente o, mejor dicho, incidente, no son para preocuparse y replantearse el tipo de conducción de uno, empezar a tomar el tráfico con más calma y respetar más el tiempo y, por consiguiente, la vida de los demás y de uno mismo. Es sencillo adquirir un automóvil nuevo, es sencillo conseguir un préstamo, pero es imposible devolver la vida a una persona que la ha perdido en un accidente de tráfico, totalmente evitable, ya sea un peatón, ciclista o conductor de automóvil.

Y, sin embargo, el problema de respeto entre los usuarios de la vía pública es un problema de egos, es un problema de la sociedad en la que vivimos, donde todo se hace deprisa y de cualquier manera, donde las decisiones se toman a la ligera sin pensárselas mucho y donde las consecuencias se asumen después, tratando de no anticipar las posibles tragedias.

Se trata de un problema de civismo y de amor, de empatía y comprensión, de respeto propio y de la mente, el cuerpo y el espíritu de cada uno, de ponerse en el lugar del otro. Pero no hay tiempo para esos valores, cada uno piensa en su bienestar inmediato y a corto plazo, el futuro, aunque se trate del instante siguiente, ya vendrá. Ya Hermann Hesse en su Lobo estepario hacía mención a este momento de lucha entre los dos bandos: los peatones y las fieras salvajes de hierro desalmado y frío, una guerra a muerte que está dando muestras en esta ciudad.

Hay ciudades de perros y otras de gatos. Hay ciudades ciclistas como Ámsterdam y Copenhague. Hay ciudades de camino en convertirse en ciudades ciclistas como Barcelona. Hay ciudades peatonales como Zúrich o Besançon y, de nuevo, Ámsterdam. Hay ciudades de coches como Murcia. Hay otras ciudades y pueblos donde los peatones, los ciclistas y los coches conviven felizmente en armonía, como Zaragoza o Madrid. Hay pueblos donde no hay lugar para ciclistas y, en cambio, los peatones y los vehículos comparten fácilmente las angostas callejuelas cuasi peatonales como en Cieza.

El Gobierno apuesta por el medio ambiente, pero se olvida de invertir en las infraestructuras para favorecer su preservación. El gran protagonista y al mismo tiempo uno de los peores enemigos del aire puro es el vehículo motorizado.