Cuánto me estoy acordando del gran escritor W.G. Sebald, que se nos fue en 2001, en estos días de cuarentena. Nadie como él enfatizó tanto el valor de la memoria. Quiso hacer de cada uno de sus libros un intento de que nada de la vivencia humana se perdiera víctima del “asesinato de la memoria”. Esa es la inmensa riqueza de cada una de sus obras: sea la memoria de los paisajes olvidados del Este de Inglaterra, sea la de las historias de vida de los emigrados por las tragedias europeas de mediados del siglo XX, sea un cementerio en Córcega.
Si la memoria se pierde “el pasado entero se disipará en una masa informe, indistinta y muda”. Advierte Sebald: “Y al dejar un presente sin memoria y ante un futuro que no podrá concebir ya la razón de nadie, abandonaremos la vida por fin sin sentir la necesidad de permanecer al menos algún tiempo o de poder volver de visita ocasionalmente”.
Esto que nos está sucediendo no debe nunca difuminarse en el olvido. Para que la razón de los que se están yendo permanezca en el futuro.
Cada día que pasa desde que empezó esta crisis vírica conocemos el nuevo dato de fallecidos. En el momento de escribir esto el registro oficial cuenta la trágica cifra de 14.555 fallecidos (a 8 de abril), de los cuales la mayor parte son personas mayores. Los testimonios de los familiares que no pueden enterrar a sus mayores por razones sanitarias son especialmente trágicos.
Leo en un reportaje sobre esto en eldiario.es, las declaraciones de uno de estos familiares: “Marina cuenta que necesitaba ver el féretro de su madre. Es lo único que pudo tomar como referencia para iniciar el duelo. 'Necesitaba llorar y desahogarme. Solo estuvimos tres personas: mi hermana, mi cuñado y yo. La importancia de no poder despedirla no la puedo describir. Siento que no pudimos estar a su lado en el ultimo trance de este camino'. Luego llegaron las culpas”. Sobrecogedor. Una amiga mía tiene a su pareja en estado de coma provocado por la COVID-19 y encima en un hospital muy lejano. Sabe de él por familiares. Me estremece escucharla, es un sufrimiento inenarrable. No poder estar acompañando a alguien que quieres en una situación así, como no poder despedirlo cuando fallece, es una experiencia dolorosísima.
Somos testigos de esta tragedia cotidiana. Como sociedad estamos realizando un enorme esfuerzo colectivo. Hemos optado por el principio de salvar vidas como prioridad frente al cálculo utilitarista de las consecuencias económicas. Esto es indiscutible y digno de aplauso. Pero llama la atención que no estemos siendo capaces de algún gesto colectivo de expresión de luto por estas personas que mueren. Aplaudimos a las 20 h. a los que nos protegen, pero por ahora no hemos conseguido inventar alguna forma de luto colectivo que sirva además de respaldo anímico a todas esas familias que están perdiendo a los suyos sin posibilidad de despedirse.
Como sociedad seguimos sin saber cómo afrontar la muerte, en general, y particularmente, en esta crisis. Únicamente sabemos de ella por esa fría contabilidad que cada mañana hace pública el gobierno. Frente a tanta tragedia enmudecemos, como si no supiéramos elaborar una expresión del dolor colectivo. Preferimos reprimir ese sentimiento.
El sociólogo Norbert Elías dedicó un crepuscular ensayo que tituló 'La soledad de los moribundos' (1982) a esta carencia que como sociedad tenemos ante la muerte. Decía Elías que en el proceso de civilización “el morir y la muerte se esconden con cada vez mayor decisión detrás de las bambalinas de la vida social y se cercan con unos sentimientos de embarazo relativamente intensos y unos tabúes rígidos”.
Norbert Elías continuaba su reflexión diciendo que no solamente apartamos de nuestras vidas la idea de la muerte, sino que además también excluimos a las personas mayores moribundas. “Cuando una persona a punto de morir tiene la sensación de que, aunque todavía está viva, apenas significa ya nada para los que la rodean, esa persona se siente verdaderamente sola”. La crisis del coronavirus nos recuerda este problema que teníamos antes de la crisis. La soledad de las personas mayores.
Mi padre está en una residencia. Doblemente encerrado desde que empezó la crisis sanitaria: primero en la residencia y ahora también en su habitación. Cada día telefonea a mi madre como a cada uno de sus hijos. Es su forma de apartar la soledad y de recordarnos que sigue formando parte de la comunidad. Con esta anécdota personal ilustro hasta qué punto es fundamental el significado de los seres humanos para otros seres humanos como forma de sentirse integrados en un nosotros.
En la parte final de su ensayo, Norbert Elías terminaba concluyendo: “El proceso de morir se aísla de la vida social normal en un grado mayor que anteriormente. Una consecuencia de este aislamiento es que la experiencia que tiene la gente del envejecer y del morir, que en sociedades anteriores estaba organizada por instituciones públicas y dominada por creencias imaginarias, tiende a oscurecerse como consecuencia de la represión a la que se ve sometida en las sociedades posteriores. Quizás apuntando a la soledad de los moribundos se consiga hacer más perceptible, dentro de las sociedades desarrolladas, un núcleo de tareas que quedan por acometer”.
En efecto, tras la soledad de los mayores y de los moribundos lo que se revela es “un núcleo de tareas que quedan por acometer”. Y esas tareas tienen que ver con la precariedad de los cuidados hacia los mayores. Esto precisamente se refleja en las políticas públicas: en cómo apenas se ha desarrollado un sistema de atención a la dependencia digno de tal nombre, en cómo hemos convertido las residencias de mayores en cajas de facturación con las privatizaciones.
La alta mortalidad que está teniendo el virus en Italia y España se explica por la alta tasa de envejecimiento de ambos países y su bajísima tasa de fecundidad. Es inaudito que con este contexto sociodemográfico tengamos una política pública de cuidados tan precaria, máxime cuando las proyecciones demográficas ya nos lo anunciaban desde los años 70-80. El virus ha encontrado en esta carencia la forma de mostrar su cara más letal.
El virus ha venido a sacar a la luz el océano de soledad de nuestros mayores. Un tercio de las personas fallecidas desde que empezó la crisis ha sido en una residencia de ancianos. Elías afirma en su ensayo la novedad histórica de la residencia: “Existe un número creciente de instituciones en las que viven exclusivamente personas mayores que no se habían conocido en años anteriores”.
Quizás cuando todo esto pase haya que replantearse muchas cosas. Por ello no conviene olvidar lo que el virus nos ha enseñado estos días: que en ausencia de un sistema público de atención a las personas dependientes han proliferado las residencias; que hemos dejado las residencias de ancianos en manos del negocio privado; que muchas de las personas que trabajan con los ancianos en estas residencias están mal pagadas, son precarias y van sobresaturadas. En definitiva, hemos de plantearnos qué tipo de cuidados queremos para nuestros mayores.