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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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Las pastillas, entre comillas

Foto de Fundación INTEGRAR (http://fundacionintegrar.blogspot.com.es/)

Mariu Cánovas

Tenemos a un hombre, bien vestido, de gesto amable y apacible contándonos una historia, la suya, la de su infancia. Él solo en su sillón de Ikea delante de un público normativo y bastante alineadito (parecen todos mellizos, como si una misma madre los hubiese parido a todos con la misma franja de edad, el mismo color de piel, el mismo tipo de ropa y el mismo tinte de pelo).

Se trataba de un chaval inquieto, por lo visto.

No podía estarse quieto, sacaba malas notas y lo llamaban “malo”.

Hasta que un día, en el colegio donde lo habían mandado para enderezarlo junto con más fracasados como él, la directora plantea otro tipo de estrategia: cada vez que se encuentre “hiperactivo”, tiene permiso para salir un rato a desfogarse y luego reincorporarse a la clase.

Dicha estrategia, la de dar espacio y cabida a la diferencia en vez de criminalizarla, supuso un giro de timón en la vida de este niño, desencadenando una serie de pasos que darían su fruto a largo plazo: ese niño se convirtió en Rojas Marcos, el médico psiquiatra más brillante que ha parido España.

Hasta aquí todo bien.

Ya tenemos la emoción aflorando por los poros cuando de la historia pasamos a la moraleja y ésta no es otra que hay que medicar a los niños con TDAH (“Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad”) bajo el pretexto de que hay que “tratarlos” como sinónimo de “ayudarlos” a tiempo, antes de que sea demasiado tarde.

Pienso en todos esos padres que llegan como pueden a fin de mes, o a casa después de jornadas de ocho horas en el mejor de los casos, puteados por su jefe o sus propios compañeros de curro, y se encuentran con la papeleta de tener a un niño completamente fuera de sí, desaforado. O varios.

Entiendo que después de ver un vídeo tan bonico del tó como éste se sienta mejor con la decisión de medicar a sus hijos.

Porque otra opción, la misma que el propio Rojas Marcos relata cuando un adulto decidió “tratarlo” de otra manera (de nuevo como sinónimo de “ayudarlo”), dando cabida a otras estrategias que sean “diferentes” (ya que la situación y los niños en cuestión, y esto es así, lo son), implicaría tener el tiempo o el dinero suficientes para llevarse al chiquillo a desfogarse por el campo o a darlo todo en alguna actividad que lo calme y que, oh vaya, ¿milagro? resulta que se le da de putísima madre, como suele ser el caso en la amplia mayoría de niños con este tipo de “desorden”, pues curiosamente la mayor parte vienen de la mano de lo que se llama doble excepcionalidad, suele tratarse de niños con superdotación o talentos.

Cuando un banco, en este caso el BBVA, hace una estrategia de publicidad en calidad de responsabilidad social corporativa donde personajes públicos de supuesto prestigio y éxito cuentan historias “que inspiran a la gente” en formato audiovisual, desde una perspectiva publicitaria no podemos sino aplaudir dicha estrategia de marketing.

Cuando dichos mensajes aleccionan moralmente: no sugiriéndonos, sino diciéndonos claramente que hay que medicar con anfetaminas a los niños diagnosticados con TDAH, tenemos que empezar a preocuparnos. Y seriamente.

Y es que el ser humano tiende a idealizar los mensajes que le llegan desde personas que, previamente esta sociedad normativa, ha colocado en un púlpito.

Ellos hablan y nosotros escuchamos. Ellos nos dicen lo que es bueno y lo que es malo y nosotros asentimos en el juicio de su realidad que, por supuesto es mejor que la nuestra porque son famosos y tienen dinero, por lo general. Y eso es prestigio.

Porque, desgraciadamente, valoramos a las personas por lo que los demás piensan de ellos, pero no realmente por quiénes son como personas en su día a día.

Éste es uno de los grandes males de nuestro tiempo, que un sistema económico se haya colado en nuestra manera de percibir el mundo y relacionarnos entre nosotros, mal que nos pese.

No tengo que reverenciar más a Rojas Marcos que al frutero del quinto puesto de la calle del mercado de Blanca (Murcia).

Con grandísima indignación y miedo, mucho miedo, me dispongo a escribir esta disertación a partir de este vídeo-píldora de una serie de más vídeos cuquis lanzada por el BBVA en redes sociales. Un cuento donde el gran psiquiatra Rojas Marcos nos intenta convencer de que el TDAH es un “trastorno” que debemos tratar con lo que él llama eufemísticamente “estimulantes”, es decir, anfetaminas que disparan la dopamina en el cerebro un 1200%. Casi nada.

Este dato es demoledor y no hace falta ser un psiquiatra 'made in Harvard', sino tener sentido común (cosa a la cual cualquier ciudadano de a pie puede tener acceso en mayor o menor medida), para preguntarse qué consecuencias puede tener en el cerebro a medio y largo plazo el uso de estas sustancias.

Y lo es aún más en el caso de un cerebro en pleno desarrollo como es el caso de los niños hasta los siete u ocho años. La evidencia científica señala, no ya los importantes efectos secundarios al poco tiempo, sino las graves repercusiones de por vida en dichos cerebros, al estar alterando su lógico y natural evolución. La mayoría de investigaciones sobre los efectos secundarios de este tipo de medicación para niños, medicaciones que pretenden “controlar” este tipo de “enfermedades”, coincide en lo mismo: la falta de rigor a la hora de prescribirlos y, sobre todo, la falta de un mayor número de investigaciones.

Hagan la prueba. Metan en Google: “medication side effects on children”. La respuesta que obtendrán serán decenas de artículos especializados cuyos títulos se parecen mucho entre sí, ya que en todos aparece “medication errors in the treatment of children”. A tope.

Dejando a un lado la cuestión moral de tomar decisiones sobre los cuerpos, las mentes y las vidas de quienes no pueden todavía, o no podrán nunca, tomar decisiones por sí mismos, al medicar a niños “etiquetados” con TDAH, autismo, síndrome asperger, epilepsia con anfetaminas, antiepilépticos, antipsicóticos y demás maravillosa farmacopea, estamos construyendo un paradigma social en el que la normalización (entendida como ser todos iguales, como el público del vídeo) es el objetivo. Como si el concepto de normalidad existiera de verdad cuando sólo se trata de una mitología, como bien apunta el médico especialista en TDAH, que él mismo “padece”, Gabor Maté.

Está claro que la sociedad occidental en la que vivimos nos obliga a ser funcionales al máximo, no sólo para producir, sino para consumir también y poder establecer así ese círculo vicioso en el que muchos viven puteados en la precariedad y unos pocos viven en la abundancia a costa de los primeros.

Independientemente de que seamos conscientes de esto o no, la verdad es que no nos queda otra, pues éstas son las reglas de la nueva jungla en la que estamos inmersos desde la era industrial.

El precio a pagar a día de hoy para vivir de acuerdo a este modelo es la medicación psiquiátrica, en aras de tener esa supuesta “salud” y por consiguiente una cierta calidad de vida que nos permitirá seguir trabajando aunque tengamos depresión, seguir yendo de compras aunque tengamos ansiedad, seguir calmando a nuestros hijos “hiperactivos” a su vez con más medicación cuando no tenemos ni tiempo ni paciencia para ocuparnos de ellos.

Otro dato más que curioso, muy significativo, es el procedimiento actual que se lleva a cabo a la hora de aprobar medicamentos como los antidepresivos. De manera muy simplista podemos sintetizarlo en que si entre diez personas le “funciona” a tres, entonces habemus a brand new antidepresivo en el mercado. La falta de sesgo y de rigor científico es apabullante, y éste es en el sitio donde nos encontramos: la medicina ha dejado de ser “científica” para ser comercial. Lo que viene a ser un oxímoron de proporciones catastróficas. La medicina existe para ayudar a curar a las personas, no para jugar a la ruleta rusa con ellas en su enfermedad y, por lo tanto, vulnerabilidad.

Una cosa digna de mención es el grandísimo ego de los profesionales de la salud, que se creen Dios recetando a diestro y siniestro sin cuestionarse a ellos mismos ni por un momento.

Exceptuando algunos casos, tengo la impresión de que después de haberse roto los cuernos estudiando una de las carreras más difíciles, habiéndose roto los cuernos previamente durante todo el bachillerato para conseguir la nota de corte más alta para poder entrar en Medicina, después de romperse los cuernos estudiando el titánico MIR, después de romperse los cuernos hasta casi cinco años trabajando como interinos... Para ellos todo este tiempo y esfuerzo es suficiente para ejercer la práctica médica.

Los médicos no necesitan estudiar más.

Justamente se trata de todo lo contrario.

Hay muchos médicos que son funcionarios, y su práctica personal de la medicina versa en esta forma de trabajar.

Afortunada o desgraciadamente en su caso, su oficio es precisamente una práctica y como su propio nombre indica, requiere de una continua puesta al día hasta el final, mal que les pese. Pues su trabajo está en mayor medida sustentado por la ciencia. Y ésta, queridos amigos, no detiene su ritmo ni un solo día que pasa.

En el mejor de los casos, tendremos médicos con un insaciable espíritu de curiosidad, y serán éstos los que estén al tanto de los últimos artículos sobre los estudios llevados a cabo en una u otra parcela médica, la que ellos practiquen.

Y luego, en el mejor de los mejores de los casos, tendremos médicos cuyo espíritu sea crítico, y pongan en cuestión los sesgos o quiénes hayan financiado dichos estudios publicados en las revistas especializadas.

Y como esperanza para la humanidad, tendremos médicos que se pongan en cuestión a ellos mismos, en su forma de tratar y empatizar con los pacientes, en vez de tratarlos con condescendencia.

Como en todo oficio, existe un circuito de gente, profesionales que se conocen entre ellos a través de más artículos, conferencias, congresos, liderando investigaciones y programas y demás moñigas. No hace falta ser cantante o actor para ser famoso, el prestigio y el reconocimiento social entendidos como popularidad se da en todas las áreas profesionales de la vida y el mundo de los médicos no iba a ser menos.

Se puede ser la Miley Cyrus de la medicina psiquiátrica y Rojas Marcos, para mí, lo es.

Si un médico es consciente de que el cerebro es el gran enigma de la medicina (pues a la hora de desentrañar su funcionamiento realmente se sabe muy poco) con evidencia contrastada en la mano (y no subvencionada por farmacéuticas); si un médico sabe que, por ejemplo, un tratamiento con benzodiacepinas (Orfidal, Valium... ) no debe exceder las dos semanas bajo ningún concepto y aun así se salta dicho “concepto” y firma la receta religiosamente durante meses, y años y más años; si un médico sabe cómo funciona el cotarro del comercial de turno de tal laboratorio que te regala material de oficina muy mono y alguna que otra cena en el restaurante del momento con cinco estrellas Michelín...

Si un médico sabe todo esto y no se plantea qué está haciendo al recetar drogas farmacéuticas y qué impacto tienen en la vida de las personas, tenemos médicos que están siendo negligentes con su propia ética médica.

Si un médico no revisa sus propios conocimientos de forma crítica, rigurosa y, sobre todo, periódica, no está siendo ético, a mi modo de ver.

Llegados a este punto, la pretensión aquí no es la de sembrar el miedo y la desconfianza o la falta de respeto hacia un colectivo profesional. Pero sí que es necesario hacer una crítica contundente. Por lo menos en lo que a su relación con la farmacopea respecta.

Un orfidal en un ataque de pánico es pertinente y te puede salvar de tirarte por la ventana.

Un orfidal para enfrentar cada día de tu vida durante años, no.

Y, pese a todo, puede serlo: es una opción válida y legítima, a sabiendas de que se trata de una muleta que tiene un coste, dicho esto último de forma literal.

Mi intuición me dice que esta mafia, aliada con otras estructuras normativas e institucionales, viene dando cuenta desde hace un tiempo para acá de los nuevos movimientos antipsiquiatría, en los que periodistas, psiquiatras, psicólogos, asistentes sociales, enfermeros, y los propios “enfermos” tras pasar años de medicalización, están poniendo encima de la mesa testimonios, nuevas investigaciones y estudios clínicos. Lo que vienen a ser datos, evidencia científica contrastada que apunta claramente con el dedo al fraude que se está llevando a cabo en la salud mental.

Un movimiento donde mucha gente ha encontrado de nuevo la salud al dejar un continuum de medicación psiquiátrica por cambios personales e intransferibles a una pastilla.

Estos son de distinta índole y pasan por hacer mucho más deporte o atreverse a hacer lo que muchos le habían dicho que no podrían hacer: como abrir ese negocio online de bastoncillos con los colores de arcoíris, o diciendo adiós por fin a los individuos que la o lo maltrataban en su día a día. Empieza a haber personas que utilizan las criminalizadas drogas psicodélicas en un contexto terapéutico con increíbles (literalmente) resultados.

Pero claro, cambiar un número determinado de intervenciones con drogas no adictivas y de baja toxicidad que curan por un tratamiento de por vida y con importantes efectos secundarios es algo que amenaza por completo el chiringuito que la industria farmacéutica y muchos psiquiatras y terapeutas tienen montado. Es una renta de por vida que se les puede acabar. (El Invega es un antipsicótico que cuesta alrededor de los 90 euros, no te digo más: emoticono dientes apretados).

En lo que a salud mental se refiere en Occidente medicar síntomas es a hoy día y, por desgracia, anestesiarnos de una realidad que nos pone contra las cuerdas obligándonos a tomar la decisión de “cambiar”. Dejar espacio a una sintomatología que te pone en alerta de que algo no va bien y sanar es doloroso, es harto difícil, es largo y tedioso, conlleva un esfuerzo titánico cargar con el sufrimiento y, sobre todo, no es “funcional”.

Por lo tanto, si el contexto no acompaña ni ayuda, cómo no vamos a querer comernos todas las pastillas del mundo con tal de salir de la oscuridad.

Esto es aún más duro al criminalizar la oscuridad en nombre de Mister Wonderful, de esa fantasía de euforia donde sólo hay cabida para esa foto de instagram con mi manicura o con mi flamante nuevo libro. Hace falta mucho tiempo para ganar el dinero para consumir todo lo que se necesita para construir una idea socialmente impuesta de vida plena.

Pero existimos cada vez más personas que nos estamos dando cuenta de esto.

Es por ello necesario para la industria farmacéutica cambiar de foco ante la creciente conciencia de esta realidad real. Y lo está haciendo... Vaya si lo está haciendo.

La mejor defensa es otro buen contrataque, así que vamos a ir a donde más duele: la carne de nuestra carne, el motivo por el que aguanto a mi marido o a mi mujer, aunque ya no nos queramos, la razón de mi propia fútil existencia, la causa por la que me levanto a ver al gilipollas de mi jefe de lunes a viernes: mi o mis hijos.

El objetivo de las farmacéuticas ahora son los niños.

Las anfetaminas no tienen por qué ser pertinentes en la crianza de unos niños claramente diferentes al resto: lo que es pertinente aquí es la creatividad y la compasión: ¿qué nuevas e inexploradas estrategias puedo intentar poner en marcha? ¿acaso tiene alguien un momento para ponerse a pensar en esto? ¿qué hay de malo en vivir con “normalidad” lo que no es “normal”?

Es viejo como el mundo el miedo a lo desconocido: el bullying a la diferencia, a lo raro, a lo que se escapa a nuestra comprensión. Las personas que vienen a este mundo con un diagnóstico de TDAH, autismo, o síndrome asperger llegan mandando un primer mensaje contundente y muy claro que al capitalismo no le gusta: no vamos a ser “funcionales”, no vamos a trabajar, no vamos a consumir, porque no podemos, porque nuestros cerebros están hechos de otra pasta.

Entonces la psiquiatría occidental se centra en su disfuncionalidad, dejando de lado la grandísima riqueza que el contacto con estas personas puede traer a nuestras vidas, capaces de crear las metáforas más bellas, ya sea por medio artístico o por la simple confrontación a las situaciones diarias que se tornan en únicas y especiales.

Y eso es lo que nutre el corazón de la humanidad, de una posible sociedad sana.

Ellos son los auténticos héroes que han venido mesiánicamente a salvarnos de nosotros mismos, con unas capacidades fuera de lo común. Sumamente difíciles a la hora de tratar, incomprensibles muchas veces, pero la recompensa de todo lo bueno que pueden llegar a aportar si, con paciencia y trascendencia, se les hace un hueco a su diferencia, a su creatividad y si se les da espacio para ser quienes son y no quienes nos dicen que tienen que ser o comportarse.

La neurodiversidad surge como un movimiento que aboga por que el entorno se adapte al niño y no al revés. No puedo evitar recordar aquí las palabras de Joseph Campbell, mitólogo y antropólogo sobre el auténtico sentido de la función de vivir en “sociedad”: servir a los demás, fácilmente confundible con la servidumbre.

“El hombre no debería estar al servicio de la sociedad, sino la sociedad al servicio del hombre. Cuando el hombre se pone al servicio de la sociedad, tienes un Estado monstruo”.

Ser capaz de ver esto, de que la diferencia y no la “normalidad” es lo que hace avanzar al mundo, conlleva salir de un estado de negación, el cual es en la mayoría de los casos muy cómodo, dadas las circunstancias del actual sistema económico.

La desinformación, la manipulación por parte de lobbies farmacéuticos de importante peso en los medios de comunicación, la falta de ética en la práctica médica en Occidente, el fraude en la propia la falta de empatía y compasión por uno mismo y por los demás, agrava la ceguera, la cual me atrevo a decir que es generalizada.

Coincido, yo, una simple no-médico, con Don Luis en la importancia de un diagnóstico, no de una etiqueta determinante a la hora de tomar cartas en el asunto que es nuestra vida. Alguien que pueda ver los toros desde la barrera y desde la experiencia y que te pueda echar una mano para retomar las riendas de lo que es una vida neurodiversa en una sociedad que no la tolera.

Una vida que puede ser preciosa, como la de todos, si los que te rodean dejan espacio para que seas quien tengas que ser en cada momento, en vez de medicarte o medicarte tanto. Aunque eso les suponga a los demás dejarles el culo torcido, y emocionados, a partes iguales y contradictorias.

La medicalización que reciben estas personas es de todo menos inocua.

El brillo en la mirada, forzosamente, se pierde.

Y esto que voy a escribir a continuación se trata de una apreciación personal, sin evidencia científica esta vez: lo peor de perder el brillo de los ojos es que no puedes tener acceso a lo único que puede ayudarte de verdad que es el brillo en la mirada de los ojos de los demás.

Vaya por delante que yo no soy madre (y tal vez no lo sea nunca), pero intuyo fuertemente que el propósito humano (no el egoísta, no el animal, no el social), de traer hijos a esta vida es que éstos mismos te pongan contra las cuerdas y te fuercen a ser mejor de lo que eres, o de lo que una o uno cree que es.

¿Qué mensaje nos estamos lanzando mediante la medicalización de las niñas y niños?

Pues que no confiamos en nosotros mismos para poder ser madres y padres, al no tener recursos económicos o tiempo (esto último más importante que el dinero). No lo suficiente como para no tener que apoyarse en anfetaminas que destruyen cerebros en una fase de importante y crucial desarrollo.

Si esta pregunta se la hicieran las personas que se ven en esta tesitura significaría tener que preguntarse otras, unas muy incómodas, como por qué no confío en mí lo suficiente como para poder hacer una crianza que no perjudique la salud de la sangre de mi sangre.

Prefiero hacerle caso a un vídeo publicitario de un banco. Porque no confío ni en mí, es decir, no confío en la vida.

Esto es preocupante, pero más que preocupante, esto es triste.

Este artículo contiene muchas palabras entrecomilladas, pues entre las comillas anda el juego de las perspectivas, normalmente dicotómicas... ¿Normalidad o normatividad? ¿Confiamos o no confiamos? ¿Medicalizamos o no medicalizamos? ¿Es un don o es un trastorno?

Supongo que la mayoría de las respuestas pertenece a la gama de los grises y no sabría decir, y mucho menos decidir, por nadie.

Pero una cosa sí que tengo clara: la respuesta no la tiene el BBVA.

Tal vez sí la tenga Sonya, una niña autista. Cuando tenía ocho años la maestra puso un trabajo a toda la clase. Ellos debían escribir una definición breve y concisa de distintas palabras.

Dejo aquí la definición de infancia, según Sonya:

“Amanecer del destino de la vida humana”.

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