Ojo avizor, puedo darme cuenta de la cantidad de espacios que están pendientes de protección. Me refiero a los espacios urbanos utilizados por la ciudadanía para el descanso, el deporte, paseos y similares, que con el tiempo se han generalizado en las urbes y sus aledaños, y quizá por estar tan normalizados, no han ganado todavía la categoría de especial interés que es la protección que ofrecen las guías culturales de las operadoras turísticas y comerciales.
Me quedo hondamente mustia cuando observo que estos elementos esencialmente ligados al asueto general, carecen de tan siquiera un guiño por parte de la Administración Pública, que no puede quedarse en sacarlos de la categoría de “suelo urbanizable”.
Ejemplos tenemos varios: La alameda de Lorca, el paseo del Malecón de Murcia, la ruta de los Castillos de Cartagena, el paraje del Chorrillo de La Unión, la subida al Castillo de Jumilla, la Plaza Mayor de Yecla, el Embarcadero del Hornillo de Águilas y un larguísimo etcétera.
Ahora que tenemos nueva imagen turística, (algo parecido a un smiley de pobres), no estaría de más que en ese impulso del “consejero-candidato-diputado”, se incluyera la iniciativa de darle especial interés protector a estos lugares únicos, en los que residen la memoria de nuestra infancia y juventud, receptores de las miradas de hasta el último de los turistas y que cutremente aparecen en las guías locales y regional como “otros lugares de interés”.
Cualquiera que fueran los plazos, leyes y normativas que tuvieran que aprobarse por parte de todos, se trata, una vez más, de voluntad política. Y de una voluntad que bien dirigida y ejecutada revertiría en crecimiento económico.
No es que esté harta de la foto de la Catedral de Murcia (que se quedé ahí mucho tiempo, porque al estar 'al laíco mismo', si cayese me espachurra), pero cuántos besos nos hemos perdido en postales ilustradas del Jardín de la Pólvora, o las sonrisas inolvidables vividas en las cuestas de piedra del casco viejo de Moratalla, o un secreto inconfesable a la luz de la luna en el paseo marítimo de Santiago de la Rivera.
Muchas de estas prácticas son recogidas en vuestros “selfies”, en fotos antiguas, en relatos que cuentan los grupos de amigos, todas ellas presentes en las redes sociales y muy pocas en los archivos correspondientes de cualquier hemeroteca o servicio de patrimonio. Más allá de la pomposidad de los lugares oficiales, me juego las escamas (y los patos sus plumas) a que la mayoría de nuestros recuerdos están en los que llamo los rincones ausentes.
Haré apostolado por ello, por la estatua de Francisco Rabal y por la mía.
Ojo avizor, puedo darme cuenta de la cantidad de espacios que están pendientes de protección. Me refiero a los espacios urbanos utilizados por la ciudadanía para el descanso, el deporte, paseos y similares, que con el tiempo se han generalizado en las urbes y sus aledaños, y quizá por estar tan normalizados, no han ganado todavía la categoría de especial interés que es la protección que ofrecen las guías culturales de las operadoras turísticas y comerciales.
Me quedo hondamente mustia cuando observo que estos elementos esencialmente ligados al asueto general, carecen de tan siquiera un guiño por parte de la Administración Pública, que no puede quedarse en sacarlos de la categoría de “suelo urbanizable”.