No quiero volverme sombra
Quiero ser luz y quedarme.
Atahualpa Yupanqui
No resulta fácil ir de terrazas en la provincia de A Coruña, mucho menos en la Costa da Morte. Lo dice una murciana que soporta mal este clima atlántico y sus brisas insidiosas que en pleno verano te estremecen la piel. Incluso en estos días de verano es precisamente el viento quien mantiene a raya las nubes. Sin embargo, Camariñas es una excepción. Además, en este lugar me sucedió algo extraordinario en 2008, en presencia de mi madre. Lo que ocurrió fue algo increíble, que no he comprendido hasta más tarde. Dice el escritor santafesino Juan José Saer que nunca sabemos cuando estamos en realidad viviendo lo esencial de nuestras vidas. No le falta razón. Santa Fe, por cierto, es la única provincia de Argentina donde es obligatorio circular por las carreteras con un sudario o sábana para amortajar, en caso de muerte por accidente.
Volvíamos del faro Vilano, pasmadas por las ráfagas del nordeste que nos recibieron al llegar allí. Era un viento enfurecido que hacía temblar el coche en el estacionamiento, al borde de un acantilado, como si fuera a levantarlo en peso, y que nos empujaba con fuerza al salir. Poco duró la visita pero antes de marcharnos, paramos a comer en el pueblo, en una terraza. Estábamos solas, era un día soleado de septiembre, el puerto estaba en calma y el mar reverberaba como si fuese de mica. Pedimos unos chipirones con patatas fritas, recuerdo que estábamos comentando algo sobre la forma de prepararlos cuando vimos llegar un autobús turístico. Paró delante de nuestra terraza unos segundos y se puso marcha atrás para estacionar. Al poco vimos aparecer un grupo de turistas del Imserso. Nos llamó la atención el acento sureño con que hablaban, aunque no pudimos adivinar de dónde era exactamente. Debían de ser andaluces o extremeños. Alguna gente saludaba al pasar, la mayoría bajaba mirando hacia el puerto. Seguramente los llevaban a comer a algún restaurante del paseo.
Aproveché para animar a mi madre a que se apuntase a esos viajes, ella siempre respondía que no le aguantaban las rodillas para subir y bajar de un autobús. La verdad es que para ella ya no era el medio de transporte ideal. Había ido a un par de excursiones con destino a Benidorm donde, además de una comida con espectáculos de antiguas vedettes, trataban de vender a la tercera edad sofás, sartenes, mantas y cosas por el estilo.
En esto vimos aparecer a un hombre que venía solo, rezagado. En realidad, lo primero que vimos de él fue una mano grande, apoyada en el respaldo de un sillón, y más concretamente el reloj que llevaba en la muñeca. Era un Omega como el de mi padre, que había heredado su nieto primogénito trece años antes. Aquel hombre tenía, además, la estatura y las trazas de mi padre. Vestía endomingado con un pantalón de raya marcada, una camisa impecable de manga corta e incluso un sombrero como el suyo. Mi madre dejó de hablar y se quedó mirándolo también. Era un tipo alto, recio, tenía un poco de panza, los antebrazos y las manos curtidas. No pudimos verle los ojos porque llevaba gafas de sol, yo pensé que serían verdes, como los suyos. Venía solo y caminaba lento, como lo hacía mi padre. Miré a mi madre y volví la vista hacia aquel hombre, que nos miraba también.
-Buen provecho –saludó con educación y cierta timidez.
Exactamente como habría hecho mi padre.
-Gracias, buenas tardes –contestamos nosotras.
Sin añadir una palabra, el forastero desapareció lentamente del rectángulo visual de la terraza, como si fuera una pantalla de cine. ¿Quién era aquel hombre? ¿Iba con los jubilados o andaba por su cuenta? ¿Pararon en alguno de los restaurantes del paseo?
Mi madre y yo intercambiamos una mirada atónita.
-¡Es clavado al papá! –le susurré.
-Sí que se parece.
-El sombrero, el reloj, los gestos, ¡todo! ¿Por qué no vas a buscarlo?
Mi madre bajó los ojos y recogió el tenedor.
-¡Anda! ¡No digas tontadas!
Mi padre falleció en 1995, tras una larga hospitalización que dejó a mi madre destrozada y envejecida prematuramente. No tuvo ninguna otra relación. Con todo, vivió hasta los 86 años y viajó varias veces conmigo a Galicia. Mucho le gustaban los viajes, la magia y la exuberancia de esta tierra verde, con sus hortensias, sus fuentes de agua fresca y “sin grifo”, siempre a disposición de quien quiera beber de ellas, las playas de la Costa da Morte, la ciudad de Coruña, Compostela...
Aquella tarde nos marchamos de allí pensando en ese hombre y en el grupo aquel que hablaba con acento sureño. No los volvimos ver, claro. Ahora, mucho más tarde, recuerdo con emoción este episodio, este encaje de bolillos que combinó el destino para juntarnos allí a los tres, a mi madre, a “mi padre” y a mí... No en Águilas o en Mazarrón, sino en una terraza en las antípodas de Murcia. Para mí, ese encuentro asombroso forma parte de este puerto de mar que ha conocido tantos naufragios, tragedias y milagros.
Hoy, cuando regreso a Camariñas, me gusta sentarme en una terraza y mirar pasar a la gente, tal vez estoy esperando, el día menos pensado, ver aparecer por el paseo a familiares y amigos que ya se fueron, algunos antes de tiempo. Hay que tener los ojos abiertos porque nunca sabemos cuando estamos en realidad viviendo.