Una de las procesiones más populares de la Semana Santa de Yecla, que viene resultando de gran interés místico, es la del Viernes Santo por la tarde-noche, cuando llega al atrio de la Basílica de la Purísima Concepción la entrada de la imagen de Santa María de Cleofás, portada a hombros por un grupo de mujeres voluntariosas y sororadas para tal fin.
Seguidas por la Banda de Cornetas y Tambores del Santísimo Cristo de La Caída, cofrades y músicos entonan sus marchas fúnebres como si sostuvieran por la espalda, para que en ningún caso caiga al suelo, a esa mujer que, desde hace tantos siglos, siente un dolor desgarrador: el de la pérdida definitiva de un ser querido. Es el duelo, y pareciera que las almas de todas ellas, que son enteramente lenguajes individuales, empíricos e irrepetibles, ceden su fe a lo divino en una noche fría, caudalosa, brillante, lacrimosa y mariana, marina.
Del mismo modo que a María de Cleofás se la llamaba así por el nombre de su esposo (indisputable manera de concebir el cuerpo de la mujer, y hasta su alma, como la propiedad privada de una figura masculina), a María de Nazaret se la nombraba así por su lugar de nacimiento: la suya fue una humilde familia nazarena que tuvo que emigrar a Egipto después de que su hijo primogénito naciera en la ciudad palestina de Belén. Si su huida hubiese ocurrido hoy, esta familia se habría encontrado en marcha el genocidio de todo un pueblo y quizás también herrumbrosas vallas mortales llenas de alambradas, alambicadas para el asesinato, como la de Melilla.
Junto a María Magdalena, tanto María de Nazaret como María de Cleofás estuvieron presentes en la agónica crucifixión de Jesucristo. Además, narran las escrituras que María de Cleofás fue una de las primeras personas a las que el joven betlemita se le apareció resucitado al tercer día de su sepultura, justo cuando esta decidió acercarse a su sepulcro para presentar sus respetos. Sin duda alguna, María de Cleofás fue una de las discípulas de Jesucristo; se dice incluso que también pudo ser la hermana de María de Nazaret, es decir, la tía materna de Jesús.
En El Evangelio según María Magdalena (2021, Ediciones B), la escritora Cristina Fallarás comenta lo siguiente: “La vida no es un recuento de fechas, sino memoria de emociones y acontecimientos, aprendizajes y claudicaciones. […] En un año caben enteros pasado y futuro”. Por eso, todas estas mujeres no son solo portadoras de la imagen de María de Cleofás en un día vacacional más de Semana Santa. Más bien, estas mujeres valientes simbolizan una fortaleza colectiva que nace desde los adentros más puros del ser humano y con gusto pondrían su hombro para el apoyo de tantísimas mujeres israelíes y palestinas que están sufriendo ahora mismo duelos todos los días y quieren el fin de las armas que asesinan a sus hijos.
Tanto es así que, en octubre de 2023, en Jerusalén y cerca de la Cisjordania ocupada, cientos de mujeres se manifestaron por la paz entre pueblos con camisetas y paraguas blancos, el color del luto hebreo. Sus coreos y pancartas rezaban contenidos como “Queremos la paz” o “Paren de matar a nuestros hijos”. “Nuestro mensaje es que queremos que nuestros hijos estén vivos y que no mueran” declaró Huda Abu Arqoub, directora regional de la ONG Alianza por la Paz en Medio Oriente, a lo que también añadió: “Es la primera vez que establecemos una verdadera asociación entre mujeres israelíes y palestinas en pie de igualdad”. Dos fueron las organizaciones que convocaron las marchas pacifistas: el movimiento israelí Women Wage Pace (‘Acción de Mujeres por la Paz’) y la asociación palestina Women of the Sun (‘Mujeres del Sol’).
Volviendo a la Semana Santa yeclana, cabe mencionar que la marcha procesional titulada “Ave María” ―que es como decir en latín ‘Hola, María, estáte bien’, es decir, dar un saludo benefactor a todas las mujeres que se llaman María y, por extensión, al resto de todas ellas― las acompañará una vez más este Viernes Santo de 2024. Y lo hará al que es el centro de su hogar común: el corazón humano compasivo y piadoso, el lugar donde deberían reunirse todos los cuerpos machacados por la apisonadora violenta de tiempos ansiosos e imperialistas en los que nos ha tocado vivir.
Mientras suena “Ave María”, la ordenada cronología que conocemos se detiene, porque comienza el tiempo de la intimidad más absoluta de cada cual: nada más y nada menos que se produce solemnemente el recogimiento interior de todas las personas que participan y observan la escena en la nocturnidad del atrio. Cuenta la poeta italiana Alda Merini en Cuerpo de amor (Vaso Roto Poesía) que “después de su muerte [la de Jesucristo], la luz de la esperanza se encendió en el corazón de los seres humanos, y todos eligieron morir para besar su rostro santo. Y hubo una conmistión de hombres y mujeres por estas maravillosas nupcias de las cuales solo los ángeles percibieron el perfume”.
No podemos olvidar cómo nos instruye la escritora madrileña Belén Gopegui en Ella pisó la luna. Ellas pisaron la luna (2019, Penguin Random House), cuando nos recuerda que tenemos el objetivo de “cuestionar el modo en que ha solido ser contada la historia del arte, del pensamiento, de la ciencia. […] Se trata de que las palabras nos ayuden a ver lo que hay en lo que hay, cuando eso sigue siendo, todavía, menos visible”. Así pues, en la imagografía que acontece en el atrio de la Purísima en estos momentos de Viernes Santo, se puede observar cómo las mujeres empujan hasta el cielo, con toda la fuerza física de sus cuerpos y de su ser, y que son, mayoritariamente, los hombres los que acompañan y apoyan este acto místico haciéndolo bello y dialógico a través de la música cofrade española, única en el planeta tierra.
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