Por supuesto que no. No se debe dejar pasar a las organizaciones agrarias (representadas por Asaja, Coag y Upa) los desafíos, provocaciones e intimidaciones que dirigen a cuanto les rodea; administraciones y opinión vigilante en particular, a las que condenan –en el primer caso– por su “deficiente actuación durante décadas” y –en el segundo– por sus “críticas tendenciosas”. Estas organizaciones vienen a representar la verdadera –y probablemente definitiva– plaga que acabe con la base física y natural de esta tierra, condenándola a la aridez y la infertilidad en breve plazo.
En un deleznable –por mendaz, ocultista e insidioso– texto a modo de manifiesto exculpatorio estas organizaciones se han dirigido hace pocas semanas a todo el mundo con diez consideraciones con las que buscan defenderse del serio señalamiento que se les hace como entidades directamente responsables, desde hace décadas, de la destrucción física, natural y moral de esta tierra. Acusación de la que ya nunca podrán escapar sin responder ante la ciudadanía, los tribunales y la historia. Mucho de esta nueva situación, en la que se ven (por fin y con pruebas demoledoras) acosados, se refleja en la cuidada redacción de su jeremíaca proclama, que muy probablemente se ha puesto en manos de algún periodista de los (muchos) de su cuerda y órbita.
Siguen sin temer en absoluto a que se les abra en esta Región, como debiera, una “causa general contra la agricultura intensiva” debido a sus crímenes continuados contra el territorio, el medio ambiente y el futuro, pues saben muy bien que ni administraciones ni tribunales están por la labor. Sus artimañas dialéctico-defensivas son el mayor ejercicio de cinismo que esta tierra ha presenciado desde que tiene conciencia de sí misma.
Muestran estas organizaciones, en primer lugar, su pesar por el deterioro del Mar Menor así como su compromiso en su recuperación y con esas lágrimas de cocodrilo quieren que cesen los ataques por los que se les hace principales autores de la degradación y pérdida de nuestra hermosa albufera. Pero de esta fechoría inmensa tienen que dar cuenta sin que se les pueda admitir escudarse en otros responsables que si bien existen no llevan tan claramente la marca del crimen, que figura bien impreso en sus cultivos antinatura. Y en segundo lugar y como consecuencia de su (mínimo) reconocimiento de culpa advierten de que no será fijando responsabilidades solo en sus actividades como se salvará la laguna. Observaciones de una fina sensibilidad que pretenderán que se les agradezca, una vez reconocido su épico desvelo por el medio ambiente en general y el Mar Menor en particular. O que no se les tenga en cuenta su visceral resistencia a cualquier protección de la naturaleza, o sus agresiones a lo ya protegido.
Son las administraciones (dicen en el tercer punto de su sentida queja) las que durante décadas han actuado deficientemente y aunque rehúyen (táctica permanente) señalar a los compadres de la Comunidad autónoma, que es notorio que se desvelan por ampararlos, cubrirlos y promocionarlos, sí apuntan a la Confederación Hidrográfica del Segura (CHS) y sus Planes de Cuenca, por aquello de señalar al Estado de izquierdas y mantener las amistades con los regionales de derechas, como si no se vinieran beneficiando desde hace décadas del compincheo político y la complicidad prevaricadora de unos y de otros.
La cuarta cláusula de esta conmovedora protesta va dirigida, con muy sincero desconsuelo, contra los que rechazan las propuestas del sector agrario en relación con las mejoras legislativas a adoptar (que pretenden, y logran, que sean inútiles) basadas en soluciones técnicas y el conocimiento científico, refiriéndose a esa ristra de iniciativas de tipo tecnológico pretendidamente rigurosas que dicen poder neutralizar los nitratos asesinos sin evitar su uso, ya que no piensan renunciar a un negocio astronómico pese a su impacto demoledor. Son bien conocidas estas maniobras y dilaciones, en las que el sector vuelca su influencia económica y su poder mediático para hacerse con una ciencia y una técnica impropias y falsificadas que adquieren, a precios de mercado, de vendedores sin escrúpulo, insensibles al drama ambiental e indiferentes ante el problema de fondo que subyace, que ni es científico ni es técnico (sino, ¡ay!, profundamente político).
Señalan, en una quinta cláusula en la que hace eclosión su ejemplar conciencia ambiental, la mala fe de quienes niegan sus heroicos esfuerzos por reducir su “huella ambiental” con costes elevadísimos, queriendo sin duda que se deje de lado que esa huella aumenta cada año con cada campaña y con cada fanfarronada o amenaza hacia quienes se atreven a ponerlos en evidencia. Que es la “huella ecológica” de esta agricultura de saqueo la que, si se calcula bien, eleva a la media de España muy por encima de la que debiera corresponderle por sus niveles de producción o de consumo. Esta agricultura funesta nos envilece ante los intereses del planeta.
Lamentan, en una sexta e ingeniosa nota reivindicativa, que no se les reconozca su importante contribución al reutilizar en sus regadíos las aguas residuales urbanas regeneradas, como si pudieran ocultar que es el uso que hacen de estas aguas (y las otras), contaminándolas con sus fertilizantes, plásticos y pesticidas, lo que envenena nuestros acuíferos, el Mar Menor y el mar litoral. Han olvidado, en su abandono de las prácticas civilizadas y sostenibles de sus padres y abuelos (a los que traicionan cada día fría y miserablemente) que es el riego a manta de la agricultura tradicional el que trata adecuadamente la tierra, evitando su salinización y toxificación, renovando de paso los acuíferos; y se pavonean de un ahorro tecnológico de agua cuando desde hace décadas vienen incrementando, incesantemente, su consumo.
Espectacular resulta, por necia y tramposa, la séptima observación por la que quieren atribuir a los productos ecológicos (obtenidos por métodos tradicionales) la misma necesidad de nutrientes que los convencionales (los suyos), haciendo como que ignoran que los nutrientes esenciales (derivados del nitrógeno) provienen del aire y de las bacterias nitrificantes de las raíces, así como de las aportaciones de origen orgánico, no químico-sintético. Y se duelen, pobres incomprendidos, de que no se les reconozca el gran esfuerzo de abastecimiento alimentario desplegado durante el confinamiento; tampoco se han enterado del gran esfuerzo realizado por la ciudadanía por recurrir a los productos del pueblo, rehabilitar viejos huertos y animarse por la reruralización. Estos salvadores de la pandemia han dejado claro que es la agricultura intensiva, con sus exigencias destructivas de lo pequeño y lo tradicional, la que ha conseguido que sea muy difícil, quizás imposible, una alimentación cercana, directa y de confianza, que es a lo que cualquier ciudadano normal aspira, evitando en lo posible suministrarse del brillante elenco de frutas y hortalizas que esa agricultura degradada (y degradante), pone en los supermercados con equívoca apariencia y mínima calidad.
La octava protesta, igual de vigorosa que las anteriores, de decencia y legalidad a toda prueba, marca una vehemente condena (“sin paliativos”, dicen: ¡oh!) de las superficies ilegales de regadío, haciendo como que ignoran que –hoy, ayer, mañana–son sus cofrades, socios y miembros todos del clan intensivo, los que incrementan esos regadíos piratas con total libertad, ante los ojos de todas las administraciones, guardas, alcaldes y fiscales, sin que nada malo les suceda. ¡Qué tierna observación!
La penúltima escala en esta declaración de bondades y sinceridades es una –culta, cuidada, sentida– evocación de que la Conferencia del Clima de Madrid, de noviembre pasado, pedía a los países miembros que se escuchara a la ciencia, de donde deducen que es la ciencia la que respaldará la sostenibilidad medioambiental de su agricultura. Como si los que les seguimos la pista no conociéramos de su concepto de ciencia, que pervierten por asociarlo meramente a sus intereses crematísticos, y que les sirven científicos y técnicos a los que el dinero que se les ofrece los lleva más bien a la anticiencia (que es aquella que desprecia el análisis de las causas de los dramas ambientales, vendiéndose a los que la solicitan para limitar o disimular los efectos, sin propósito de enmienda).
El final de estas consideraciones, tan bien hiladas, es de rigurosa proclamación democrática, pidiendo que la Ley de Protección Integral del Mar Menor “sea aprobada por la Asamblea Regional con un amplio consenso parlamentario”, como si ese consenso no estuviera garantizado y escorado a sus intereses, con los votos compadres de PP, Ciudadanos y Vox, más la inutilidad política del PSOE (que sólo matiza, por distraerse, cuando están en la oposición). ¡Qué listillos, estos demócratas de toda la vida! Los que sabemos de la eficacia de las leyes ambientales, y venimos sufriendo Gobiernos regionales de incompetentes y malvados, fiamos a esas leyes lo mismo que a los discursos de los políticos queriendo exhibir preocupación y voluntad.
Pero con ser tan completitas, estas bienaventuranzas de los valedores de un poder agrario sin control y dispuesto a morir matando, han dejado de lado otros asuntos que todo muestra que les tienen acongojados: el régimen de semiesclavitud de los trabajadores del campo, vergüenza sostenida que sólo hace posible la incomparecencia de la Inspección de Trabajo y la conspiración procaz de tantos niveles administrativos. Así, el punto undécimo de esta hipócrita retahíla estaría redactado asegurando que se desviven por cuidar a los empleados del campo, por pagar por encima de la miseria legal y, por supuesto, que no tienen nada que ver con los (escasísimos) desaprensivos que llevan a la muerte a los más desafortunados. Pero no necesitan decirlo: su generosidad queda a salvo, ya que a estas alturas nadie puede dudar de su calidad de benefactores de la humanidad.