La cartografía de la España pandémica es desoladora: se percibe una sociedad mayoritariamente temerosa que señala con las caceroladas a la clase política como responsable de la Gran Morgue. Atribuyéndole esa responsabilidad se quiere debilitar al que asumió el poder según las reglas de la democracia representativa, olvidando que con un voto más se tiene la mayoría, y ese es el sistema de gobierno que nos hemos dado.
No hay gobiernos débiles ni acuerdos dislocados: la que está dislocada es una clase política que desde hace tiempo si no gobierna, desgobierna. Además, anima a derribar al contrario contra la razón y la lógica. Innerarity habla de democracia compleja, pero estamos, más que en una burbuja de la complejidad, en una burbuja del absurdo.
De poco han servido los sacrificios de la pasada década para superar los destrozos de una crisis que repartió desigualmente los sacrificios. La España de hoy ha cambiado mucho respecto de la que era antes de la crisis financiera: es más pobre, desigual, precaria y menos protegida socialmente. Hasta aquí el prólogo, y aún sin asumirlo ha sobrevenido una catástrofe inesperada, que llega en un ambiente crispado y con un sector de la sociedad que rechaza los resultados de esa política.
El Gran Temor no es solo a la COVID-19, sino que se manifiesta de otras muchas formas: preocupación, resignación, irritación o miedo. Sobre todo, hay muchos ciudadanos que no ven la salida de la crisis, y lo que es peor, no ven que nadie les diga cómo superarla, porque siguen sufriendo sus consecuencias en forma de desempleo, salarios más bajos, menor protección en ámbitos deteriorados como la Sanidad, la Educación y la vivienda. Hasta se discute si es asumible una renta mínima para sobrevivir, y mientras tanto no se han puesto en marcha los mecanismos suficientes para prevenir la llegada de una nueva crisis, que algunos consideran altamente probable.
No hay medidas milagrosas para corregir esta situación. A corto plazo la única solución es transferir rentas a los ciudadanos y a los hogares más afectados por la crisis: es decir, aumentar el gasto social. Y en general, las políticas correctoras más efectivas serán aquellas que con una nueva mirada nos lleven de la mano de la innovación y las nuevas tecnologías a una nueva reindustrialización con efectos a medio y largo plazo. Las prisas nunca han sido buenas consejeras, porque podríamos reconstruir lo que ya no tiene futuro.
Las dos inversiones más importantes que debemos acometer las predican desde hace mucho tiempo los expertos: educación e innovación tecnológica. En primer lugar, aumentar la inversión en educación para mejorar la formación desde Primaria hasta la Superior, incluyendo la Formación Profesional para que los trabajadores y trabajadoras puedan encontrar alternativas a lo que hoy no tiene futuro.
En segundo lugar, la inversión en innovación tecnológica, olvidada durante todas las fases de la crisis, porque es el mecanismo más efectivo para aumentar el empleo industrial, el más resistente para un nuevo proyecto de país. Porque no podemos olvidar que la creación de empleo estable es lo que mejor estabiliza a los mercados y crea con más fuerza Producto Interior Bruto (PIB) de calidad, no coyuntural.
Tarde o temprano los agentes sociales y políticos tendrán que afrontar la evidencia de que es necesario modificar aspectos vitales afrontando una reforma laboral de la que dependerá la recuperación. Continuar con un esquema obsoleto y desproporcionado como el aprobado bajo el prisma de los recortes del Gobierno de Rajoy supone un peso muerto del que nos tenemos que liberar cuanto antes.
Decía Orwell que ver lo que tenemos delante exige una lucha continua. Quizás por eso no supimos ver la dramática gravedad de la crisis de la COVID-19 hasta que los muertos no lo pusieron en evidencia. ¡Qué triste! Y al igual que en la anterior crisis financiera fueron los movimientos sociales -guiados por la indignación y la esperanza- quienes repolarizaron la desigualdad, conectando la dignidad política con la radicalidad democrática y la paridad participativa, ahora han sido los ciudadanos indignados los que han dado la cara para compensar los desastres que la anterior crisis causó a la sanidad pública. Con ello han puesto una vez más de manifiesto que lo público es lo único que tenemos los que tenemos poco, y que en momentos de desastre todos carecemos de todo.
¿Aprenderemos la lección? Ojalá, pues como no trabajemos todos unidos evidenciaremos lo que predijo Tony Judt: nuestra profunda incapacidad para imaginar alternativas políticas.Y ese es el epicentro de la actual. No sabemos superar esa visión del pasado que algunos neoliberales pretenden perpetuar, y dar paso a nuevas soluciones compartidas que tengan más fuerza para superar los problemas que afectan a lo común.
El modelo económico neoliberal, permanente creador de desigualdades, ha muerto con la COVID-19 porque sus errores, tanto técnicos como de solidaridad, lo han convertido en un cementerio: nos puede recordar al hundimiento del Titanic por su exceso de soberbia. Se ha demostrado su incapacidad para dirigir a una sociedad con problemas, cuando en vez de preocuparse por salvar a las personas antepone que no se pierda riqueza. ¡Que barbaridad!
La lección de esta crisis, que estamos a tiempo de aprovechar porque aún no está superada, es que de estas situaciones se sale por la sensatez de todos los ciudadanos y ciudadanas. Si desatamos la insensatez de anteponer la Economía nos podemos encontrar con que se salvará su economía, pero nuestras vidas quedaran más arruinadas que nunca.
Nain nos dice que el final de este poder está remodelando el mundo en que vivimos, y nuestro compromiso es ser actores de esa remodelación: porque si no participamos controlando su evolución durante la salida de esta múltiple crisis, podemos caer en otro mundo muchísimo peor.
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