La brecha entre Europa y los refugiados de Moria

Begoña Iriarte

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Después de algo más de una semana en Lesbos junto a Amigos de Ritsona, compañeras incansables de viaje que preguntan, buscan, atienden, anotan y denuncian, una se siente admirada y pequeña. Desconecto con frecuencia cuando entrevistan a alguien o contrastan informaciones. Cada vez entiendo menos qué nos ha llevado a esta situación. ¿Cómo Europa se ha convertido en una maquinaria perfecta productora de víctimas?

Todo me resulta tan brutal e incomprensible que no alcanzo a asimilar los vericuetos y estrategias retorcidas de autoridades y entidades, cuáles sean, que propician, sostienen, contienen y perpetúan el sufrimiento, convirtiéndolo en algo sistemático y sembrando la idea entre la población privilegiada de que es inevitable, que poco se puede hacer y que aquí no hay responsabilidades. No logro entenderlo y la verdad, no quiero. No se puede entender porque es una locura infame.

Me limito a lo que sí puedo entender, a mis iguales, personas con nombres y apellidos, con pasado, familia, profesión, anhelos, con identidad al cabo. Digo que puedo entender pero sólo es en parte, la tan de moda empatía aquí adquiere otra dimensión. Presumir de empatizar con cualquier persona encerrada en Moria es indigno. Y cuando digo mis iguales también sólo es en parte, el mundo para las personas refugiadas dista mucho del mío. De hecho, la brecha entre mi mundo afortunado y el suyo es tan profunda, no ancha sino profunda, que siento verdadero vértigo cuando me asomo.

Supongo que cada quien se enfrenta al abismo con las herramientas que tiene. La mía se llama Beatriche, un trozo de gomaespuma y tela con forma de viejita entrañable. El títere es un vehículo ancestral entre lo terrenal y lo divino, lo usan los chamanes desde tiempos inmemoriales y lo usamos los titiriteros en un alarde inconsciente. Es el mundo al revés: yo me encuentro en una esfera de apariencia celestial pero los seres divinos están al otro lado, en el infierno. Beatriche es mi puente. Puente anecdótico y temporal, pero puente después de todo.

Las Hermanas Urruti, tándem que formamos Beatriche y mi personaje, visitamos diferentes espacios en torno al campo de personas refugiadas de Moria. No ofrecemos un espectáculo cerrado en el que el público se sienta y escucha, eso es sólo para nuestro mundo, el seguro. A este lado del abismo el público, esos seres celestiales, marcan el ritmo. Solo ellos saben caminar en este frágil terreno. Cantamos, sí; bailamos, también.

Disfrutamos de la comunión teatral que es universal y deliciosa pero el puente se hace firme cuando hay contacto verdadero, cuando Beatriche da el gran salto para estrechar manos, acariciar mejillas y pronunciar palabras que otros ángeles le enseñaron: azizam, habibi. Tras la gomaespuma y gracias a ella se desvanece lo superfluo, lo humano y lo divino se hacen cómplices.

Beatriche va atada a mi cintura, con una mano manejo su cabeza y boca y la otra está libre para saltar al vacío, pero nunca es tal, siempre encuentra algo a lo que asirse: un pelo rebelde que estalla en carcajada, una palma masculina firme y abatida al mismo tiempo, unos deditos temblorosos llenos de esperanza y asombro y finalmente las manos femeninas, maternales, generosas, luchadoras, desafiantes a veces pero sobre todo tristes, profundamente tristes, tanto que sólo Beatriche puede sostenerlas.

Estos días tengo un único deseo: encontrar la manera de tender nuestras manos, llenar con ellas la brecha y finalmente cicatrizarla, inshallah!