Los días pasan, pesan, pisan. Creo no haber sentido un molimiento tal jamás, ni físico ni mental. El pasado 13 de noviembre empezó la pesca en el mar de Tasmania, y el escenario, a pesar de ser el mismo, lucía diferente. Ya no hubo, ni hay, descanso para nadie.
Las labores transcurren día tras día sin cesar, ni un minuto de respiro, y el único cambio aparente se da entre los vivos y energéticos que se reincorporan al turno tras sus 8 horas de descanso y los moribundos y agotados que abandonan sus puestos para yacer en un estado cuasi inconsciente en diminutos catres hasta volver de nuevo a su cometido. Las 24 horas se reparten en tres grupos entre la marinería, que trabajan 16 horas, solapándose unos con otros a lo largo de los diferentes tramos del horario. Los observadores cubrimos igualmente el jornal, mitad y mitad.
El primer lance lo viví con ansiedad, nervios, alboroto, inseguridad… ¿Seré capaz de hacerlo bien? ¿Cuán dura, difícil y soportable será mi tarea? Tanto tiempo esperando y se tuvo que dar en uno de los peores días de mar. Era de noche, y al subir a la cubierta de popa para examinar la maniobra, sentí un escalofriante vértigo cuando una ola gigante se aproximaba directa hacia nosotros sobresaliendo unos metros por encima de nuestras cabezas. Nunca antes había tenido la impresión de poder ser tragada por una ola monstruosa, como si de una aplastante avalancha se tratara.
El viento te impedía avanzar, enfrentando su fuerza contra la tuya. El agua que impactaba en el casco se elevaba y nos empapaba, el balance nos azotaba. Las luces del barco se apagaron, y el “¡ARRÍAAA!” del capitán que el megáfono transmitió me estremeció.
Primero las boyas con luces y radiobalizas fueron largadas, las cuales siempre marcan inicio y final del aparejo, detrás, los cabos. Abajo, los marineros iban amarrando al cabo conocido como retenida, la línea madre con los anzuelos, la carnada y los pesos. Todo un espectáculo digno de ser contemplado. La complicidad y sincronía máxima entre ellos es clave para asegurar el éxito.
Sin previo aviso, en plena faena, una gran masa de agua se coló por la puerta de largada de popa y violentamente nos golpeó y movilizó. Gran susto y frío, tremenda imagen y sensación aterradora. Empapada por fuera y por dentro, a pesar de la impermeabilidad del traje especial para el frío, así terminaba mi primera guardia. Al despertar, iniciaba de nuevo la siguiente, y ya comenzaba la virada.
Mi labor como observadora consiste en la directa observación, control y toma de datos científicos de las actividades desarrolladas en el medio marino, obteniendo información imprescindible para el desarrollo de políticas efectivas de protección ambiental y poder así preservar los recursos marinos mediante adecuadas y correctas gestiones de nuestros mares. Es para ello clave y esencial determinar in situ el impacto ocasionado en el ecosistema, con el fin de que perdure un correcto equilibrio entre explotación y conservación.
Debemos cerciorarnos de que se cumplen las medidas de conservación y las normativas estipuladas por cada OROP (Organizaciones Regionales de Ordenación Pesquera) para cada pesquería, las cuales difieren según el área; la cuantificación e identificación de la captura total; realizar el estudio científico de las especies afectadas e involucradas, tanto de la especie objetivo de cada buque y arte y el bycatch (fauna asociada, la cual suele ser descartada); la toma de muestras biológicas; registro de condiciones medioambientales y censos de mamíferos marinos y aves circundantes.
Todo esto, llevado a mi diaria práctica en el arte del palangre, y por cada lance, se traduce en 2 horas de observación de la virada en cubierta, en la intemperie, bajo el frío y a veces nieve. Tras ello, prosigo con 3 o 4 horas en factoría, lugar destinado para la elaboración y procesado del pescado. En esta otra oficina, llevamos a cabo los muestreos pertinentes: talla, peso, sexo, madurez gonádica, extracción otolitos, toma de muestras para estudios taxonómicos y geoquímicos bajo el efecto del eterno ruido y la escandalosa sangre.
Los marineros descabezan y destripan al organismo, conservando el tronco íntegro en túneles de rápido congelado, y tras unas horas, son transferidos a la bodega en cajas perfectamente etiquetadas para ser almacenados. Mi tercera oficina es por todos conocida, la común y estándar, la de mesa y silla. Es el momento de digitalizar todos los datos recabados.
Además de todo lo anterior, cumplimos con la obligación del barco del marcado de individuos vivos capturados en buen estado para posteriormente liberarlos, contribuyendo así con estudios de abundancia y distribución espacial, movimiento y dispersión, estructura de stock poblacional y ciclo de vida de Dissostichus eleginoides (merluza negra/róbalo de fondo/austromerluza patagónica)
Tras varias jornadas sin tregua, pues todas son lunes por igual, aparece para quedarse la fatiga y el dolor de músculos que no sabía ni que tenía: las muñecas de abrir duros cráneos, los brazos de cargar ejemplares para soltarlos o pesarlos, la tensión del cuerpo resistiendo el dinamismo mientras sujetas al pez con cuchillo o bisturí en mano.
Y entre una de estas fechas vino mi cumpleaños, y ni tiempo ni energía tuve para poder interiorizarlo y disfrutarlo. Eso sí, muchos mensajes desde lejos llegaron como ráfagas de cálidos abrazos, varios náuticos regalos hechos a mano y una gran tarta para celebrarlo.
Con la rutina, todos vamos normalizando nuestro estado, y con ojeras que cuelgan y rostros que pierden expresión, en modo economizador de energía, seguimos trabajando. Pero juntos, en equipo, se hace más liviano. Algo intangible me une a la marinería. También yo fui educada en el valor del sacrificio y el esfuerzo, en la humildad como base y en el concepto universal de igualdad sin clases.
Y es algo que, a indonesios y peruanos, los que conforman el colectivo obrero, les sorprende desgraciadamente. Sonrío amable y dignifico a mis compañeros que sacrifican sus años y esclavizan sus vidas por un mísero salario, el cual no alcanza ni mil euros en algunos barcos. Son mi ejemplo de fortaleza, de resistencia y resiliencia. Les entrego mi más sincera admiración en forma de alguna broma o comentario, pues ellos son realmente los héroes de la historia que narro.
¿Y luego quién se queja de que está caro el pescado? Sigo cuestionándome la firmeza y tenacidad de mi adictivo vínculo con la dureza del océano, nuestro trabajo, con sus condiciones e imposiciones, bajo sus leyes y mandatos. Quizás es como dice un rapero murciano, y es que me hace sentir viva, “saber que no estoy muerto y poder seguir muriendo. Mis ojeras no son de sueño. Son de esforzarme en ser aquello que quise ser de pequeño”
Ya está cerca el hielo. No lo veo, pero lo huelo, lo siento.