De perder a un hijo en el conflicto al activismo por la paz: la historia que une a una mujer palestina y una israelí
Sus diferencias las delatan: una es mayor, de pelo corto casi rapado, cara ajada, socarrona e irónica, de piel blanca, israelí y nada creyente. La otra es joven, lleva velo, la cara pintada, mucho más directa y clara, de tez morena, palestina y musulmana. Tienen también cosas en común: ambas han perdido un hijo dentro del conflicto israelí-palestino. También ambas están convencidas de que sólo desde la reconciliación, la esperanza y el conocimiento mutuo se podrá poner fin a un problema que lleva décadas enquistado. Lo volverán a reiterar este viernes, 25 de noviembre, en la Sala de Armas de la Ciudadela de Pamplona, a las 17:30 horas, dentro del 'Foru - Ciclo Internacional de Justicia, Derechos Humanos y Democracia' que organiza el Departamento de Justicia y Políticas Migratorias del Gobierno de Navarra.
Layla Alsehikh nació en Jordania y se casó a Palestina, tras conocer a su marido y el padre de sus hijos. Aunque estudió Contabilidad y Administración de Empresas, se dedicó desde entonces a ser ama de casa, y trajo al mundo a una niña llamada Yara. Tras la segunda Intifada, nació Qusay, su segundo hijo. Falleció a los seis meses por intoxicación de gases lacrimógenos. Llegaron demasiado tarde al hospital, después de ver que el niño se había puesto gravemente enfermo, cuando apenas se podía hacer nada ya, porque una patrulla de soldados israelíes les bloqueó el paso durante más de cuatro horas. Otra patrulla los expulsó del hospital en el que ingresaron al bebé. Layla no pudo despedirse de su hijo, lo volvió a ver dentro de un ataúd: “Era azul”.
Robi Damelin salió durante un tiempo con un hombre indio, cuando en la Sudáfrica del Apartheid estaba completamente prohibido, para “desafiar” a sus padres. Emigró a Israel un tiempo después, aprendió el hebreo y tuvo dos hijos, Eran y David, que terminaron siendo reservistas de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI). David, que militó igual que ella en movimientos civiles por la paz, fue llamado a filas y destinado en los Territorios Ocupados de Palestina. Una noche, Robi recibió una llamada de su hijo. Le inquietó tanto que se puso a limpiar la casa entera, ella, que se considera una pésima ama de casa. Al día siguiente despertó a las cinco de la mañana incapaz de dormir más y se fue a trabajar a su agencia antes que nadie. Cuando llamaron a la puerta sabía qué le iban a decir: un francotirador palestino había matado a David.
Robi ignora lo que sintió en el aquel momento. No lo sabe. Lo único que recuerda es el estado de shock en el que quedó después, cuando todo el mundo se compadecía de ella y le pedía ser fuerte. “¿Qué significa eso?”, se pregunta aún hoy. Lo que quiso hacer en aquellos momentos fue escaparse, huir de todos los conocidos de su hijo, abofetear a todo aquel que se atreviera a consolarle con palabras manidas y lugares comunes. Tampoco le encontraba sentido a seguir trabajando en su agencia de relaciones públicas, que se dedicaba a las cosas buenas de la vida: “Ya sabes, el National Geographic, el History Channel, libros, comida, vino”. El problema era que, desde que David murió, no podía ni mirar a la cara a sus clientes sin sentir una repulsión total. Ahí decidió canalizar ese no poder despedirse, esa frustración, esa realidad que le había tocado a ella, en buscar una solución al horror que le había arrebatado a un hijo, en que ni una sola madre más pasara por el dolor que supone perder a un hijo. Se sumó al Círculo de Padres-Foro de las Familias (CPFF), una entidad que lleva 30 años trabajando la reconciliación entre palestinos e israelíes.
Fue un amigo quien propició el cambio de actitud de Layla, que desde la muerte de su hijo Qusay se limitó a seguir viviendo como si nada hubiera pasado de puertas para fuera, pero intentando reconstruir su vida de puertas para dentro. Tardó dieciséis años en intentar gestionar el trauma que le supuso, pero aceptó acudir a una reunión del CPFF. Incluso en ese primer contacto, no podía creer que a los que estaban en la reunión de verdad les sirviera contar las pérdidas que habían sufrido, hasta que, narrando la muerte de Qusay, una mujer israelí se sentó frente a ella y le pidió perdón. “No le entendí al principio, porque le dije que ella no había sido quien mató a mi hijo”, dice Layla, “pero todo cambió cuando me dijo que reconocía el dolor perpetrado por su gente, que ella sentía igualmente mi dolor porque también era madre”.
Poco a poco, tras aquel primer contacto que le iluminó de forma inesperada, empezó a replantearse la forma en la que estaba afrontando la pérdida y el luto posterior a la pérdida de su hijo. Le ayudó la fe. “Yo creo en las Escrituras, y una de las Escrituras dice que no se puede juzgar a la gente por las acciones de una persona. ¿Estaba viviendo conforme a ello?”, inquiere Layla. Se responde rápido a sí misma: “No lo estaba. Vivía llena de enfado y odio, y eso terminaría por destruir mi vida”. Entró al CPFF y al poco tiempo soñó que su hijo se posaba sobre su hombro en forma de paloma blanca. Le rogaba que no llorara, porque allá arriba era muy feliz. Layla comprendió el mensaje enseguida, la muerte de Qusay debía servir para cambiar las cosas y su aparición en forma de paloma blanca le guio para trabajar por la paz entre palestinos e israelíes.
Apuesta por el diálogo para conocer a quien está al otro lado del muro
Hoy recorren juntas medio mundo para hablar sobre la paz y la reconciliación, para hacerlo desde la esperanza y la comprensión. Apenas pasan por casa, acaban de volver de Nueva Orleáns, Selma y Montgomery, han volado desde Tel Aviv para hablar en Pamplona y a la vuelta sólo podrán descansar un par de días más, tienen otro viaje pendiente a Estados Unidos. En todos los lugares a los que van insisten en lo mismo, en que la verdadera paz sólo será posible si previamente se trabaja la reconciliación. Y esa reconciliación vendrá únicamente del conocimiento mutuo entre palestinos e israelíes, “porque actualmente se desconocen”, sostienen las dos. Al muro de cemento que los separa físicamente, se le unió hace mucho tiempo otro muro, este invisible, que todavía impide a las dos partes reconocerse y entablar un diálogo. Layla se quedó sorprendida cuando conoció por primera vez a un israelí que no fuera ni un colono ni un soldado y con quien estableció una conversación normal. Les pasa lo mismo a los niños que acuden a los campamentos de verano que organiza el CPFF.
Al principio, los niños israelíes se juntan por un lado, los niños palestinos por otro. Todos visten igual, llevan la misma ropa, tienen la misma edad, pero no se atreven a mezclarse, porque nunca han tenido contacto con la otra parte, con el enemigo. Al cabo de una semana, todos se hacen amigos y todos juegan con todos. Este ejemplo desmonta una realidad que Robi ve en el día a día, entre el conflicto entre las dos partes: “Si no te conozco, te temo. Si te temo, probablemente te odiaré. Y puede que hasta me ponga violento. Funciona así”. Lanza otro ejemplo igual de ilustrativo: “Mira, si vas a una clase de chavales de 17 años y les preguntas si han conocido a un palestino, todos te dirán que no. Si preguntas cuántos hablan árabe, lo más probable es que ninguno lo haga. Pero si preguntas quién ha viajado al extranjero, el 90% de la clase te levantará la mano”. Ahí se ve el ciclo del desconocimiento, que lo llama Robi.
El proceso, claro, no es siempre fácil. La reconciliación se tambalea a veces, sobre todo cuando los encuentros y los diálogos con la otra parte conectan directamente con los traumas de cada cual, también con los de Layla y Robi. A la primera le tocó enfrentarse a su muro invisible particular hace apenas unos días, cuando, en un encuentro con un militar que abandonó las FDI, el hombre comenzó a narrar las acciones que realizó durante muchos años en la zona de Layla. También él obstruía el paso a personas que necesitaban acudir a un hospital, también él retenía a palestinos que buscaban ayuda médica. Durante un minuto largo, Layla no supo qué hacer. Echarle la culpa, perdonarlo. Dudó: “Fue tan duro, incluso tras cinco años en el CPFF. En esos momentos, no sabes si tus creencias son reales o simplemente impostadas”. Intentó contenerse las lágrimas, pero terminó llorando. Robi los invitó a hablar. Desde la honestidad, pudieron entablar una conversación en la que se habló de perdonar, no en cambio de olvidar. “En este tipo de reconciliaciones, lo más importante es la honestidad. Si me mientes, va a ser muchísimo más duro, y no cabe el perdón”, aclara Layla.
El francotirador que disparó al hijo de Robi fue detenido dos años más tarde del asesinato. También le fue complicado a ella acercarse, comprender, tener una conversación. No se acercó para recibir disculpas: “Necesitaba saber de dónde venía esa persona, necesitaba saber qué es lo que pasó”. Escribió una carta a la familia del victimario, y más tarde descubrió que dos tíos del hombre que mató a David fallecieron violentamente durante la Segunda Intifada. “¿No habría sido extraordinario decirle a este hombre que podría haber elegido el camino de la paz?”, se pregunta. Pero para recoger paz hace falta sembrar esperanza, algo de lo que muchos, especialmente los jóvenes palestinos, carecen: “Estos chavales no tienen esperanza, por eso salen a la calle a pegar navajazos y a morir, porque piensan que son invencibles, porque quieren copiar a sus padres, que han participado en levantamientos anteriores”.
La CPFF, sin embargo, tiene claro que la paz sólo vendrá una vez consigan llenar de esperanza a todas las partes implicadas. De crear una comunicación, un diálogo, una reconciliación que se alargue en el tiempo, de conseguir que las dos partes se conozcan y se entiendan, que el futuro en paz se sostenga sin conflictos fruto de la esperanza, sin muros de cemento ni muros invisibles. De lo contrario, haría mucho tiempo que Robi y Layla habrían dejado de intentarlo.
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