Diario de la cuarentena por coronavirus
50. La otra guerra era más emocionante
48. La fase cero huele a tinte para el pelo
47. 52 días de viaje submarino
45. ¿Cuándo abrirán los 'escape room'?
43. La cárcel más grande de todas las cárceles
Tan solo diez minutos antes, K. nos preguntaba si nos había regañado alguna vez la policía, si nos habían pedido explicaciones sobre qué hacíamos en la calle o querían saber dónde estaba nuestra casa. A mí, nunca, le dije. P. le contestó que a ella tampoco, pero le contamos que al marido de una amiga le habían parado dos veces en el coche, cuando llevaba o devolvía a su hijo de su otra casa, pues tienen una custodia compartida. El policía le advirtió que debería llevar la sentencia o el acuerdo que lo justifique siempre encima. No hubo multa. Y esa es la aventura policial más importante que teníamos para contar. Hasta hoy.
Estábamos en el Parque de Berlín, la zona verde más grande de nuestro barrio. Nos habíamos encontrado allí por casualidad. Digo por casualidad pero la verdad es que nos imaginábamos que coincidiríamos por allí, lo cual no es raro, pues suma al domingo por la mañana, el buen tiempo y los parques recién abiertos a unos niños y niñas con energía reprimida, y puede que no haya un mejor sitio al que acudir. Lo cierto es que me encontré con muchísimas personas conocidas, casi todos padres y madres con los que compartimos colegio. Daba alegría verse, como cuando comienza el curso en septiembre y notas cierto alivio porque regresa el orden del otoño, el cual se echa un poco de menos después del desenfreno del verano.
En lugar de qué tal las vacaciones, nos preguntábamos, alzando la voz para salvar la distancia, qué tal el confinamiento. Nadie decía fatal, qué horror, insoportable. Supongo que un poco de sol y arboleda te hace olvidar lo malo y te quita la ganas de quejarte. O quizá es que lo han pasado bomba. No lo sé y tampoco es el momento de preguntar más allá. Creo que hay cosas que solo se pueden confesar con voz bajita y eso, en estas condiciones, es imposible.
En el parque, los niños jugaban en pandilla, la mayoría con mascarillas, montados en bici, en patinete, patines o en sus veloces zapatillas. Parecía un día normal de un año normal. Los que estaban estresados eran los adultos. Constantemente oías nombres de niños y niñas, siendo exhortados para que se separaran, para que quitaran las manos de tal sitio, para que no se salieran del campo de visión, para que se echaran desinfectante, para que no bebieran de la fuente. Pero daba igual.
Recuerdo haber gritado a Eleonor, que se iba pendiente abajo con su patinete “¡no vayas por ahí!”, y ver cómo se daba la vuelta con arrogancia para gritarme “¡sí, sí que voy!”. Y se fue. Si antes tenía permiso para perderse por el parque, no entiende por qué ahora, que es más mayor, ya no puede hacerlo. No puede hacerlo porque ahora soy su policía de la higiene y tengo que vigilarla para que guarde la distancia, para que no se quite la mascarilla, para que no apoye las manos en las barandillas.
A mí no me hace caso. La única policía que respeta es la de uniforme. Un coche patrulla de la policía local y varias parejas de municipales pasean por el parque toda la mañana. Cuando Eleonor y su grupo de amigos los ven aparecer, rápidamente se alejan los unos de los otros como si actuara un repelente de piojos. Disimulan un buen rato y, cuando ya no ven a los policías, se apiñan de nuevo y los dos metros, que tan escrupulosamente hemos ido manteniendo en toda la cuarentena, se convierten en 20 centímetros.
No saben cuchichear en voz alta y eso es lo que más les gusta hacer. Y las madres y padres les gritamos “¡alejaos!, ¡alejaos!”, pero nada, no imponemos ninguna autoridad. Al final te relajas y dejas de acosarles porque no puedes con la tensión de la vigilancia y te encomiendas a que su cerebro haya procesado, alguna de las 20.000 veces que le dijiste “no te toques la cara”, que no debe tocarse la cara.
En la parte baja del parque hay tres trozos del Muro de Berlín que nos regaló la ciudad alemana en 1990. Los rodea un estanque de poca profundidad que es vaciado de vez en cuando. En este momento está seco y los niños y las niñas traspasan la mínima barrera, como alemanes del Este derribando el muro, y así conquistan el otro lado, hasta entonces prohibido. Meten incluso las bicicletas y los patinetes. No hablará bien de mí, pero en ese momento yo estaba preocupada por los trozos de muro pintados con sus grafitis originales (el exalcalde José María Álvarez del Manzano contó en una ocasión que los servicios de limpieza del Ayuntamiento estuvieron a punto de borrarlos, pero esa es otra historia). “En realidad es un monumento, quizá no deberían estar allí”, le dije a la madre de una de la niñas que, como la mía, habían hecho esta invasión de pista. Pero no se me ocurrió sacarla.
En ese momento un coche policial se dirigió hacia el estanque seco de agua pero inundado de niños, paró al lado y accionó la sirena. La estampida fue impresionante, como si les hubieran pillado de botellón. Y lo mejor (es un decir) eran las caras de pavor y disimulo, en plan “yo no era”, con las que salían de allí despavoridos. Se bajó del coche un policía y empezó a hablarnos a gritos. Nos dijo que tuviéramos “sentido común”, que si acaso ver a todos estos niños juntos nos parecía “normal”, que había mucha gente “peleando contra el maldito bicho” y podíamos cargarnos todo el esfuerzo en una mañana. El policía caminaba mientras nos hablaba a todos y a ninguno. Los que no habían huido, estábamos callados, recibiendo la bronca estoicamente.
Tan solo una persona hablaba, jaleando al policía, diciendo que claro que sí, que tenía mucha razón, que somos unos irresponsables. Parecía que quería tomar el relevo de la regañina pero el policía no le dejó. “¿Por qué el hombre que habla lleva un loro en el hombro y una tortuga gigante en la mano, mamá?”, preguntó Eleonor. “Pero cómo va a tener un…”, le empiezo a contestar, hasta que le localizo. Sí, efectivamente, llevaba un loro en el hombro y una tortuga gigante en la mano y no paraba de llamarnos insensatos.
En una consecución de argumentos quizá demasiada precipitada, pues no llegué a entender cómo lo hilaba, el policía empezó a hablar de las consecuencias económicas del “maldito bicho”, mientras seguía caminando, dando una especie de vuelta al ruedo del estanque. “¡Seguro que muchos de ustedes están de ERTE!”, nos dijo, como si eso nos hiciera más capaces de controlar a nuestros hijos. “¡No les hablo como policía, les hablo como ciudadano!”, nos apeló.
La bronca fue monumental, he de decir, sin temor a exagerar al tirar de un adjetivo tan manido. Le puse a Eleonor desinfectante en las manos, le ajusté la mascarilla y nos fuimos a otra parte del parque más amplia, aunque menos divertida. “Lo que yo no entiendo es por qué hace una semana no podíamos estar así, jugando en el parque, y hoy, sí”, se preguntaba P.
No es que P. quisiera haber hecho esto la semana pasada sino que, como yo, le preocupa si realmente está la pandemia más controlada como para que podamos hacer esto. Me fui para casa pensando que, con los niños, es muy difícil encontrar un término medio, especialmente si se encuentran con sus amigos en el parque. O están encerrados en casa o salen a muerte. Si en cualquier momento podemos volver a “lo de antes”, como decía el policía, quizás usar los parques no es la mejor idea.
La situación actual es la siguiente: 224.390 casos de contagio en España. 1.667.046, en Europa y, el mundo, avanzando hacia los cuatro millones: 3.862.676.
50. La otra guerra era más emocionante
48. La fase cero huele a tinte para el pelo
47. 52 días de viaje submarino
45. ¿Cuándo abrirán los 'escape room'?
43. La cárcel más grande de todas las cárceles