“Llevaba mucho tiempo intentando ser madre, pero no había manera. Quemamos todos los cartuchos de la fecundación artificial y cuando, por fin, conseguí quedarme embarazada, sufrí un ictus hemorrágico durante el parto a consecuencia de una serie de complicaciones que surgieron en la cesárea. Eso fue hace cinco años, los mismos que tienen mis mellizos. Puedo decir que comparto con ellos edad. Llevamos cinco años creciendo juntos”. Celi Martínez (Madrid, 41 años) ha contado tantas veces su historia, que apenas se inmuta cuando sigue reivindicando su rol activo como madre: “La parte izquierda de mi cuerpo todavía está paralizada, y sigo acudiendo a rehabilitación cada día porque es mi trabajo. Sin embargo, desde el primer momento he querido tener un papel protagonista en la crianza de mis hijos. Nunca me conformaría con ser una actriz secundaria en mi maternidad”.
La realidad de Celi es la misma de muchas mujeres que sufren un daño cerebral adquirido (DCA), una patología que afecta a cerca de medio millón de personas en nuestro país, según datos de FEDACE, Federación Española de Daño Cerebral, y que la mayoría de las veces se produce por un accidente cerebrovascular. Esta no es la única causa; traumatismos craneoencefálicos o tumores son responsables cada año en España de las lesiones cerebrales de más de 100.000 personas, tal y como refleja la última Encuesta de Discapacidad, Autonomía Personal y Situaciones de Dependencia publicada por el INE el pasado año.
Sin embargo, detrás de las cifras siempre se esconden historias personales, como la de Celi. “Mi forma de volver a empezar de cero fue ser consciente de que la vida me había dado una segunda oportunidad de vivir, y de vivir con mis hijos, además. Había deseado tanto ser madre que ahora no podía bajar los brazos, por mucho que mi vida se hubiese convertido en una rehabilitación constante”, sostiene. Esa “rehabilitación constante” le llevó a pasar por diferentes recursos sociosanitarios, tanto públicos como privados, entre ellos el Centro de Referencia Estatal de Atención al Daño Cerebral (CEADAC)
Fue precisamente allí donde Celi se encontró con mujeres que, como ella, compartían, por un lado, una lesión cerebral y, por otro, su condición de madres. A fuerza de compartir horas, días y meses de rehabilitación, Celi, Almudena, Sandra y las demás tuvieron tiempo de poner en común sus problemas, las necesidades que compartían alrededor de sus maternidades y los sentimientos que su nueva situación les generaba. “Nos entendíamos sin hablar”, afirma Celi con rotundidad. “Sólo alguien que ha pasado por lo mismo que tú te comprende totalmente”. Fue entonces cuando trazaron su plan: crearían un grupo de apoyo para mujeres que, como ellas, estuviesen enfrentándose al desafío de la crianza con un daño cerebral. Acababa de nacer Braining Mum.
Una madriguera
“Nuestro objetivo es, sobre todo, ayudar a madres que se enfrenten a una situación parecida a la que hemos pasado nosotras, pero también apoyar a mujeres con un daño cerebral a ser madres si así lo desean, contarles cómo va a ser su maternidad con todas las limitaciones de su nueva situación”, nos cuenta Almudena Martín (Madrid, 47 años), una mujer “sana, con hábitos saludables y sin ninguna dificultad en 2017”, como ella misma se define, “aunque muy exigente conmigo misma, sobre todo en temas relacionados con mi trabajo, que era de mucha responsabilidad”.
Una noche de aquel año, tras varias horas delante de la pantalla del ordenador, sintió un terrible dolor de cabeza, así que se tomó un ibuprofeno y se acostó. Durmió toda la noche, pero por la mañana se despertó con mareos y problemas de visión. Había sufrido un ictus hemorrágico. Esa “nueva situación” a la que alude Almudena está íntimamente relacionada con las secuelas que provocan las lesiones cerebrales en los casos más graves, como la afasia, los problemas de movilidad o de memoria y que dificultan la crianza.
Como Celi, después de meses de hospital, Almudena recaló en el CEADAC para llevar a cabo su rehabilitación, y sin pretenderlo se convirtió en una de las ideólogas de Braining Mum. “Somos una madriguera, una manada”, sostiene. Para ella, que ya tenía a su hija cuando le sobrevino el accidente cerebrovascular, hay una maternidad anterior al ictus y otra posterior: “Después de que me ocurriese no podía cuidar de la niña, por más que quisiera; imagínate la frustración de querer cuidar de un ser que depende de ti y sentir que no puedes cuidar ni de ti misma”.
Dos años más tarde, en 2019, Almudena sufrió un segundo ictus, más leve que el primero, pero que le obligó a volver a replantear la relación con su hija: “Con el primer ictus no podía atender a la niña en sus necesidades más básicas, como darle de comer, ayudarle con su aseo o jugar con ella. Ahora, que tiene 11 años, las dificultades son diferentes. Las secuelas me provocan no ser la misma mujer resolutiva que era antes, y eso se traduce, por ejemplo, en que no tengo la misma paciencia que antes. Ahora es una continua ‘lucha psicológica’; eso y ayudarle con los deberes son las mayores barreras”, concluye.
Muy parecido es el testimonio de Sandra Fernández (Madrid, 41 años): “En mi caso, tuve que empezar de cero; volver a aprender las letras, a leer, a caminar, a entender las cosas...”. Sandra trabajaba como profesora de Educación Especial cuando, a los 35 años y embarazada de 26 semanas, sufrió una hemorragia cerebral a causa de una malformación congénita. Los médicos consiguieron estabilizarla a ella y también al feto y, después de un mes en la UCI, la subieron a planta. Allí descubrió que el ictus le había arrebatado la movilidad, el habla y parte de la visión. Noventa días después, nacía su hija. “No fue un camino fácil; en mi caso, poder coger a la niña, darle el biberón o cantarle una canción eran tareas imposibles por culpa de la falta de movilidad y de las alteraciones en el lenguaje”.
Miedo a no estar a la altura
Las experiencias compartidas dieron paso a la sororidad. Atravesar el desierto que supone recuperarse de un daño cerebral adquirido puede convertirse en una auténtica prueba de fuego cuando hay hijas o hijos a cargo. De ahí que la idea que Celi y sus compañeras tuvieron durante su rehabilitación en el CEADAC empezase a sumar enseguida compañeras de viaje.
Una de ellas fue Rosa Rubio (Barcelona, 50 años), que en 2012 sufrió un ictus hemorrágico provocado por una malformación congénita en el cerebelo. “En aquel momento, mis hijas tenían 12 y 9 años, y en cuanto empecé a sentir una pequeña recuperación me acostumbré a esconder mis sentimientos y mis emociones delante de ellas. Me obsesionaba no ser la madre perfecta y que llegara un día en que ellas pudieran rechazarme”, afirma. “Los primeros meses todo me agotaba. Estaba enfadada, rota, me obsesionaba no ser la madre ‘perfecta’”, continúa.
Este sentimiento de frustración es una constante en muchas de las madres que han sufrido algún tipo de lesión cerebral. Un miedo atroz a no estar a la altura. “Las mujeres normalizamos eso de echarnos encima todas las cargas imaginables; las sociedad nos dicta muchas veces cómo tenemos que sentirnos, cómo tenemos que vivir y, por supuesto, qué clase de madres tenemos que ser”, señala María Gironza (Madrid, 43 años), la única mujer de las que componen Braining Mum que no padece un daño cerebral. Gironza es una arquitecta especializada en accesibilidad universal que lleva años trabajando en el ámbito de la discapacidad. “Nos venden un modelo de maternidad único e ideal. Tenemos que poder con todo, ser perfectas”.
Casi desde los orígenes de Braining Mum, Gironza colabora con el grupo prestando apoyo logístico y abriendo el punto de mira no sólo a las necesidades que tienen como madres, sino a los autocuidados individuales; a salvaguardar su identidad como mujeres. “Si una mujer no se siente plena consigo misma –sentencia– difícilmente va a poder estar en condiciones de criar”. Eso mismo lo ratifica Rosa Rubio: “Ser madre es difícil con y sin daño cerebral, pero cuando hay un daño cerebral es infinitamente más complicado. Quizá el secreto para volver a criar en buenas condiciones pasa por aceptar lo que te ha ocurrido y, desde ahí, pasito a pasito, ir conectando contigo misma”.
Los hijos normalizan
Olga López (Alicante, 44 años) es una de las recién llegadas; apenas lleva un par de meses en la “madriguera”. “Lo que más destaco, sin duda, es que desde que estoy en contacto con el grupo me siento menos sola. Cada una vivimos en una provincia diferente, pero la conexión es constante, ya sea a través de WhatsApp, videoconferencia o por teléfono”, sostiene.
La historia de Olga es un relato de tesón y paciencia: “Mi deseo era ser madre. No tenía pareja y mi trabajo me proporcionaba estabilidad económica, así que decidí emprender mi maternidad en solitario. Empecé en 2015 y, después de seis inseminaciones fallidas, un año más tarde comencé con el tratamiento in vitro. En septiembre de 2016 me comunicaron por fin que estaba embarazada, pero el 7 de diciembre sufrí un ictus hemorrágico provocado por un aneurisma. Desde ese día y hasta el mes de abril, en el que nació Marta, mi hija, todo fue un huracán de hospitales, traqueotomías, complicaciones, rehabilitación... Pero ahora la niña tiene cinco años y, después de todo este tiempo, ya podemos mantener conversaciones ella y yo sobre lo que me ocurre. Yo intento adaptar mis respuestas a sus preguntas, pero siempre, siempre, le cuento la verdad”.
En este punto, es inevitable cuestionarse cómo se establecen los vínculos entre las madres con DCA y sus hijos e hijas. ¿Se llega en algún momento a normalizar la crianza? “Cuando Marta era un bebé”, prosigue Olga, “necesitaba permanentemente la ayuda de terceras personas porque, sinceramente, no era capaz de cuidarla. Si la quería coger, por ejemplo, le tenía que pedir a alguien que la pusiera en mis brazos. Tenía que vivir mi maternidad siempre acompañada de otra persona. Ahora que la niña tiene cinco años la ayuda ha ido disminuyendo, pero sigo necesitando apoyo, incluso a veces de la propia Marta”.
Alba de Lara (Madrid, 34 años) lo tiene claro: “Nuestros hijos e hijas normalizan lo que nos sucede. Somos nosotras, las adultas, quienes le sumamos importancia”, una idea que Olga remata: “Recuerdo que, cuando Marta aprendió a ponerse de pie, inventamos una manera de poder abrazarnos las dos. Yo le pedía que se subiese encima de la cama con la excusa de que estuviésemos las dos a la misma altura, pero la realidad era que yo me sentía más segura apoyando las pantorrillas en el lateral del colchón para no perder el equilibrio mientras la cogía. A medida que ella ha ido creciendo y siendo consciente de mi realidad, yo he podido ir explicándole cosas y eso ha hecho que estemos cada día más unidas”.