Las niñas que fuimos, las madres que somos: la manera en que nos educaron influye en cómo lo hacemos con nuestros hijos
Ana Galindo tenía 39 años cuando una amiga la acompañó a una clínica para congelarse los óvulos. Llegó allí por la cuenta atrás que mentalmente hacía entre el sumar dígitos en los cumpleaños y la fertilidad. Ella quería ser madre y, años después, bloqueó la intención de hacerlo en pareja. Galindo es madre soltera, tiene 43 años y su hija Paula casi dos. Uno de los tsunamis maternales para los que no tenía chubasquero es que, en el día a día, su propia infancia le sobreviene. “Tengo cocina americana. La niña juega y yo preparo la cena mientras le hablo. Y ese recuerdo de mi infancia se repite, es como un reflejo. Mi madre cosiendo o cocinando y yo mirándola y jugando”, dice.
Algo parecido le pasó este verano en la playa, montaba castillos con Paula cuando empezó a recordar cómo le gustaba cuando su madre la arrastraba por el agua y la abrazaba flotando. Juegos que hace con Paula.
Tener hijos nos pone delante, aunque no lo hayamos pedido, de nuestra propia infancia. Y a veces duele. En el libro Los niños que fuimos los padres que somos (Planeta, 2022), Beatriz Cazurro escribe que la manera en que aprendemos a gestionar nuestras emociones depende directamente de la manera en que nuestra figura principal de cuidado (nuestra madre, generalmente en esta sociedad) reguló las suyas y las nuestras durante los primeros años de vida. “Tenemos evidencias sobre cómo nuestro sistema nervioso estructura su funcionamiento basándose en los cuidados que recibimos y cómo esta forma de organizarse va a tener una relación directa con nuestra manera de entender el mundo y de relacionarnos”, afirma.
La psicóloga asegura que “llevamos nuestra infancia con nosotros siempre”. “En nuestras creencias, nuestras reacciones, nuestras emociones y en nuestras relaciones”. Revisitarla en la maternidad muchas veces se presenta de forma inconsciente, y Cazurro considera que “no siempre se trata de ir hacia atrás sino de, en el presente, ver cuál es la parte que nos habla de nuestro pasado”.
La psicóloga perinatal Paola Roig-Gironella añade que durante el posparto ocurre lo que se denomina “transparencia psíquica”: los recuerdos de infancia vuelven a la superficie “para que podamos recuperarnos y construirnos como madres y padres”.
El hecho de ser adultos nos convierte inevitablemente en modelos para nuestros hijos, mientras que nuestros modelos fueron nuestros padres. A Ana Galindo la educaron en el amor por el deporte y recuerda cómo su padre iba a todos los partidos de baloncesto. Ella con su hija pretende hacer lo mismo: “Quiero que vea lo que veía yo desde la cancha, que mi padre estaba siempre ahí para apoyarme”.
“Somos el espejo en el que los niños se van a mirar, el ejemplo que van a interiorizar, una muestra de cómo pueden y deben moverse en el mundo en el que están”, afirma Cazurro, que defiende que gran parte de los comportamientos que necesitamos corregir como padres (los gritos, la falta de paciencia, la híper exigencia e incluso la violencia física), no son más que el reflejo de la conexión con el pasado que vivimos como hijos de nuestros padres.
Educar diferente
Aunque Ana Galindo reconoce estar profundamente influida por cómo lo hicieron sus padres, ella se ha independizado de ciertos aspectos que no comparte. “Mi madre le dice a Paula mentiras piadosas. Yo no estoy de acuerdo y se lo hago saber. Son mentiras para calmarla, del estilo: luego volveremos o seguimos después jugando en un rato”. La madre prefiere exponerle la verdad a la hija, antes que acostumbrarla al engaño y mermar su futura confianza. Beatriz Cazurro asegura que encontrar la forma propia en la que queremos criar parte de escoger (o no) respecto a cómo hacían nuestros padres y esto, recapacitar y dar con aquello que hicieron mal, suele suponer un duelo y un reaprendizaje. “Tenemos que pasar por varios duelos: por las madres que creíamos que seríamos y las que realmente somos. Y por el de la infancia que creíamos que tuvimos y la que realmente tuvimos”.
Luis Amavisca es padre de un niño y cuenta que él fue educado de una forma poco dialogante. Escuchó mil veces “cuando seas padre comerás huevos” y en su casa lo que decía su padre era ley. Ostentaba tanto autoritarismo que llegaba a imponer qué debían estudiar sus hijos. Pero, como somos también hijos de las propias contradicciones de nuestros padres, la madre de Amavisca le habló desde bien pequeño de la igualdad, de la diversidad y de alzar la voz frente a la injusticia. “Yo me hice un ser librepensador y les estoy agradecido a mis padres porque, gracias a la educación que me dieron, me pude oponer a la que me estaban dando”, añade. Luis no estudió Derecho como le impuso su padre, se decantó por Historia del Arte y Musicología.
Amavisca trabaja en la editorial infantil NubeOcho y en los libros que escribe y edita se reconocen los principios del feminismo y del amor por la diversidad que su madre tanto le inculcó. Un catálogo lleno de historias y valores hacen de espejo a los valores y principios de su propia madre. Su marido y él educan a su hijo en “la empatía, la diversidad y el respeto al prójimo”, y reconoce que, a diferencia de su padre, cuando se equivocan le piden perdón. “El sistema autoritario de mi padre no lo practicamos. Hablamos mucho, yo procuro ponerme a la altura de los ojos de mi hijo y los tres tomamos decisiones conjuntas”. Dice que para dar el paso de “no ser escuchado como hijo a escuchar como padre” ha tenido que llover mucho: “Muchas muchas veces pienso: qué diferente la forma de hacer de mi padre y la mía”.
La psicóloga Marta Segrelles dice que para independizarse de ciertos comportamientos maternales o paternales hay que atravesar la propia experiencia primero. Romper con ciertos modelos parentales pasa por aceptar el daño que hubo, “la mayoría de veces por desconocimiento y repetición de patrones de una generación a otra”, asegura Segrelles, que observa que aprendimos sobre las rupturas pero no sobre la reparación. “Es probable que no tengamos ningún recuerdo de una disculpa por parte de los adultos ya que los mayores siempre tenían la razón”.
El piloto automático
El profesor José Martín Aguado tiene cuatro hijos y es el pequeño de nueve hermanos. “Me gustó vivir en familia numerosa y hemos tendido a ello”. Su padre le dedicaba horas y horas para explicarle matemáticas, y esos ratos, ese cuidado no delegado en la figura materna, como era costumbre y práctica cuando era pequeño, está ampliamente relacionado con la manera de coeducar a sus hijos. Martín Aguado no recuerda a sus padres pidiéndole perdón como él sí hace con sus hijos, pero reconoce sus propios fallos mirándolos a ellos: “Hay veces que caigo en el 'esto se hace así porque lo digo yo', y mi padre hacía lo contrario: me hacía reflexionar más que imponer. Intentaba extraer de mí los razonamientos, y conseguía que actuara por creencia y no por imposición”.
Paola Roig-Gironella asegura que la “generación de madres de ahora intentamos tener más en cuenta a las criaturas, sus necesidades y emociones”. Eso hace que vayan quedando atrás prácticas como dejar llorar a los bebés en la cuna, considerar que los niños son chantajistas o el decirles “deja de llorar” tratando de cortar emociones en ellos que nos suponen sensaciones negativas a nosotros. Pero Roig-Gironella señala que cuando ponemos el piloto automático suelen salir las prácticas que hacían nuestras madres y padres y “resulta casi imposible que nunca salgan porque está muy metido en nosotras”.
Pone un ejemplo: “Niño o niña en una rabieta, y puede que llevemos rato y rato acompañando y poniéndole palabras a lo que le pasa... pero nada funciona porque él necesita acabar la rabieta, y es aquí, cansadas y nerviosas cuando salen los patrones aprendidos, el 'no llores más' o el darle una galleta para distraerle o el chantajearle para que pare”. Lo que vimos, lo hacemos.
“La mayoría de nosotros arrastramos una serie de dificultades a la hora de gestionar nuestras emociones, de relacionarnos, de cubrir nuestras necesidades, de interpretar la realidad o de comprender el comportamiento que tienen su raíz en nuestra infancia”, escribe la psicóloga Beatriz Cazurro, que considera que, como madres y padres, necesitamos reconocer y comprender el origen de las dificultades para encontrar la forma de lidiar con ellas y acercarnos a nuestros hijos como necesitan. Bucear en nuestra infancia no supone una traición a nuestros padres: “Podemos, al mismo tiempo, agradecer lo que tuvimos y reconocer lo que no han podido o sabido darnos. Cuanto más conscientes de lo que nos pasó seamos, y más herramientas tengamos para regularnos, más fácil será relacionarnos con nuestros hijos y estar más a gusto con nosotros mismos”, afirma.
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