Desde que Bill Clinton lo utilizara en su campaña contra George Bush padre en las elecciones presidenciales de 1992, el slogan “es la economía estúpido” y sus variantes, han hecho fortuna como expresión para resaltar lo que, pese a ser evidente, no es percibido como tal por algunos de los afectados. Por eso, viendo las declaraciones y las decisiones que los líderes mundiales están barajando en el marco de la COP26, dan ganas de gritarles: “es el consumismo, estúpidos”. Y no con ánimo de insultar, sino simplemente de advertir algo que resulta obvio, pero que ni ellos ni, en general, la mayor parte de la ciudadanía reconocemos. Tenemos un elefante llamado consumo desmesurado dentro de la habitación, pero no queremos verlo.
Una de las principales claves explicativas de la actual crisis climática que padecemos es que hemos convertido en normal un modelo económico en el que los países ricos consumimos muy por encima de nuestras necesidades, utilizando para ello unos sistemas de producción que generan emisiones y residuos muy por encima de las posibilidades de la naturaleza para asimilarlos. Consumir es necesario para sobrevivir y para alcanzar un grado suficiente de bienestar, pero caer en un consumismo irracional que convierte al propio consumo en objetivo vital prioritario, no solo no mejora nuestro bienestar, sino que nos perjudica al tiempo que deteriora el planeta y a las sociedades que lo habitan.
Aunque se empieza a hablar de una economía circular que debe potenciar entre otras cosas la reutilización y el reciclaje, de momento seguimos instalados en una economía lineal en la que producimos, consumimos y desechamos en grandes cantidades a un ritmo cada vez más rápido. Instalados en una cultura de la abundancia, a poco que podamos sustituimos los objetos antes de que acabe su vida útil, en un ejercicio inconsciente de despilfarro. Lo hacemos con la comida y con la ropa, con los móviles, los ordenadores y los televisores. Las empresas nos incitan a ello ofreciéndonos constantemente productos con pequeñas mejoras tecnológicas que a veces son más aparentes que reales, pero caemos en la trampa. Y no es raro que quienes pueden abusen también del consumo energético usando de forma excesiva la calefacción o el aire acondicionado incluso a costa de alcanzar temperaturas muy poco naturales. Lo peor es que no parece que estos comportamientos nos hagan más felices, porque también el consumo de ansiolíticos y antidepresivos está disparado.
Incluso la información que manejamos se ve afectada en parte por vicios consumistas. En este momento producimos y consumimos ingentes cantidades de mensajes y datos relacionados con la cumbre climática de Glasgow y con la necesidad de reducir emisiones para que la temperatura del planeta se mantenga dentro de unos límites razonables. Pero en unos pocos días habremos desechado la mayor parte de esa información y entraremos en la vorágine del marketing relacionado con el Black Friday, una de las bacanales consumistas a las que nos vemos empujados anualmente. ¿Alguien cree de verdad que este tipo de eventos son compatibles con una planificación seria de la reducción de emisiones?
Tiene mucha razón el secretario general de la ONU Antonio Guterres cuando dice que nuestra adicción a los combustibles fósiles nos está llevando al abismo, pero sería importante dar un paso más y reconocer que el modelo imperante de consumo es una de las principales causas que retroalimenta esa adicción. Esta muy bien que los líderes mundiales acuerden, como han hecho, acabar con la deforestación y reducir las emisiones de metano. Pero sabemos que ambos fenómenos están indisolublemente asociados a escala global al mantenimiento de una ganadería intensiva que seguirá estando ahí mientras no reduzcamos el voraz consumo actual de carne, totalmente ajeno a nuestras necesidades fisiológicas. Es obvio que los intereses para ocultarnos ese tipo de links son muchos y poderosos, pero si no los desvelamos no atacaremos la raíz del problema, y las declaraciones bienintencionadas quedarán seguramente solo en eso.
Y si hablamos de consumo tenemos que considerar, por supuesto, la desigualdad. Según datos del Banco Mundial, en 2020 cada habitante de los Estados Unidos de América consumió de media en una sola semana lo que un habitante de la India consume en 11 meses, o lo que un habitante de Mozambique consume en dos años. Esos datos se corresponden, por supuesto, con grandes diferencias en la huella de carbono asociada a cada nivel de consumo. La desigualdad se traslada también al interior de cada país con consumos muy distintos según los diferentes niveles de riqueza. Está comprobado además que conforme se incrementa el nivel de ingresos, crece también la propensión a consumir productos con mayor contenido y necesidades energéticas. Dicho de otra forma, la responsabilidad de ricos y pobres a la hora de generar emisiones ligadas al consumo es muy distinta, y distintos deberían ser los esfuerzos exigidos a unos y otros a la hora de reducir sus respectivas huellas.
Si queremos aminorar el incremento de las temperaturas debido a las emisiones de gases de efecto invernadero, debemos actuar en muchos frentes. Los acuerdos de la COP26 pueden ayudar en algo, pero será necesario mucho más. Pensar que las energías limpias y el cambio tecnológico unido a las ayudas de los donantes nos van a sacar del atolladero dejando intacto todo lo demás, es una quimera. La transición ecológica requiere cambios profundos en las formas de producir, pero también de consumir y de distribuir la riqueza. Renunciar en lo individual al consumismo irracional y actuar en lo colectivo para promocionar un consumo menor, más consciente y responsable y mejor repartido, puede ayudar y mucho. La buena noticia es, además, que si lo hiciéramos bien, no solo estaríamos ayudando a frenar el cambio climático, sino que estaríamos mejorando también nuestra calidad real de vida.