Durante las primarias republicanas para las presidenciales de 2016, los canales de noticias en Estados Unidos emitían de manera habitual casi íntegros los mítines de Donald Trump. A menudo, cortaban los de sus contrincantes –más de media docena, entre ellos los supuestos favoritos– para conectar con el show de Trump. No era el que tenía más posibilidades de ganar ni el que aportaba más al debate, pero sí el que daba el espectáculo. Un espectáculo muy crudo en el que el candidato describía a los inmigrantes mexicanos como violadores, a los prisioneros de guerra como perdedores y a las mujeres que le caían mal como asquerosas.
Durante mucho tiempo, no nos lo tomamos en serio. Después, la estupefacción se convirtió en esperanza de que en algún momento, como candidato o como presidente, el protagonista dejaría de comportarse como un tirano faltón. Por supuesto, sólo fue a peor.
La tentación de la audiencia arrastraba muchas veces la cobertura. Yo entonces trabajaba en un medio estadounidense y también veía cómo subía el interés cuando ponía “Trump” en un titular.
Con altibajos y un difícil equilibrismo, los periodistas en Estados Unidos fueron aprendiendo poco a poco a titular con la verdad por delante y a no dejar que la eclipsaran los insultos y las mentiras del presidente. Pero Trump ha monopolizado el espacio público durante cinco años y en ese tiempo las redes y los medios han debatido hasta el infinito sobre cómo informar bien y sobre el impacto de darle un altavoz a él y a sus seguidores sin ningún filtro.
El test de las elecciones estaba previsto. Trump lleva desde 2016 diciendo sin fundamento que hay fraude electoral y ahora dejó claro que ésa iba a ser su línea de ataque si perdía. Había preparado machaconamente el terreno durante mucho tiempo centrándose en el voto por correo, como muestra la investigación de Yochai Benklen, de la Universidad de Harvard. En estas circunstancias, las plataformas y los medios tuvieron tiempo para decidir qué hacer.
¿Y qué han hecho? Algo más sencillo de lo que parecía. Twitter y Facebook han puesto mensajes de advertencia a los mensajes con falsedades de Trump y, aunque no los han eliminado, eso ha limitado su difusión. Eso no va resolver el problema de que un segmento de la población viva en un universo paralelo de conspiraciones sin sentido, y de hecho, según un estudio, puede agudizar más la cerrazón de ese segmento. A menudo, el resultado también es la migración a otras plataformas más minoritarias. Es pronto para saber el alcance de esas plataformas, pero los medios más vistos y más leídos no han caído en la trampa.
Los medios no han dejado que Trump y sus pseudo-abogados cacareen mentiras sin filtro. Algunas televisiones, incluida la hasta ahora fiel Fox News, han llegado a cortar ruedas de prensa de portavoces y en unos pocos casos al propio presidente cuando las mentiras podían incitar a la violencia. En todo caso, han subrayado las falsedades antes y después de cada comparecencia.
La cobertura de los litigios sobre las elecciones ha tenido una línea divisoria fácil de seguir. Los medios han cubierto las querellas que presentaba la campaña de Trump -la mayoría, rechazadas por los jueces por infundadas-, pero que eran lo único de donde se podía sacar información más allá de las paranoias. El contenido de las querellas no coincidía con lo que decían Trump o sus portavoces. Entre otras cosas porque los abogados podrían ser sancionados por mentir ante un tribunal.
Como muestra, por ejemplo, un intercambio entre un juez en Pensilvania y la campaña de Trump, que quería que se dejaran de contar votos porque decía que no había observadores republicanos. “¿Están sus observadores en la habitación?”, pregunta el juez. “Hay un número de gente en la habitación que no es cero”, contesta el abogado de Trump. “Le pregunto como miembro del colegio de abogados de este tribunal, ¿hay gente de la campaña de Trump representando a los denunciantes en esa habitación?”, insiste el juez. “Sí”, admite el abogado. “Perdone, ¿entonces cuál es su problema?”
Era tentador poner en bucle las declaraciones de Rudy Giuliani hablando de películas de mafiosos y de conspiraciones inventadas mientras las gotas de tinte le corren por la cara. Pero, como decía un presentador de la radio pública de Nueva York, en lugar de poner los cortes “para que se rían” los oyentes, muchos medios optaron por explicar y parafrasear en lugar de emitir sin más las surrealistas comparecencias.
Es difícil pensar que Trump y su familia vayan a dejar de hacer ruido, y todavía falta tiempo y reflexión para calibrar la dimensión de las heridas que han dejado sus acciones en la confianza en todas las instituciones y en la esencia de la democracia. Pero estas semanas de noviembre han demostrado que, efectivamente, no amplificar las mentiras y las invitaciones a la violencia importa. En el caso de Trump, ha ocurrido lo que parecía imposible: al tiempo que se desvanece su poder, parece que se está rompiendo el hechizo.
Lo que ha pasado en Estados Unidos también demuestra que cualquier batalla para luchar contra la desinformación tienen que librarla los medios con criterios periodísticos y las plataformas con reglas transparentes para la gestión de su espacio público. No los gobiernos, y menos con políticos o especialistas en propaganda de por medio. Entre otras cosas, porque a veces es el gobierno el principal emisor de falsedades y cantos a la violencia, como ha sucedido con Trump y en otros lugares, como revela este estudio del Reuters Institute. Mejor no fiarse del hechicero para romper el hechizo.