Mientras los miembros del Parlamento debaten el Proyecto que reforma los delitos sexuales, parece abierta la veda para tumbar esta iniciativa, que es tan representativa de la orientación política del Ministerio de Igualdad. En efecto, dentro del ambiente penalista – la rimbombante academia- es fácil observar cómo conspicuos compañeros (utilizo el masculino adrede, no es inclusivo) se dedican a pegarle buenos mamporros a esta reforma, algo sin duda legítimo si no fuera porque se atisba en muchas de esas críticas un tufo machista considerable; así, puede verse a sedicentes progresistas que con una mano conceden carnets de progresismo mientras con la otra advierten a esos advenedizos de la izquierda radical que no son ellos quiénes para modificar las leyes, dada su ignorancia supina en esta materia. Machismo y clasismo: la asamblea legislativa está compuesta por quienes han elegido los ciudadanos, les guste o no a los miembros de la clase intelectual. Quizá deberían aplicarse a analizar más a fondo la cuestión.
La reforma acaba con una larga tradición penal que ha distinguido siempre entre agresión y abuso sexuales atendiendo a la concurrencia de violencia o intimidación en la primera o a la mera ausencia del consentimiento en el segundo, ya sea porque existió prevalimiento del autor o porque se sometió a la víctima a un estado inconsciente mediante la ingestión de drogas, etc. Se trata, sin duda, de una distinción muy asentada en nuestro sistema punitivo que siempre ha planteado problemas, como por ejemplo la difícil distinción en ocasiones entre prevalerse de una situación de superioridad (el jefe, el cura, el profesor) e intimidar (cuando la víctima accede a la relación sexual por temor). El punto de choque brutal de esta cuestión se alcanzó con aquella repudiable sentencia de Pamplona en el caso de “la manada”, que condenó por abuso aunque reconocía que la víctima actuó con miedo; como es sabido, fue oportunamente corregida por el Tribunal Supremo, que condenó por violación.
A favor de englobar todos los delitos sexuales bajo el rótulo de la agresión sexual se encuentran no solo esos indocumentados a los que parecen referirse algunos académicos sino instituciones tan serias y solventes como la Asociación de Mujeres Juristas THEMIS, que lleva decenas de años luchando contra la violencia de género, también la sexual, conformando un auténtico ejército jurídico de gran prestigio. Tampoco se distingue en Italia, que habla en general de “atentados contra la libertad sexual”, ni en Francia, cuyo Código coloca bajo el rótulo de “agresiones sexuales” no solo las violentas sino también las realizadas bajo coacción psíquica o por sorpresa.
Aparte del sacrilegio de arrumbar esa distinción, se critica duramente la definición del consentimiento (el “solo sí es sí”), que ha provocado hasta la mofa de algunos expertos (“¿es que vamos a tener que llamar a un notario antes de ‘hacerlo’?”- se ha llegado a decir). En el fondo, lo que requiere el Proyecto para valorar si se ha prestado un consentimiento libre es lo mismo que exigen nuestros Tribunales en la mayoría de los casos, pero dado que a veces revierten la carga de la prueba (de “honestidad” ¡!) hacia la mujer, no está de más que se les recuerde. En Francia, por ejemplo, el Código Penal advierte expresamente de que la relación matrimonial no impide considerar que existió agresión sexual: ¿era necesario decirlo en la ley? ... claro que no, pero se hizo por si a algún juez retrógrado se le ocurría decir que “eso son cosas de alcoba, que se resuelven en casa”. Es una manifestación más del “imperio de la ley”.
Tengo la impresión de que exigir la violencia para dibujar en su entorno una figura penal específica como la agresión sexual desconoce que para muchas mujeres -así lo expresan, cuando les preguntan- la “violencia” existe desde el momento en que se invade su intimidad sexual sin su consentimiento; seguramente se trata de una “violencia” más espiritual que física en muchos casos, pero que puede reconducirse al fin y al cabo a algunas de las acepciones que tiene esa palabra en el Diccionario de la RAE: la de actuar “contra el natural modo de proceder” o la de “violentarse”. Por otra parte, el Convenio de Estambul -que rige en nuestro país desde agosto de 2014- define como violentos los actos que puedan suponer para la mujer “daños o sufrimientos de naturaleza física, sexual o psicológica”.
Desde el punto de vista criminológico, cada vez preocupan más los casos en que se viola a una mujer (o a un hombre) previa sumisión química de la víctima, ya sea suministrando alcohol -que es lo más utilizado- u otras drogas. ¿Hay violencia en ese caso? Según nuestro Tribunal Supremo, mantener relaciones sexuales previa administración de sustancias que no permiten ser consciente de lo que se hace después constituye un delito de abuso, no de agresión. Sin embargo, paradójicamente, si esa sumisión química se realiza para robar -hace poco hemos tenido un buen ejemplo de ello- entonces los tribunales sí entienden que el robo se realizó “con violencia”. En efecto, una Sentencia del Tribunal Supremo de 11 de diciembre de 2019 consideró que la previa ingesta de drogas puede considerarse “violencia” para el robo porque supone un “forzamiento de la voluntad de un tercero a partir de la afectación física de su sustrato corporal; por tanto predicable a los supuestos donde a través de una sustancia tóxica (sumisión química), se elimina o reduce la consciencia del sujeto siendo privado de su capacidad de reacción”. Pero lo que vale para el robo debería valer igual para la violación.
Ante una incongruencia semejante, ¿qué debe hacer el legislador?¿cruzarse de brazos? Haría muy mal si no sirviera de cauce a la demanda social de reforma de los delitos sexuales -un auténtico clamor en el ámbito feminista- y esperase a que un Tribunal Supremo completamente anquilosado tuviera la valentía de dar un giro progresista a la letra de la ley; mejor cambiarla, pese a quien pese.