Alfredo Pérez Rubalcaba me demostró que existían responsables políticos con verdadera vocación de servicio público, coherencia y capacidad para ejercer la buena política en nuestro país. Esto es lo primero que me viene a la mente cuando tengo que ordenar los pensamientos y volcarlos en este texto que redacto con auténtico dolor. Hemos vivido muchos y malos momentos en la peor historia de España, la del odio, las bombas y la muerte. Cada uno en su papel, él de responsable político, yo de juez instructor en el número 5 de la Audiencia Nacional y, después, en otras tesituras. No pude encontrar un compañero de viaje mejor, con más criterio e inteligencia y capacidad para comprender el delicado, complejo y urgente trabajo que desarrollábamos magistrados, fiscales y funcionarios judiciales mano a mano con las Fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado con la amenaza del terrorismo siempre pendiendo sobre la sociedad.
Siendo amigos, él como ministro del Interior y yo como magistrado, con la simpatía labrada palmo a palmo y milímetro a milímetro, con respeto, sin interferencias entre poderes; con la fuerza de superar día a día situaciones sumamente difíciles, supimos trabajar en pro de la justicia y la paz, una paz libre de la insensata violencia y con una apertura de miras para conseguirla, inclusiva, respetuosa con los derechos humanos, más allá de cualquier otro planteamiento, anterior o posterior, sostenido por otros líderes políticos.
Creo que, sin Alfredo, la historia del final de ETA hubiera sido diferente y probablemente mucho más cruenta. A su fina intuición política, se unía una capacidad para ver más allá de los árboles, para entender un bosque intrincado y peligroso en el que era fácil perderse. No se atenía al camino fácil ni se quedaba en la superficie de las cosas. De su prudencia y saber hacer dice mucho la forma de comprender temas complicados o su papel de mediador con el Partido Popular en el año 2000 para acordar el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo que intentaba conciliar posturas. Hablo de un tema tan primordial como intentar la unanimidad de criterio sobre cómo abordar la acción terrorista en la que, pese a las disensiones entre las dos principales formaciones, se pretendía eliminar este tema de las polémicas partidistas e incluir el yihadismo como una amenaza real, ya en el año 2004.
Si había alguien capaz de poner las bases para tal intento de acuerdo, desde la política, era Alfredo. Le recuerdo en momentos clave como en el proceso de paz frustrado con ETA; en el atentado de la T4; cuando se tomaron decisiones importantes contra el complejo terrorista liderado por ETA; con el sumo respeto en la investigación de Gürtel... Jamás interfirió y, sin embargo, siempre estuvo atento a las necesidades para que el Estado de Derecho funcionara; en la implementación, sin dudarlo, del protocolo que diseñé desde la Audiencia Nacional para prevenir malos tratos y tortura en detenciones por casos de terrorismo; en los largos debates sobre el terrorismo yihadista, de cuyo conocimiento puedo dar fe y en los que también
participaba la hoy ministra de justicia, Dolores Delgado, gran experta en esta materia; en las decisiones que tuvo que tomar sobre la unificación de las direcciones de la guardia civil y la policía; en su compromiso firme contra la corrupción; entre otras muchas vivencias.
Nos ha dejado un estadista, un socialista empeñado en conseguir lo mejor para España y para los españoles, un patriota preocupado por el bienestar de sus conciudadanos, por la educación, tema que le obsesionaba, por la seguridad y por la imagen de su país fuera de nuestras fronteras. No hubo trabajo ingrato que no abordara, ni se acobardó ante el peligro.
Le recuerdo como un hombre cercano, familiar, divertido, amigo de sus amigos, duro como el diamante, cuando la situación lo requería, y cercano, muy próximo ante el sufrimiento y el dolor de las víctimas. A Alfredo Pérez Rubalcaba le he conocido en las situaciones más críticas y nos ha unido la impotencia en momentos extremos y el sentido del humor cuando hemos podido compartir una música, una copa, un relato.
Adiós, Alfredo, amigo mío.