Los agricultores europeos se sienten maltratados y quieren que lo sepamos. Algunas de las acciones concretas que están llevando a cabo para ello pueden ser, desde luego, muy discutibles, pero, en lo básico, lo que buscan es hacerse oír por unas sociedades mayoritariamente urbanas para las que son invisibles, y hacernos ver las dificultades por las que atraviesan y las consecuencias que eso puede tener para todos.
Las razones que los agricultores tienen para quejarse son muchas y tienen causas complejas. Sin embargo, la idea que más se está trasmitiendo sobre las protestas de los últimos días es que lo que les tiene asfixiados es la regulación ambiental comunitaria. En su versión más pedestre, casi zafia, este razonamiento viene a sugerir que los “burócratas de Bruselas” se están sacando de la manga unas normas ambientales caprichosas que no valen para nada y que sólo consiguen restar competitividad al sector. Por supuesto, algunos grupos políticos populistas, tratando de pescar en río revuelto, amplifican estos razonamientos simplistas y aprovechan para llevarlos a extremos rayanos en el negacionismo climático y ambiental. Pero, ¿se puede afirmar que son las regulaciones ambientales europeas el principal problema de los agricultores?
La agricultura es una actividad que se desarrolla directamente sobre los agroecosistemas y por ello conlleva unos riesgos ambientales elevados. De las buenas prácticas agrícolas y ganaderas depende el mantenimiento de la biodiversidad, la conservación de la fertilidad de los suelos, el nivel de los acuíferos subterráneos, la buena salud de muchos ríos, los niveles de contaminación por nitratos o por purines y la mayor o menor emisión de gases de efecto invernadero, especialmente de metano. Y los encargados de llevar a cabo esas buenas prácticas son los agricultores, a los que se les suponen los conocimientos y la experiencia necesarios para realizar unos manejos que, si son adecuados, garantizan la conservación de los ecosistemas y pueden contribuir de una manera sustancial a la transición ecológica y a la lucha contra el cambio climático.
El dilema está en qué papel queremos que cumplan los agricultores en la sociedad europea actual. ¿Queremos un agricultor que produzca con una mayor conciencia, preocupado por la calidad nutricional de los alimentos y que al mismo tiempo ejerza funciones de “cuidador del medio”, minimizando las prácticas de riesgo que pueden deteriorar los agroecosistemas, o queremos simplemente un modelo de agricultor-productor que proporcione alimentos abundantes y baratos, cumpliendo sólo los criterios mínimos de sanidad alimentaria aunque a veces sean insípidos y aunque sea a costa de contaminar el medio o de agotar los acuíferos?
Las prácticas específicas de los agricultores no dependen sólo de sus decisiones individuales, sino que están totalmente mediatizadas por el contexto socioeconómico en el que operan. Hace mucho tiempo que los agricultores europeos dejaron de ser campesinos en el sentido tradicional del término para pasar a ser empresarios agrícolas con niveles de propiedad y de capitalización muy variados, pero dependientes del mercado. Primero, tienen que adquirir en unos mercados globalizados la maquinaria, las semillas o los fertilizantes que necesitan para su actividad y, después, venden sus cosechas a comercializadoras y distribuidoras que, a su vez, colocan esos productos en mercados también globales. Y una parte no despreciable del problema de esos empresarios agricultores es que, en sus transacciones, se encuentran en una posición de clara desventaja negociadora. De un lado, unas pocas multinacionales controlan la producción de semillas, fertilizantes y agroquímicos, y unas pocas más las de maquinaria agrícola, manteniendo una posición que en algunos casos se acerca al oligopolio y que les da un enorme poder para imponer sus precios. De otro, las comercializadoras y la gran distribución están también en manos de grandes empresas que compiten entre ellas a base de reducir los precios en los lineales de los supermercados, a costa muchas veces de pagar poco y a destiempo a los productores. Entre medio, los pequeños y medianos agricultores operan con grandes dificultades y dependen de líneas de crédito y de subvenciones para poder mantener su actividad.
En este contexto mercantil complicado, los agricultores reciben mensajes contradictorios sobre las funciones que la sociedad espera de ellos, y probablemente muchos no tienen claro qué carta deben jugar. La Unión Europea lleva un tiempo apostando, si bien de forma no muy decidida, por el agricultor “cuidador del medio”, y remunerando a través de las subvenciones de la PAC las funciones de protección frente a las funciones meramente productoras. La idea en sí es coherente, aunque probablemente las formas específicas de hacerlo no han estado bien diseñadas y han devenido en una maraña burocrática que seguro que tiene un amplio margen de mejora y simplificación. Pero, al mismo tiempo, la gran industria de la que los agricultores dependen tanto en sus compras como en sus ventas reclama otra cosa.
El negocio de las grandes empresas de maquinaria o de fertilizantes y fitosanitarios está en vender cantidades ingentes de esos productos a los agricultores, y un cambio hacia modelos de producción más verdes y menos dependientes de fósiles o químicos puede afectar negativamente a su cuenta de resultados. Las grandes distribuidoras, por su parte, no están dispuestas a remunerar las funciones protectoras de los agricultores, porque eso repercutiría en pagar precios más altos que chocan con su modelo de negocio. Al igual que ocurre con las petroleras, no parece que las grandes agroindustrias estén muy dispuestas a facilitar una transición ecológica que ponga en riesgo sus beneficios, a menos que sean ellas quienes impongan el ritmo y la profundidad de los cambios.
La agricultura europea es un caso paradigmático de las contradicciones del capitalismo regulado actual. Hoy por hoy los mercados no tienen capacidad para fomentar unas prácticas que prioricen la buena conservación de los agroecosistemas, y por ello parece adecuado que las instituciones públicas corrijan ese fallo de mercado estableciendo subvenciones a cambio del cumplimiento de prácticas sostenibles. Sin ninguna duda, las regulaciones específicas y la forma de controlar y repartir las subvenciones deberán mejorar. Pero focalizar el problema agrario en las medidas ambientales comunitarias como si fueran el enemigo a batir, distorsiona más que aclara, y hace el caldo gordo a esa gran industria que con sus formas de operar tiene mucho más que ver con los agobios reales de los agricultores.