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Frente al ‘terraplanismo’, más ciencia

Pablo Bellido

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Con el cambio climático pasa como con las ‘fake news’: siempre ha existido, pero en los últimos tiempos su virulencia se ha acrecentado hasta convertirse en un riesgo extremo, como por desgracia hemos comprobado con la DANA que acabamos de padecer. A lo largo de milenios ha habido períodos de paulatina glaciación o progresivo calentamiento global, pero nunca como ahora, por injerencia del ser humano, en un periodo de tiempo muy breve y con una intensidad inédita.

En apenas siglo y medio la acción humana ha provocado la misma cantidad de emisiones de dióxido de carbono que en los 20.000 años anteriores y la temperatura ha aumentado 2,45 grados Fahrenheit en una etapa tan breve que apenas supone un suspiro en la historia de nuestro planeta. Del mismo modo, siempre hubo noticias falsas. Lo fue la acusación a España por el hundimiento del Maine que desencadenó la Guerra de Cuba en 1898 y lo fue la atribución hace un siglo a nuestro país del origen de la llamada Gripe Española. Por poner solo dos ejemplos de ocurrencias que acabaron por asentarse como ciertas.

Estos días observamos cómo los bulos se extienden precisamente a propósito de los efectos del cambio climático y la DANA. En medio del temor y la incertidumbre causados por el virulento temporal del día 29, han brotado como setas alucinógenas los iluminados que aseguran que el temporal fue producto de un ataque meteorológico intencionado o que las nubes fueron desplazadas a propósito por radares. Aquellos que nos alarmaron asegurando sin pruebas que había aparcamientos inundados con “decenas” de cadáveres, culpan sin sonrojo de los terribles efectos de las riadas a causas absolutamente falsas como las voladuras de presas en la Comunidad Valenciana.

La ciencia lleva décadas señalando los verdaderos motivos y dimensiones de un cambio climático que está acentuando la vehemencia y la frecuencia de estos episodios, entre ellos la gota fría. Pero a los rigores de la investigación científica se enfrenta ahora con gran trivialidad una corriente de telepredicadores, trolls de redes sociales y dirigentes políticos que, con una narrativa más propia de la ciencia ficción, demonizan la Agenda 2030 que, en base a un diagnóstico serio y realista, aporta soluciones para enfrentar estos desafíos y armar un verdadero desarrollo sostenible.

Hemos llegado al extremo de observar una verdadera persecución en redes sociales contra prestigiosas figuras de la investigación y la divulgación como Fernando Valladares, doctor en Ciencias Biológicas y experto del Centro Superior de Investigaciones Científicas, que lo ha denunciado públicamente.

Todo esto ha ocurrido en plena Semana Internacional de la Ciencia para la Paz y el Desarrollo, proclamada por la ONU con la intención de promover el estudio y la difusión de los vínculos del progreso científico y tecnológico con el mantenimiento de la paz y la seguridad. Porque lo uno va relacionado con lo otro. Parafraseando la popular cita de Moser de que “si la educación es cara, más cara es la ignorancia”, podemos añadir que si la investigación científica puede parecer costosa, la ausencia de conocimiento científico resulta letal para nuestro mundo.

Lo que la ciencia lleva años alertándonos de que podría pasar ya está pasando y tiene un alto coste, el más dramático de todos en vidas humanas. El optimismo nos invita a pensar que se impondrá la explicación de quienes llevan años de trabajo riguroso, que la verdad siempre acaba abriéndose paso, aunque sea por el peso de los acontecimientos. Pero tampoco hay que ser ingenuos. Tras los mensajes negacionistas hay intereses particulares que intentan medrar en el debate entre acelerar o frenar la adopción de medidas para hacer frente a los retos del cambio climático, que ya está aquí. Eso es lo que está en juego en foros como la 29ª Cumbre del Clima que estos días se celebra en Azerbaiyán.

Quienes tenemos la responsabilidad de velar por el interés común y buscar soluciones debemos hacerlo sobre la base del conocimiento científico. Es una línea roja, pero se está traspasando. Por eso me preocupa en exceso lo que está ocurriendo dentro de las propias instituciones, donde se están trasladando mensajes falsos en las asambleas y tomando decisiones erróneas en los órganos ejecutivos. En democracia todo está abierto a debate, pero siempre sobre la base de unos hechos reales. Sin este marco compartido no hay discusión que aporte beneficios al conjunto de la comunidad. Si las premisas son falsas, las soluciones serán también inadecuadas. Si aceptamos los bulos de quienes interesadamente niegan los hechos, ganarán unos pocos, pero perderá la mayoría.

Quienes rompen con la verdad en este debate son precisamente los que también lo hacen con los derechos humanos, en un horrible empeño por dinamitar los consensos sobre los que se asienta la práctica política en democracia. Hoy también se conmemora el Día Internacional para la Tolerancia, que reclama que nos despojemos de los prejuicios y el odio que contaminan la convivencia y entender a personas con otras procedencias, costumbres y creencias.

Se hace más necesario que nunca poner pie en pared con quienes hacen uso y abuso de discursos racistas y aporófobos, con todos sus odios dirigidos contra los colectivos más vulnerables de nuestra sociedad: víctimas de la guerra, la pobreza o la persecución política, incluyendo niños, niñas y adolescentes que emigran en busca de un futuro alternativo. La inmigración se ha convertido en el principal problema según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), pero lamentablemente lo ha hecho en base a estas animadversiones irracionales y no en función de nuestra inquietud por prestar una mejor acogida. Y este odio y estas mentiras se están extendiendo además contra quienes de manera voluntaria o profesional prestan ayuda. Son hechos sencillamente inadmisibles.

La tolerancia no puede ser una permisividad sin límite ni vacía de valores. No podemos ser condescendientes con quienes, precisamente, basan su rechazo en prejuicios en vez de en juicios contrastados, a los que se llega a través del conocimiento que nos proporciona la práctica rigurosa de la ciencia y el periodismo. Parafraseando al sociólogo británico Edmund Burke, hay un límite a partir del cual la tolerancia deja de ser una virtud. Todas las personas merecen nuestro respeto y consideración, pero no todas las creencias ni discursos son tolerables, sobre todo cuando se basan en falsedades y dan rienda suelta a los peores instintos. No podemos convertir en respetables opiniones que niegan la contundencia de los análisis de un panel con más de cien científicos o los datos de un informe de criminalidad de una fiscalía. Practiquemos más la tolerancia, pero tolerar a todas las personas no nos puede llevar a tolerar todas sus ideas, en ningún caso aquellas que atentan contra los derechos humanos. Digamos que podríamos llegar a respetar a los ‘terraplanistas’, pero nunca al ‘terraplanismo’.

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