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Una apología de la conformidad

El conocimiento, no solo el filosófico, si ha de ser valioso, mínimamente coherente, temporalmente perdurable, incluso meramente útil, debería transfigurarnos
5 de febrero de 2021 22:14 h

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Se ha puesto de moda en los últimos tiempos hacer una enmienda a la totalidad del pensamiento filosófico posmoderno, pero no ya en el ámbito académico, donde esa crítica se retrotrae a la década de 1980, sino en los medios periodísticos y en las redes sociales. Se trata de una crítica totalizadora, que parece beber más del disgusto ante la impotencia de la razón frente a las fake news y los alternative facts a los que se referían sin sonrojarse el anterior inquilino de la Casa Blanca y sus portavoces, que de argumentaciones filosóficas donde se ejerce la negación determinada.

Esta clase de crítica corre el riesgo de poner injustamente en el mismo saco a pensadores y pensadoras de diversa condición e influencia y, además, de catalogar como fraude el ejercicio no ortodoxo del pensamiento. Y, sin embargo, la filosofía tuvo y sigue teniendo algo de estrambótico, de heterodoxo y de libérrimo, si bien, al mismo tiempo, se despliega atendiendo deliberadamente a asuntos muy serios. El filósofo Theodor W. Adorno, consciente de que la revolución social anunciada por Marx ya no se llevaría a cabo, escribió: “La serie completa de sufrimiento, miedo y amenaza obliga al pensamiento, que no pudo realizarse, a no envilecerse. Tras el instante desperdiciado, el pensamiento debería conocer sin sosiego porque el mundo, que aquí y ahora podría ser el paraíso, puede convertirse mañana en el infierno. Ese conocimiento sería filosofía”. Releamos este pasaje y valoremos esta caracterización de la filosofía. En estos tiempos de crisis sistémica, acentuada por la pandemia, uno casi podría atreverse a modificar ligeramente la segunda frase y añadir que lo que nos dice este conocimiento proporcionado por la filosofía es que, en lugar de esperar a mañana, el infierno tal vez ya esté aconteciendo hoy. 

Esta breve reflexión y el recuerdo de este melancólico pasaje han surgido después de leer el artículo “Carta a un joven posmoderno”, del profesor Diego S. Garrocho, publicado este pasado 15 de enero. No he podido evitar pensar así que, aunque el pensamiento no se haya realizado, ello no debería ser una excusa para que envilezca. Y he pensado en Adorno porque, probablemente, nadie como él, en el siglo XX, haya reflexionado mejor sobre la tesitura en la cual se encontraba, y aún se encuentra, la filosofía entre la reserva india o enclave tolerado que, por una parte, le han concedido el desarrollo y la organización disciplinar de las ciencias y la obsolescencia efectiva a la que, por otra parte, le ha condenado una sociedad dominada por el intercambio mercantil y el rigor administrativo.

Pero en la carta del profesor Garrocho no hay un análisis estructural de este tipo. Nos encontramos en cambio con que su referencia al capitalismo es imprecisa, pues no se detalla, y la que hace al consumismo suena a la vieja crítica conservadora de la sociedad de consumo que empieza con Daniel Bell en la década de 1960 y que, a día de hoy, ya es obsoleta. Lo que hay es, sin embargo, una interpelación personal, amarga y condescendiente, a los jóvenes que, después de haberse atracado de lecturas al parecer poco recomendables, se hunden en la miseria del trabajo precario, se dedican al postureo en las redes sociales y alcanzan tarde la certeza de que sus maestros les habían estafado no en el aula, sino antes de entrar en ella. Pero lo que en este argumento se desliza inadvertidamente es que haber dedicado tiempo a aquellas lecturas está causalmente conectado con la ruina en la que uno se ha convertido al final –pues con esta crudeza casi increíble lo afirma el autor: “la leas como la leas, tu vida es una mierda” o “tu vida ya es una perfecta ruina”–, y no está conectado, en cambio, con las condiciones sociales y políticas que hacen que el capitalismo sobreviva mediante las crisis, y no a pesar de ellas, y que, mientras tanto, los mercados laborales sean un panorama de desolación, especialmente para los jóvenes, tal como ha detallado profusamente el economista Guy Standing en sus estudios sobre el precariado.  

Podría suponerse que en un artículo de periódico no hay mucho margen para un análisis detallado de las condiciones histórico-sociales en las cuales se desarrolla la reflexión filosófica contemporánea. Concedido. Pero, una vez más, ello no debería ser una excusa para envilecer el pensamiento. Porque éste es social y tiene una responsabilidad, que comparte con el arte, respecto a las víctimas de la historia. En esta carta de un filósofo hay, en cambio, una insólita falta de compasión. Se culpa a las víctimas de su desgracia. Se culpa a los jóvenes de su desorientación. Se les culpa, en definitiva, de ser jóvenes. Ahora bien, desde las primeras escuelas catedralicias, en la Edad Media, el estudiantado no ha sido, en general, suficientemente perspicaz para discriminar lo valioso de lo prescindible y, por otra parte, si no se quiere ser dogmático, hay que admitir que nunca se sabe qué acabará sucediendo con los conocimientos que se adquieren. Ahí tenemos el ejemplo de Steve Jobs, que se refirió al curso de caligrafía que hizo en su día como uno de sus aprendizajes más fundamentales para su tarea como programador informático.  

Richard Rorty, un filósofo liberal espléndido, pero tan criticable como cualquier otro, señaló que una sociedad liberal debería estar presidida por el precepto supremo de evitar la crueldad. Si se me permite decirlo, creo que Garrocho es innecesariamente cruel en su carta, pero no solo con los jóvenes, sino, sobre todo, y esto es lo más importante, con la curiosidad intelectual, con aquella apertura promisoria que el pensamiento anticipa, aunque no siempre cumple, y a la que los jóvenes, por su condición y circunstancias específicas, se sienten especialmente atraídos. Y, por lo demás, a diferencia de lo que sugiere, los jóvenes no han necesitado nunca leer a determinados autores especialmente crípticos para pensar que valía la pena experimentar con sus cuerpos, pues la experimentación sexual ha formado parte de la etapa juvenil de los estudiantes de filosofía en la misma medida en que lo ha hecho de los de medicina, derecho o ingeniería. La acusación de que, con mimbres tomados de frases de autores como Nietzsche, Foucault, Deleuze, Butler y Baudrillard, junto a una acentuada falta de realismo práctico, poco menos que se los ha echado a perder reproduce, en versión 2.0, el antiguo reproche de corromper a la juventud que el tribunal lanzó contra Sócrates. Porque, aunque la carta va dirigida a “un joven posmoderno”, también va dirigida en parte a los profesores que tal joven tuvo –o, mejor dicho, padeció– y que, por lo visto, contribuyeron a llevarlo por tal camino de perdición. Y, sin embargo, deberíamos suponer que los profesores de filosofía que depositaron la semilla de la fragilidad de su yo y de su fracaso personal en su paso por el instituto no solo le enseñaron el pensamiento radical de Nietzsche, sino también aquellas otras doctrinas, aparentemente menos radicales, de Platón, Aristóteles, Descartes, Hume, Stuart Mill y otros, las cuales, no obstante, convenientemente explicadas, pueden convertirse en auténticas bombas de pensamiento crítico. Mientras que, por otro lado, como es bien sabido, en las facultades de filosofía, la estructura organizativa de las materias permite que los alumnos puedan recibir conocimientos diversos sin que ninguno de ellos pueda atribuirse, al menos públicamente, el monopolio de la crítica crítica crítica –por hacerle un guiño a Marx–.  

Quizá el problema sea creer; creer que el conocimiento ofrece la felicidad, que pondrá tarde o temprano las bases de nuestro bienestar, que nos dará a través del anaquel de la biblioteca aquel “consuelo” que incluso Garrocho parece echar en falta en la vida del joven posmoderno malogrado. Pero la filosofía, la que se sume sin rubor en la problemática de los asuntos epistemológicos, ontológicos, morales y políticos, intentando aclarar alguna cosa, deshacer por un instante el caos, detectar una porción del sentido de la vida humana en cada una de estas facetas, no puede ofrecer esta clase de caramelos con los que pasar la tarde y, si los ofrece, como si ya estuvieran empaquetados para el consumo del lector o lectora, entonces se traiciona a sí misma convirtiéndose en divulgación inofensiva o cháchara cultural de altos vuelos y, con ello, se traiciona ya en sus emisores, pero también, y esto es lo más preocupante, en sus destinatarios. El conocimiento, no solo el filosófico, si ha de ser valioso, mínimamente coherente, temporalmente perdurable, incluso meramente útil, debería transfigurarnos. Por eso afirman Deleuze y Guattari –otro par de desalmados posmodernos– que “la filosofía, la ciencia y el arte quieren que desgarremos el firmamento y nos sumerjamos en el caos. Solo a este precio lo venceremos” y añaden que es precisamente a causa de este viaje que el filósofo, el científico y el artista parecen “regresar del país de los muertos”. 

Pero en la carta al joven posmoderno del profesor Garrocho no hay ni un asomo de este atrevimiento doloroso, ni una pizca de aquella tarea que Michel Foucault insinuó una vez que debía abordar la filosofía, es decir, “en vez de legitimar lo que ya se sabe, […] saber cómo y hasta dónde sería posible pensar distinto”, sino que, muy al contrario, nos encontramos con una sonrojante apología de la conformidad, un elogio de la normalidad. Normalidad que, por cierto, no necesita ni tan solo ser aclarada porque una vida normal es, como dictamina Garrocho, “aquella en la que con esfuerzos normales podría adquirirse una independencia económica también normal para tener, si te diera la gana, hijos a los 25, o a los 27. Lo normal, vaya”. Lo normal, vaya; pues ¡vaya con lo normal! No parecen ser éstas las condiciones en que la mayoría de los jóvenes, en particular, los españoles, viven y llevan adelante sus vidas. Llegados aquí, ¿eran necesarias estas alforjas filosóficas para un viaje que concluye en una conclusión que se sitúa deliberadamente al margen de todo argumento filosófico? ¿Son culpables las filosofías de Nietzsche, Foucault, Deleuze, Butler y Baudrillard, pese a sus limitaciones y momentos de extravío, de la falta de sentido con la que vive su vida el joven posmoderno? ¿Están realmente desactivadas las armas conceptuales de la crítica? No, no y no.

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