En los indultos recién concedidos a los políticos catalanes condenados por el procés se concitan varias certezas y algunos pronósticos. Comenzando por las primeras, es innegable que el Estado ha reaccionado con dureza ante los hechos, imponiendo penas severas de cárcel -que algunos todavía consideran insuficientes- y manteniendo ahora las de inhabilitación para cargos públicos que impedirán, por ejemplo, presentarse a las elecciones durante varios años. Es una certeza también que la situación de prisión ha provocado reticencias en las instituciones y los jueces europeos, agravadas después de casi cuatro años de privación de libertad. Y es una certeza que estos delitos se inscriben en un serio conflicto político en el que los condenados cuentan con el apoyo de casi la mitad del electorado al que se dirigen.
También es incontestable que cuando el Gobierno valora la utilidad política del indulto no cuestiona la corrección ni proporcionalidad de la sentencia condenatoria. Lo ha dicho el Gobierno y lo dijo el Tribunal Supremo en su informe negativo a la concesión del indulto en este caso. Produce un cierto sonrojo tener que repetirlo porque está en la base de la división de poderes, de la que el indulto es una manifestación que, podrá considerarse o no obsoleta, pero que está regulada en la Constitución y en la legislación vigente.
En ese contexto, el Gobierno indulta el período restante de las penas de prisión, con la condición de que no se cometan delitos en los próximos años. Se espera que ello facilite un nuevo clima entre catalanes y entre estos y el resto de españoles, por lo que se trata de una condición necesaria pero no suficiente para avanzar en la superación de una etapa política nefasta. Y aquí empieza el pronóstico que algunos resuelven negativa y contundentemente: los indultos, se dice, “no arreglarán” el problema. Con ello, en primer lugar, se ignora que nadie ha dicho que lo arreglen definitivamente y además, que en conflictos políticos de este calibre, no hay recetas infalibles ni instrumentos mágicos sino medidas jurídicas, políticas y sociales para mejorar la situación y buscarle una salida. Hay quien me ha preguntado cómo medir ahora si los indultos son útiles. Pues bien, como en otras muchas decisiones políticas adoptadas esperando que resulten de utilidad, ésta sólo podrá comprobarse dentro de un tiempo, por lo que tan arriesgado sería asegurar que arreglarán el problema como negar rotundamente que reporten alguna utilidad. Pero si hay un caso evidente en el que puede esperarse utilidad de un indulto es en conflictos políticos, lo que explica que la Ley de Indulto sea más generosa con delitos de naturaleza política, como puede verse en su Preámbulo y en su artículo 3, cuya lectura recomiendo. Y me extraña que algunos que denuncian, con razón, que el procés ha fracturado a la sociedad catalana nieguen que mantener la cárcel en este caso complica todavía más las cosas.
Puedo entender que no se comparta la valoración gubernamental en este caso, pero lo que me parece claro es que el coste asumido es mínimo, incluso respecto de la posibilidad de reincidencia, segundo pronóstico que, en cambio, los contrarios al indulto consideran infalible y frente al que se han establecido cautelas como las penas de inhabilitación y la reversibilidad en caso de nuevo delito.
Mas allá de certezas y pronósticos, resulta sorprendente que personas supuestamente versadas en derecho o líderes políticos asesorados dijeran, incluso antes de conocerse los términos de los indultos que éstos son “ilegales”. Lo serían -y para ello había que esperar a conocer su texto-, sólo si infringieran alguno de los escasos requisitos formales de la Ley de Indulto, por ejemplo, que los indultados hayan sido condenados por sentencia firme y se encuentren a disposición de la justicia española. Sería ilegal, no respetar tales exigencias o no solicitar los informes pertinentes, pero en éste y otros requisitos formales, así como en la exigencia de motivación, la decisión del Gobierno ha sido impecable. Algunos apoyan la supuesta ilegalidad en el informe contrario del Tribunal sentenciador, que debe ser oído por el Gobierno. Es innecesario insistir en que dicho informe no es vinculante, pero si lo que se pretende es que, en la práctica, siempre se haga lo que diga el Tribunal sentenciador, es decir, que sus informes se consideren vinculantes en contra de lo que dice la ley, sencillamente, desaparecería la institución constitucional del indulto como decisión del Gobierno porque se atribuiría toda decisión al poder judicial.
Y por último, la cuestión de los recursos. Ante el silencio de la Ley de Indulto, rigen las reglas generales de la jurisdicción contenciosa, pero tratándose de ejercicio del derecho de gracia, dicha jurisdicción no puede entrar en las razones políticas de utilidad por las que se conceden los indultos, sino sólo en las cuestiones formales y de procedimiento que han sido escrupulosamente respetadas. Lo más dudoso en ese momento es quién está legitimado para recurrir, cuestión que deberá decidir la Sala 3ª del Tribunal Supremo valorando quién tiene el “interés legítimo” que exige la ley. Debe ser un interés concreto por el que se reivindica un beneficio para el recurrente y no basta con genéricas apelaciones al supuesto bien que se pretende para España o el Estado de Derecho. En casos anteriores, el TS ha negado interés legítimo a partidos políticos y sindicatos, por lo que en este caso, la duda está sólo en la legitimación de Vox en tanto que parte acusadora en el juicio. En mi opinión, como parte acusadora, tenía derecho a la tutela judicial efectiva, es decir, a obtener una resolución fundada en derecho (art. 24 de la Constitución), fuera o no condenatoria, de manera que la sentencia ya satisfizo la tutela judicial pretendida. No veo un interés legítimo añadido, porque según ha dicho en otros casos el Tribunal Constitucional, la tutela judicial no incluye un derecho a la pena o a su cumplimiento.
En suma, constitucionalistas son quienes aceptan la Constitución incluso en aquello que no se comparte plenamente, sin acogerse a unos u otros de sus preceptos según lo que convenga al discurso político de cada momento.