Desde Cicely con amor
Et in Arcadia ego fue el tópico que Virgilio poetizó, hace más de dos mil años, invitando a sus contemporáneos a apreciar la belleza del modo de vida pastoril que Teócrito había cultivado literariamente tres siglos antes. En la poesía de Virgilio, aunque no tanto en la de Teócrito, la Arcadia es el lugar de encuentro con una naturaleza amable, donde los rebaños pastan apacibles junto a bellos arroyos y los jóvenes pastores se entregan a sus amores sobre la hierba fresca. Cuando los amores han concluido, los pastores los recuerdan, los cantan y acompañan sus versos con la música de la flauta. Esto no es algo prosaico, sino excelsamente poético. Es la musa, escribe Virgilio, la que ordena a los pastores «apacentar ovejas y […] ensayar cantos humildes». Sin embargo, con el fin del amor, el poema introduce también la extinción de todas las cosas y, en particular, de todas las cosas bellas. De este modo, la Arcadia expresa la dulzura de la felicidad y, al tiempo, el recordatorio de su desaparición inevitable. En los prados bucólicos se dan la mano el placer y la muerte.
Cada generación ha poseído, posee y poseerá su Arcadia. Cada una de ellas ha modelado su paraíso imaginario en la Tierra a través de materiales, formatos, imágenes y sonidos distintos. Toda educación sentimental se despliega mediante el impacto de múltiples productos —muchos de ellos comerciales— y la correspondiente modulación del gusto. Sin embargo, cuando una generación despliega el catálogo de sus filias y sus fobias estéticas, no deberíamos ver en ello solamente una voluntad de autoafirmación. En el espíritu moderno, la diversidad del gusto es un efecto necesario de lo estético. Y, sin embargo, a veces se producen felices coincidencias estéticas entre jóvenes y no tan jóvenes.
Puesto que entramos en el territorio de la sensibilidad estética, gobernado por el sentimiento, espero que los lectores disculpen mi franqueza en dos ocasiones. La primera es ahora. Mi educación sentimental está ligada a muchos lugares, unos reales y otros imaginarios. Entre estos últimos podría mencionar el Zoo de Pitus, la Nueva York dibujada por Stan Lee, el apartamento de Baker Street donde conviven Holmes y Watson, el planeta helado Hoth, la Macondo relatada por García Márquez, el piso de soltero en Seattle del psiquiatra Frasier, la siniestra Los Ángeles del año 2019 de Blade Runner, la Estambul del siglo XVI conjurada por la pluma de Orhan Pamuk en Me llamo rojo, la gruta de los nadadores de El paciente inglés o incluso la Bucarest que se eleva hacia el cielo en Solenoide, de Mircea Cartarescu. Sin embargo, si hay un lugar que para mí destaca por encima de todos los demás, donde he creído ser sabio y he sabido creer en la felicidad, entonces ese lugar solo puede ser Cicely, en Alaska.
El mismo año en que empecé a cursar filosofía en la Universidad de Barcelona TVE empezó a emitir una curiosa serie sobre Joel Fleischman, un joven médico neoyorquino que, obligado a devolver la deuda contraída por sus estudios universitarios, es destinado a Cicely, un villorrio agazapado entre las montañas nevadas del condado de Arrowhead, en Alaska. Northern Exposure, que fue titulada aquí como Doctor en Alaska —y que ahora ha aparecido, pulcramente remasterizada, en una plataforma de contenidos audiovisuales de cuyo nombre no quiero acordarme—, fue mi catalizador sentimental y me puso en marcha hacia esa Arcadia que todavía me era desconocida. Las peripecias de ese doctor judío, algo engreído, pero, en el fondo, majo, y la extraordinaria corte de los milagros de Cicely, me sirvieron para decantar de una manera deliciosa todo lo que entonces representaba algo importante para mí: aspiraciones intelectuales, el poder de la literatura, el valor de la amistad, la potencia del amor y la reivindicación ecologista.
Pero esto no pretende ser un informe de mis gustos. Hoy se dice que Doctor en Alaska es una serie de culto. Tal vez lo sea. Lo que yo sí diría es que es una serie donde la filosofía y la reflexión sobre el sentido de la existencia aparecen con frecuencia. A principios de los años noventa, cuando se estrenó la serie, uno de los debates en boga en filosofía política contraponía dos posiciones fundamentales: por un lado, la filosofía política del liberalismo, que provenía de John Locke, pero que estudiábamos en las obras de John Rawls y Ronald Dworkin; por el otro, una serie de propuestas, denominadas comunitaristas, que arrancaban en último término de Hegel, pero cuyos cultivadores contemporáneos eran filósofos como Michael Sandel, Charles Taylor o Axel Honneth. La disputa entre estas dos concepciones giraba en torno a cómo había que entender los fundamentos de la subjetividad moral y del orden político. ¿Son la libertad y los derechos del individuo algo que deba sobrepujar la constricción social y conformar el diseño del Estado, de modo que el individuo es libre para revisar incluso sus fines últimos, o, por el contrario, no solo la libertad, sino también los fines últimos de la moral y del Estado, deben entenderse como expresiones de un modo de vida comunitario? Aunque las historias de Doctor en Alaska procuraban establecer un compromiso entre estas dos concepciones, caían casi siempre del mismo lado: admitían el valor de la libertad individual, sí, pero alzaban sin vacilaciones la bandera del comunitarismo y exhibían sus rasgos más atractivos.
Cicely parece hallarse ajeno al devenir del mundo moderno y gobernarse con leyes propias, no escritas, que mezclan en proporciones variables creencias indígenas, las convicciones del espíritu de los pioneros, una marcada tendencia ecologista y un recto sentido de pertenencia a la comunidad compatible con el respeto inequívoco a la libertad personal. Los relatos que evocaban el origen y las prácticas de la comunidad se cocinaban narrativamente a través de diálogos chispeantes, el contraste acusado entre los personajes, unas gotas de humor surrealista y una ironía insobornable. Como todos los habitantes de Cicely son emigrantes voluntarios o forzosos, la comunidad pretendía simbolizar una miniatura maravillosa de los Estados Unidos de América. Se retomaba así el mito de una Arcadia minúscula, sede de una convivencia ejemplar y de una cierta excelencia humana, ubicada a la orilla de lagos cristalinos, oculta tras los bosques de abetos atravesados por la ventisca, como si se tratase de una Shangri-La country, ante la cual las costumbres urbanas palidecen, son ridiculizadas o aparecen como absurdas. En una de las secuencias iniciales, al doctor neoyorquino, recién llegado de la Gran Manzana, no se le ocurre nada mejor que lanzarse a correr durante diez kilómetros, para ir desde su cabaña al centro del pueblo y, una vez allí, se obceca en comprar un refresco light, lo que provoca el regocijo de los lugareños.
Los que llevan mucho tiempo viviendo en Cicely están perfectamente adaptados a las circunstancias mágicas que se producen de vez en cuando y nunca se sorprenden de lo que sucede. Puesto que forman parte de Cicely, ello les otorga una prestancia, un saber estar, una calma relajada, que puede resultar exasperante a los que acaban de llegar. En cambio, son éstos, como nuestro doctor Joel Fleischman, los que no entienden nada de nada. Por no entender, no entienden siquiera que su incomprensión pueda deberse a algo que el comunitarismo asume sin ningún problema: que nuestros patrones de inteligibilidad, así como las normas que los incluyen y que sirven para organizar nuestra convivencia, dependen estrechamente de la comunidad en la cual construimos y desarrollamos nuestra vida. Por ejemplo, en Cicely es de mala educación llamar a la puerta antes de entrar, puesto que esto significa dar por sentada una pérdida de confianza con la persona a la casa de la cual uno se dirige. Uno debe agradecer también que un miembro de la comunidad indígena le regale una cabra en pago por un servicio, aunque no se sepa qué debe hacer con el animal. Y, por otra parte, uno no debe sorprenderse excesivamente si frecuenta la compañía de un vagabundo montañés que, sin que se sepa muy bien cómo, acaba metamorfoseándose en oso.
Sin embargo, la perplejidad no es total; si lo fuera, y esto es lo interesante, no habría posibilidad de integración. Para empezar, se comparte el idioma. Después, en las ceremonias sociales habituales, la comida —hamburguesas de alce, en efecto, pero hamburguesas al fin y al cabo—, y la bebida, sobre todo cerveza y whisky destilado en alambique particular. En tercer lugar, se comparte una cierta conciencia colectiva que encuentra a su portavoz en Chris, el filósofo, predicador, artista y locutor, casi siempre apostado tras las ventanas de la emisora de radio local. En cuarto lugar, se comparten los sentimientos que son reconocibles en todas partes, pero, además, uno que se desea destacar por encima de los demás: la solidaridad. Y, por fin, todos comparten el territorio bellísimo, infinito, blanco y agreste al que se sienten íntimamente vinculados como a través de una misteriosa cadena del ser que enlaza a los árboles, las bestias y los hombres.
Ahora bien, siempre que concluía alguno de los episodios, a menudo con la voz en off de Chris, resultaba fácil admitir que el relato no pretendía solamente reivindicar con humor nuestra vinculación con la Madre Tierra y aguzar nuestro sentido del respeto al ecosistema. Más allá de ello, lo que emergía era algo mucho más profundamente humano, intensamente social o incluso radicalmente político, algo que nos venía sugerido de maneras diversas desde la emisora K-Oso, el entarimado del bar de Holling, la tienda de Ruth-Anne o la consulta de Joel Fleischman. Se trataba de que era posible lograr la utopía política de una comunión en el seno de una agrupación humana excelente en la cual la individualidad de cada cual quedaría felizmente preservada.
Me gustaría creer que hoy, como lo fue ayer para tantos, la tolerancia de la diversidad y el poder de los vínculos comunitarios que representa Cicely pudieran ser comprendidos como los dos aspectos compatibles de una misma actitud ética. Me gustaría creer que una mano izquierda tolerante y una mano derecha contundente pueden trabajar juntas para posibilitar nuestra redención ética y política. Y, por ese motivo, también me gustaría creer que todas las cartas que pudiéramos escribir desde ese lugar imaginario no pueden ser cartas de odio, sino solamente cartas de amor.
Disculpen mi franqueza por segunda y última vez. Cicely representó el sitio de mi recreo, el lugar donde aprendí a amar, mi región inmortalmente nevada, mi trampolín ecologista, el territorio de la mente libre y el corazón colmado, el paisaje propicio donde poder forjar un alma bella, en suma, mi Arcadia. Y, como los pastores de Virgilio, pienso que, puesto que aquí he sido feliz, es aquí donde no me importaría morir. Solo pido que, tras una sencilla ceremonia, mis cenizas sean esparcidas a la orilla del lago Cle Elum. Et in Cicely ego.
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