La confusión de los nombres
A mucha gente le ha sorprendido escuchar la expresión “centro-derecha” para referirse a la coalición liderada por Giorgia Meloni en Italia. Y no es para menos, ya que se trata de la líder de un partido que ni esconde su filiación histórica con el posfascismo del MSI ni tampoco hace esfuerzos por censurar o reprobar la dictadura de Benito Mussolini. La presencia dentro del bloque ultra de la Liga de Matteo Salvini o del ignífugo Silvio Berlusconi apenas contribuye a atemperar el carácter destemplado de la candidatura ganadora. Todas las comparaciones son potencialmente arriesgadas y odiosas, pero no cabe duda de que resultaría extraño -al menos por ahora- emplear en España el vocablo “centro-derecha” para aludir a una coalición de gobierno liderada por Vox.
¿Por qué entonces se la ha denominado de este modo en Italia? ¿Y cuál es la razón por la que algunos medios han reproducido esta misma expresión en España? Una posible explicación apunta al vocabulario electoral tradicionalmente manejado en el país transalpino para hablar de la competición entre coaliciones. Desde hace como mínimo tres décadas, hay un bloque de centro-derecha que se enfrenta a un bloque de centro-izquierda en los comicios generales. El motivo, por tanto, de esta denominación confusa respondería a una especie de inercia, de traslación errónea de conceptos y casi podría decirse de “pereza intelectual”. Esa desidia narrativa explicaría por qué en Francia no se duda en usar el calificativo “extrema derecha” para referirse a Marine Le Pen o prácticamente nadie vacila a la hora de calificar de “radical” al partido Demócratas de Suecia en el país escandinavo; y, en cambio, en Italia se omiten este tipo de fórmulas políticamente peyorativas.
No obstante, podría existir un segundo motivo de naturaleza netamente estratégica. El objetivo político indisimulado de plataformas partidistas como Vox, Hermanos de Italia, Demócratas de Suecia, el Partido de la Libertad austríaco o Chega en Portugal es desplazar y terminar reemplazando a los partidos conservadores tradicionales. Todas estas formaciones anhelan relevar a la familia democristiana: tensarla, arrinconarla y finalmente sustituirla. No es ciencia ficción. Ya sucede en varios países europeos como Francia, Italia, Suecia o Finlandia que las fuerzas de la derecha radical superan en porcentaje de votos y de escaños a los partidos democristianos. Naciones en las que el famoso sorpaso ya ha acontecido; pero no a favor de la izquierda alternativa en su pugna con la socialdemocracia, sino en beneficio de una suerte de nativismo neoconservador. Por eso hablar de “centro-derecha” en un caso como el italiano ejecuta ya de facto esta sustitución y además la normaliza, no solo desde el punto de vista moral, sino también desde una perspectiva específicamente terminológica.
Es verdad que en ciencia política ha existido un extenso debate a propósito de la denominación más correcta para referirse a esta nueva familia política. No han sido pocos los académicos que han discutido acerca de si la etiqueta que más convenía a partidos como el de Salvini, Le Pen, Wilders o Abascal era “extrema derecha”, “derecha extrema”, “posfascismo”, “derecha radical”, “neofascismo”, “plataformas anti-inmigración” o simplemente “derecha populista”. En ocasiones, esta polémica ha reproducido la lógica del famoso juego del “teléfono escacharrado” y ha adquirido con ello un carácter ciertamente espeso. Sin embargo, más allá de la disputa por la fórmula más condenatoria o que más enfatice su peligro, tal vez lo más justo desde el punto de vista interpretativo sea fijarse en cuál de ellas retiene mejor su ambición estratégica. A este respecto la expresión “derecha radical” quizás pueda capturar satisfactoriamente la idea de que estas formaciones no pretenden restaurar el fascismo o engendrar una especie de “franquismo 2.0”, sino más bien renovar ideológicamente y sustituir posicionalmente a la vieja familia democristiana.
Por eso no es en absoluto casual que la totalidad de estas plataformas pongan tanto énfasis en la batalla de las ideas y se jacten de no tener complejos frente a la denominada hegemonía cultural progresista. Porque saben que por esa senda tensionan a las diversas sensibilidades que conviven en los partidos populares, agitan sus disensiones internas y relegan a un segundo plano a los sectores más liberales cuando se trata de confrontar con los partidos de izquierdas -especialmente si estos están en el gobierno. También porque la batalla de las ideas permite situar el foco sobre valores específicamente conservadores, y poner de moda una nueva variante de tradicionalismo que se enarbola frente a un Estado que lo invadiría todo y un progresismo que moralizaría cualquier acto de la vida cotidiana.
La nueva derecha radical actúa persuadida de que, puestos ante esta disyuntiva, los partidos democristianos titubean y les tiemblan las piernas. Y que son precisamente esas dudas las que permiten a formaciones como la de Giorgia Meloni tener esperanzas de liderar primero ideológicamente, luego políticamente y a la postre electoralmente todo el bloque de la derecha. Porque al final, en la inmensa mayoría de las ocasiones, hartos de parecer cohibidos y de dar bandazos -y el caso de Pablo Casado en España constituye un excelente ejemplo de ello-, liberales y conservadores terminan, o bien cediendo la iniciativa política a la derecha radical, o bien imitándola de modo descarnado. En uno y otro caso, el control de la agenda de la derecha -la elección de qué dice y de cómo lo dice- pertenece a los radicales.
De modo que denominar “centro-derecha” a la coalición liderada por Hermanos de Italia no solo resulta cuestionable desde el punto de vista ético y político, sino que además opaca la dinámica de competencia interna que se está desarrollando dentro del bloque de la derecha en la gran mayoría de los países europeos. Esta fórmula tradicional tan empleada a lo largo de los últimos días no permite observar la operación estratégica que está poniendo en marcha la derecha radical en países como Italia, Francia, Suecia, España o Chile. Y no solo arroja confusión y normaliza lo extraordinario, sino que además le regala el privilegio de una posición políticamente bien considerada a las nuevas terminales del neoconservadurismo europeo. Ante un error de esta magnitud, no cabe -o no debería volver a caber- escudarse en las inercias nominativas del pasado.
11