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El desfile de nuestra patria

Cabecera de la manifestación del Orgullo que bajo el lema “Educación, derechos y paz: Orgullo que transforma” recorrió Madrid. EFE/Fernando Villar

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Hubo un tiempo en que los apátridas, que no tenían patria en el presente, anunciaban una patria mejor para el futuro. Esta esperanza se ha derrumbado más y más, viendo el descarnado destino de los sin papeles de la globalización. Pero para medir la demolición de una esperanza hace falta seguir recordando la idea que la inspiraba. Algo así como “una comunidad en el grado cero de lo social”. ¿En qué sentido forman comunidad los que no tienen nada en común? ¿En qué sentido hay una “soledad común” (como dice Jorge Alemán) capaz de servir de cimiento a una sociedad nueva y mejor? Los que nada tienen en común tienen aún algo importante que compartir: su irreductible libertad, aquello que les convierte en inasimilables y absolutamente singulares frente a los demás. Ello es lo que desconcertó al rey Ciro cuando, según Herodoto, se refirió a los griegos con estas despreciativas palabras: “ningún miedo tengo de hombres que tienen por costumbre poner en el centro de sus ciudades un lugar vacío al que acuden a diario para engañarse unos a otros bajo juramento”. La ambigüedad persiste aún entre nosotros: en el ágora, en ese lugar vacío, en ese cero de sociedad, es posible instalar un mercado, pero también una asamblea, un parlamento, una democracia, o incluso una patria.

Se podría incluso organizar un desfile, un desfile de la patria. Puede que parezca un experimento mental descabellado, pero creo que puede resultar útil para abordar un problema que, en torno a la idea de patria, cada vez tenemos más sobre la mesa. Un desfile organizado por los principios políticos de la Ilustración siempre se presta a muchos malentendidos, sobre todo porque se sospecha que tras la reivindicación de la unidad de la razón se esconde el veneno de una monótona uniformidad antropológica. Es un poco difícil (pero no imposible) hacer comprender en pocas líneas que es más bien todo lo contrario. El desfile de la Ilustración tendría que ser el de una sorprendente y completamente inesperada diversidad. No se trataría de un desfile en esperanto de masas obedientes a la unidad universal de la razón, una vez que han perdido sus costumbres, su patria y todas sus densidades antropológicas. Eso se parece bastante al capitalismo, pero para nada a las pretensiones de la razón ilustrada. Eso es lo que hace el capitalismo con las identidades de la globalización económica, amontonando apátridas “sin papeles” como mano de obra, por ejemplo, en los invernaderos de Almería, desnudándolos de toda singularidad antropológica hasta que solo resalta el color de su piel o, como diría Marx, de su pellejo.

Pero hagamos un experimento mental. Imaginemos un desfile de todos aquellos y aquellas que tienen en común (además de muchas otras cosas por casualidad) esencialmente una sola cosa: que cuando al final de la película (o de su vida) un periodista les pregunta por qué han hecho lo que han hecho, suelen responder espontáneamente: “bueno, cualquiera habría hecho lo mismo, ¿no?”. Pongamos un desfile de los que pueden decir que han hecho lo que habría hecho “cualquier otro”. ¿Habrá que esperar entonces mucha uniformidad como resultado? El caso es que toda la industria y el arte de Hollywood funcionó precisamente con la hipótesis contraria (algo que desde luego ya había previsto Kant en la Crítica de la Razón práctica).

El bueno de la película, el héroe insustituible, el singular e irrepetible llanero solitario, siempre fue identificable precisamente por poder declarar que no ha hecho nada especial, que cualquiera habría hecho lo que él ha hecho. “Si no lo hubiera hecho, se me habría caído la cara de vergüenza, nunca más me habría podido mirar al espejo” (y a lo mejor lo dice en el momento mismo en que pierde la vida… porque ha salvado su dignidad). Un personaje famoso que hace esta famosa declaración es Sócrates cuando, explicando por qué no acepta, como le ofrecen, escapar de la prisión, declara que si va a permanecer ahí sentado esperando la sentencia no es por esto, o lo otro o lo de más allá, sino porque lo considera “justo”. No es nada excepcional, es sólo que cualquiera que no quiera perderse el respeto a sí mismo, haría lo mismo. Otro ejemplo famoso es el de Jesús de Nazaret, al que nunca se le pillará haciendo lo que hace porque es semita o varón o cis o neurótico obsesivo o patriota con dos cojones, sino que siempre será por algo tan sencillo como que lo considera justo. Esa historia siempre funciona, no hay más que ver que la Iglesia católica lleva mucho más tiempo aún que Hollywood vendiendo entradas con ella.

A la hora de organizar desfiles, conviene distinguir cuándo se está celebrando una identidad y cuándo la diversidad. Los pueblos suelen celebrar su identidad y hacen muy bien, aunque no siempre, todo hay que decirlo, porque hay identidades abyectas. Pero un desfile de la Ilustración siempre sería una celebración de la diversidad. El desfile de los “protagonistas de las películas”, el desfile de los que al final pueden responder que han hecho lo que han hecho “por que es justo” (o que al menos lo han pretendido), señala el horizonte de una verdadera diversidad. Kirk Douglas en Espartaco, Gregory Peck en Matar a un ruiseñor, Jack Lemmon en Desaparecido, Charlton Heston en Ben-Hur, o Jesús en los Evangelios… o Sócrates en Platón… representan una diversidad absolutamente irreductible. Es imposible que Kirk Douglas haga el papel de Gregory Peck… y es imposible confundir al uno con el otro. Son singularidades absolutamente irreductibles. Exactamente como ocurría con el timbre de voz de el Camarón. Puedes cantar “por bulerías”, “por tangos”, “por siguirillas”, “por tarantos”, o incluso, para los que cantaban de manera irrefutable, inventaron eso de cantar “por derecho”. Pero, luego, cuando se impuso el Camarón, se inauguró eso de cantar “por Camarón”, algo que, bien, sólo sabía hacer bien él.

No es posible imaginar que todos estos personajes tendrían la ocurrencia de iniciar un desfile con una música militar tan previsible como el paso de la oca. Por ahí irían Jesús y Sócrates abriendo el camino, quizás deteniéndose en una esquina para discutir sobre lo que es un zapato o para impedir que lapidaran a una adúltera. Siguiendo el compás del cante del Camarón, Espartaco, Juda Ben-Hur o Atticus Finch (el protagonista de Matar a un ruiseñor), acompañados de Don Quijote y Sancho Panza, serían más bien absolutamente imprevisibles. Y es muy interesante observar que por el momento, todos los que están ahí desfilando son varones, cis, heterosexuales y de raza blanca. Es una consecuencia elemental y esperable de miles de años de patriarcado y racismo. Así es que todavía queda mucho por hacer, pero no contra la Ilustración, sino para profundizar en ella.

Que participara en el desfile Olympe de Gouges o Nelson Mandela, obviamente, sería ganar en coherencia al mismo tiempo que en diversidad. Tampoco sería imposible, incluso en el marco de Hollywood, empezar a poblar el desfile con personajes femeninos como el que representan Audrey Hepburn y Shirley MacLaine en La Calumnia, Grace Kelly en Sólo ante el peligro, Jean Simmons en Horizontes de Grandeza o la protagonista de Johny Guithar. Aquí no se trataría de que los participantes fueran hombres o mujeres, negros o blancos, religiosos o ateos, cis o trans, heterosexuales u homosexuales, sino tan solo de que, sin dejar de ser todo eso, todas, todos y todes ellos, ellas y elles (todo muy diverso, sí), pueden declarar al final de la película “cualquiera habría hecho lo mismo”.

Cada uno baila a su manera en un espectáculo tan explosivamente diverso como las manifestación del Orgullo Gay. Nadie le ha pedido al llanero solitario que deje de recordar sus orígenes irlandeses con nostalgia, que se sienta muy cis o todo lo contrario. Tampoco que sea hombre o mujer, negro a blanco. Pero sí que sea una buena persona, o lo que es lo mismo, que al final pueda responder al periodista “no he hecho más que lo que habría hecho cualquiera”. Si no cumple este requisito, no será el protagonista de la película o la película será muy mala. En la película de Kubrick hay una escena muy famosa en la que el dictador Craso pregunta a los prisioneros que quién es Espartaco, bajo amenaza de crucificar a todos los que no le identifiquen. Justo cuando Espartaco va a autodelatarse, todos los demás se ponen en pie gritando “¡Yo soy Espartaco!”. Es muy difícil llegar a ser cualquiera, a veces hay que ser Espartaco para ello. Así es que el desfile de los “cualquiera” sería inusitadamente espectacular y, desde luego, muy imprevisible.

Con todo esto quiero señalar que la Ilustración no trabaja por ninguna suerte de uniformización antropológica de la humanidad, como la que produce el capitalismo cuando “todo lo disuelve en el aire”. Todo lo contrario, estamos imaginando un desfile en el que lo único que hay en común es el hecho de ser una singularidad única e irreductible. Se parecería mucho más a una fiesta en un  manicomio que a un desfile militar. Pero si nos paramos a reflexionar sobre algo que sí que tienen invariablemente en común todos estos protagonistas, conviene que reparemos en lo siguiente: si pese a su carácter “excepcional” no dejan de prometer una incipiente comunidad universal es porque todos están de acuerdo en algo muy esencial, en que jamás despreciarían a alguien por no ser cis, por no ser hetero, por no ser varón, por no ser blanco, o por no haber conservado la virginidad hasta el matrimonio, lo mismo que tampoco por no ser rico o por no tener sangre azul. Cualquiera puede comprender que si Jesús hubiera pasado de largo indiferente cuando vio que iban a lapidar a una adúltera, pues al fin y al cabo era una prostituta, el guion de los Evangelios habría quedado arruinado y el cristianismo habría sido una muy mala película. O que Sócrates no habría sido un personaje nada memorable si se le pudiera pillar en un mezquino prejuicio machista o racista (Platón está todo el tiempo a punto de pasar por encima de las diferencias de género, y no tiene empacho en poner a un esclavo a deducir el teorema de Pitágoras).

No es posible imaginar un guion que no arruinara la película, si Kirk Douglas hubiera encarnado un Espartaco homófobo que se burlara de Toni Curtis por considerarlo maricón. Pero, pese a que todos se parecen muchísimo en eso (en ser unos buenos protagonistas de la película), no es posible imaginar una diversidad humana más inquietante. Jesús no se parece en nada a Sócrates ni a Espartaco, ni al Che Guevara o al Camarón de la Isla, lo mismo que no se parece en nada a Juana de Arco o Mariana Pineda, o quizás, a Madame Bovary o a la Melania de Lo que el viento se llevó, una persona que no tiene nada de nada de heroica, pero que no hace a lo largo de cuatro horas de película (que son veinte años en la realidad) nada que no sea noble, honesto, sincero, justo y admirable, bueno, algo ante lo que “mi espíritu no se incline aunque yo no quiera”. Son palabras de Kant: “Ante un gran señor mi cuerpo se inclina, pero mi espíritu permanece en pie. Sin embargo, ante una persona corriente, de la que sospecho una integridad moral superior a la mía, inclinaré mi espíritu, lo quiera yo o no, por muchos esfuerzos que haga por mantenerme erguido”.

Así podríamos plantear el problema: ¿qué comunidad forman aquellos y aquellas (y aquelles) “ante los que mi espíritu se inclina aunque yo no quiera”? ¿Qué comunidad forman esos hombres (esos seres humanos, hombres y mujeres) que, como decía Antonio Machado, se puede decir de ellos que son “un hombre bueno, en el buen sentido de la palabra bueno”? Lo importante es advertir que ahí se esconde la verdadera pluralidad, la verdadera diversidad, y no en ir vestido con muchos colores y tatuado con mil garabatos todos muy distintos entre sí. No habrá verdadera diversidad más que si hay ahí libertad, si hay gente libre… y solo podremos saber si hay gente libre (y por tanto, verdadera diversidad) si hay “buenas personas que son buenas en el buen sentido de la palabra bueno”.

Mi suegro, que por una insólita casualidad, se llama precisamente Justo, es una buena persona en el buen sentido de la palabra bueno. Ha sido toda su vida un hombre corriente, conductor de un autobús de línea entre dos pueblos de Ávila. Y al mismo tiempo es absolutamente insustituible, absolutamente singular. Un desfile de gente como él, fueran cis o no, varones o no, sería absolutamente imprevisible. Desde luego, mucho más imprevisible que la siguiente carroza del día del Orgullo. Pero unos cuantos LGTBI+ que sean buenas personas en esa manifestación, serían desde luego, la ocasión de contemplar un milagro inesperado y prodigioso. No por que llevaran calzones de cuero y tatuajes, sino porque jamás despreciarían a una persona con calzones de cuero y tatuajes (por el mero hecho de llevarlos), lo mismo que tampoco despreciarían a quienes no los llevaran.

Así pues, la Ilustración trabaja una única suerte de uniformidad: la de que no se permiten exhibiciones homófobas, machistas o elitistas, o prejuicios tribales, religiosos o ideológicos que pretendan coartar la diversidad de los demás. Lo que llama la atención en los personajes que hemos estado mencionando es que no tienen prejuicios. Jesús hace amistad con la prostituta, Sócrates hace matemáticas con el esclavo. No es que no tengan cultura, patria o tribu, es que no cargan con ella como un prejuicio. El llanero solitario puede ser irlandés a mucha honra. Pero no es un esclavo de lo irlandés. Un esclavo de lo irlandés ni siquiera es irlandés, porque un irlandés tiene que ser un irlandés libre. Quizás todo lo que se está jugando en este experimento mental es hacer comprender que la celebración de un universal que sea de verdad un universal tiene que ser la potenciación máxima de cualquier singularidad (y que las únicas singularidades que no se permiten son las que consisten en aplastar otras posibilidades de singularidad).

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