Los desmanes de la monarquía y las esperanzas republicanas
Hace algunos años, hubiera sido impensable llegar a un 14 de abril con un rey acusado de fraude, de blanqueo de capitales y de valerse de los servicios de inteligencia para hostigar a una mujer. Y sin embargo, la Casa Borbón lo ha vuelto a hacer. Como en otros momentos de la historia, ha demostrado una capacidad proverbial para compensar con sus desmanes las debilidades de las fuerzas republicanas.
El caso del llamado juancarlismo tendrá su sitio en los libros de historia. Tras la transición, miles de republicanas y republicanos convencidos renunciaron a la República por varias razones: por el chantaje del viejo franquismo y porque lo que se les ofreció a cambio fue una monarquía austera y contenida. Es decir, una monarquía en la que el rey se comportaría rectamente, sometiendo su interés privado al interés general y cumpliendo la ley como el resto de los mortales. Durante décadas, Juan Carlos de Borbón simuló desempeñar sin fisuras el papel del rey-ciudadano. Es verdad que los partidos dinásticos, los grandes medios y los principales poderes fácticos del país contribuyeron a ello con su silencio y su complicidad. Pero nadie, absolutamente nadie, podía imaginarse entonces que el otrora rey campechano devendría un símbolo odioso de dispendio, corrupción y abuso contra las mujeres. Y que, por paradójico contraste, se convertiría en uno de los promotores más notables del republicanismo democrático, feminista, que tenemos que construir.
Si uno mira la historia de la dinastía borbónica, esta deriva no debería sorprender. El abuelo de Juan Carlos, Alfonso XIII; su tatarabuela, Isabel II; la madre de esta, María Cristina de Borbón; todos acabaron en el exilio, desterrados por corrupción y por realizar negocios oscuros. Todos expulsados por haberse comportado no como monarcas constitucionales, autolimitados, sino como reyes caprichosos, empeñados en confundir el patrimonio público con su propio patrimonio y siempre reacios a cualquier límite constitucional.
Juan Carlos de Borbón intentó por muchos medios no repetir la historia de sus ancestros. Pero al final la acabó corroborando. El progresismo dinástico o si se quiere, el llamado republicanismo juancarlista, hizo todo por protegerlo. Lo hizo Felipe González, concediéndole un amplio margen para desarrollar sus negocios privados. Lo hicieron reputados dirigentes socialistas, conservadores y nacionalistas, que entendieron que la Corona no era una simple pieza decorativa, sino la argamasa de poderosos intereses financieros, inmobiliarios, rentistas de los que también podían beneficiarse.
Ese pacto de silencio ayudó a Juan Carlos de Borbón a simular lo que nunca fue: un monarca parlamentario, autocontenido y respetuoso de la legalidad. Cuando el olor a podredumbre llegó a ser insoportable, su propio hijo, Felipe VI, reconoció que su padre podría haber blanqueado dinero y defraudado al fisco. Lo hizo aprovechando el Estado de alarma y el auténtico shock en el que la pandemia había sumido a la ciudadanía. Aun así, el terremoto fue tal que el emérito se vio protagonizando un nuevo exilio, esta vez a Abu Dabi.
Los intentos por dar carpetazo a las corruptelas de las que se acusa a Juan Carlos han sido persistentes. El PP, Vox y el PSOE han bloqueado más de una docena de comisiones de investigación en el Congreso. La Fiscalía ha tardado años en abrir una investigación y se ha facilitado al ex monarca oportunidades de regularización fiscal que no se hubieran reconocido a ningún ciudadano normal.
El cráter abierto en torno a las actuaciones privadas de Juan Carlos de Borbón es demasiado profundo y los materiales que sigue emitiendo, altamente tóxicos. El último episodio ha sido el hostigamiento y vigilancia ilegal de su ex socia Corinna Larsen, en un Estado extranjero –el Reino Unido– y utilizando para ello a los servicios de inteligencia españoles.
La acusación es gravísima. Y el juez británico Matthew Nicklin ha dejado claro que no puede despacharse con el argumento de la inviolabilidad real. Al hacerlo, ha sugerido varias cosas: que España no ha tenido nunca una monarquía parlamentaria digna de ese nombre; que si la tuviera, la inviolabilidad no podría haberse utilizado como sinónimo de impunidad o como carta blanca para delinquir. Y sobre todo, que las últimas actuaciones de Juan Carlos de Borbón no obedecen a un desajuste tardío de personalidad, que esa forma de relacionarse con el dinero, con las mujeres y con los servicios de inteligencia no son nuevos. Que un hombre que actúa así no puede ser muy diferente al que entregó al pueblo saharaui a Hassan II en 1975. Ni al que entre sus primeros viajes internacionales como jefe de Estado escogió al Chile de Pinochet o a la Argentina de Videla, ni al que actuó como intermediario en negocios de armamentos, ni siquiera al que ofreció Repsol a los oligarcas rusos vinculados a Putin y a Lukoil. Nada de eso se improvisa en el crepúsculo de la vida. Y nada de eso se explica sin el vínculo directo de la actual monarquía borbónica con un régimen corrupto, patrimonialista y arbitrario como fue el franquista.
Quienes nos identificamos con los ideales republicanos sabemos bien que una República democrática es mucho más que la ausencia de monarquía. Que implica participación ciudadana en los asuntos públicos; defensa del trabajo digno y de los bienes comunes; honradez en el ejercicio de la función pública; separación de Iglesia y Estado; defensa de la paz como instrumento de política exterior; justicia social, ambiental, de género. Pero también sabemos, por experiencia histórica, que nada de esto puede conquistarse en profundidad si los privilegios vinculados a esta anacrónica forma de dominación no son eliminados de raíz.
Si los desmanes de Juan Carlos de Borbón mantienen vivas las esperanzas republicanas es precisamente por eso. Porque cualesquiera que sean las debilidades de los movimientos republicanos, nos recuerdan algo básico: que la monarquía, como decían las republicanas y republicanos del siglo XIX, es el último vestigio del régimen de castas, con su corte, sus privilegios, sus abusos. Y que, precisamente por eso, no se puede transigir con ella. Porque nos lo veda el principio democrático, porque nos lo veda la razón y porque nos lo impide el sentimiento de la dignidad propia y ajena. Haríamos bien en tenerlo presente este 14 de abril. Para seguir construyendo República en las instituciones y fuera de ellas. Y para hacer del republicanismo no solo una cuestión de convicción, sino también de carácter, de temperamento, de estar en el mundo.
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