La primera vez que pensé en Donald Trump fue hace veintitantos años, y fue tras ver una entrevista suya en una publicación. Trump acababa de adquirir Mar a Lago, la fabulosa mansión que había pertenecido a la multimillonaria Barbara Hutton, y la mostraba al mundo con la misma satisfacción bárbara con la que fardaba de esposa, entonces una curvilínea patinadora olímpica.
En su recorrido fotográfico por las habitaciones de la villa, Trump presumía de haber cambiado absolutamente toda la decoración de la casa, cuyos cuartos infantiles habían sido pintados por el mismísimo Walt Disney: la pequeña Ivanka merecía mucho más que unos cuantos garabatos viejos. Recuerdo que pensé que Donald Trump era el paradigma de la vulgaridad, de la grosería. Un Jesús Gil algo menos desclasado (al fin y al cabo, su padre ya era rico) y más arrogante incluso. A pesar de todo, ni en un millón de años habría creido que aquel individuo que achuchaba a su rubísima esposa en biquini frente a una piscina inmensa acabaría siendo el protagonista de una larga noche sin sueño y con final infeliz.
Me gustaría poder decir que avisé de que Trump era un peligro, pero sería mentira: como tantos otros, sólo vi en él a un señor raro que, tras emprender proyectos de todo pelaje, se le había antojado emprender la carrera presidencial. No me creí que lo suyo pudiese ir en serio, ni siquiera cuando fue apeando a sus rivales republicanos, ni cuando las encuestas empezaron a lanzar sus señales de alarma.
Donald Trump, el chico pelopaja, el hombretón desgarbado, el tipo que llamaba gordas a sus reinas de la belleza. Trump, el que hacía llorar a los aspirantes de su reality, Trump el ostentoso, el voceras... parecía imposible que la misma sociedad que había llevado a Obama a la Casa Blanca pudiese despejar el camino de alguien como él. Pero lo ha hecho. El presidente más carismático desde JFK será sucedido por alguien a cuyo lado Ronald Reagan podría pasar por un figurante de Downton Abbey. Un hombre que hizo su campaña prometiendo levantar un muro de hormigón en la frontera con México y remarcando su faceta xenófoba y machista será el próximo líder del mundo libre.
Demasiado tarde nos lo estamos tomando en serio. Trump llegó al sitio adecuado en el mejor momento y pastoreó a buena parte de una sociedad justamente desencantada, llena de preocupaciones, de inseguridades y miedos. Les convenció de que él podía ser la respuesta a tantas preguntas frente a una rival inconsistente. Y mientras nos consolábamos pensando que el tío Donald estaba más solo que la una –hasta los republicanos renegaban de él– no nos dimos cuenta de que en realidad era esa condición lo que podía auparlo a un triunfo inverosímil que ha dejado noqueado al mundo entero.
Trump no es una excepción del sistema: es una pieza más del burdo engranaje del populismo, que camina a toda máquina dividiendo la sociedad en buenos y malos y culpando a unos grupos de los problemas de los otros. Estados Unidos tiene un nuevo presidente, pero también una dolorosa fractura social de consecuencias imprevisibles. Un país partido en dos, en el que una mitad mira con rencor a la otra, no es un buen lugar para construir nada sólido.
Por fortuna, EEUU cuenta con unas instituciones sólidas que pueden servir de parapeto a cualquier delirio que suponga una amenaza real. Veremos si una vez que ocupe el despacho oval Mr. Trump cumple sus promesas extremas o se rinde a una realidad: no podrá actuar solo y no estará al margen de ciertos controles, afortunadamente ineludibles incluso para el hombre más poderoso del mundo.
En cualquier caso, esta historia debería servirnos de experiencia. Sería bueno estar alerta a los cantos de sirena de quienes, legítimamente amparados por las urnas, llegan a las instituciones para debilitarlas desde dentro, cuestionándolas y despreciándolas. De quienes quieren trazar una línea entre los suyos y los demás, que son dibujados como moralmente inferiores y menos dignos de respeto. Un país tocado por una crisis -–económica, ética– es terreno abonado para que se desarrollen proyectos populistas. Y al populismo, sea el de Trump o el de cualquier aprendiz de brujo, se le combate haciendo política. Trabajando. Y asumiendo las reformas necesarias para devolver a la clase media las oportunidades perdidas.
Ayer, horas después de lo que hubiese sido correcto, Hillary Clinton pedía para Trump lealtad y respeto. Es lo que toca. Aquel hombre que hace años nos enseñaba su casoplón y a su esposa guapetona es ahora el presidente de Estados Unidos porque así lo ha decidido la voluntad de un pueblo. El líder de un país amigo con el que tenemos que seguir colaborando desde esa lealtad y ese respeto invocados por su rival. No es momento de lamentarse, sino de asumir que hay que jugar la partida con las cartas que nos han caído en suerte.