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El otro como enemigo

Acto de alcaldes independentistas en apoyo de la República Catalana.

Luis García Tojar

Profesor de Sociología y Comunicación política en la UCM —

En respuesta a las provocaciones del Parlament, Mariano Rajoy ha desatado la tormenta de la Constitución Española contra Carles Puigdemont y el Govern de Catalunya. La decisión de convocar elecciones lo antes posible, llamada “155 suave”, ha sido seguida por el encarcelamiento preventivo de un vicepresidente, siete consejeros, dos manifestantes y una orden internacional de busca y captura contra el depuesto President, cuya fuga inicia una guerra de posiciones que enfrenta al Estado contra la Calle y revela una de las contradicciones esenciales de la democracia, discutida entre sabios por lo menos desde Platón: todo poder instituye. Quien lo ejerce, lo pierde.

Cuando un juego está sometido a reglas es posible obtener un resultado objetivo. En el arte del poder, por el contrario, los jugadores cambian las reglas a lo largo de la partida (de hecho, ésta es la finalidad principal del juego) y la separación entre la victoria y la derrota es mucho más volátil. En Mitologías (1957), Roland Barthes lo comparó con el catch, parodia de lucha entre dos personajes que representan el bien frente al mal. Según el semiólogo francés, este teatro funciona porque su trama pueril queda sepultada por lo “excesivo” del lenguaje en que se sirve. El luchador que interpreta al malvado ataca por la espalda, se ayuda de esbirros o echa tierra a los ojos del héroe hasta casi vencerlo. Incumple las reglas de la pelea limpia y por tanto perderá, pero antes lleva al público ante la posibilidad real de un triunfo de la injusticia.

En un mundo sin dioses, como éste, la política tiene más de catch que de juego regulado. En democracias mediatizadas, los personajes políticos están obligados por imperativo escénico a exagerar el espectáculo para que el desenlace produzca la necesaria catarsis y reconstituya un sentido de teodicea o justicia suprema, palo mayor de la estructura moral del grupo. Así, en una esquina encontramos a Rajoy, que ha abandonado su eficaz pasividad para ponerse al mando del aparato estatal, y en la otra a Puigdemont, que cuenta con TV3 y el tejido asociativo del independentismo. Con palabras del sociólogo Walter Runciman diríamos que uno maneja los medios de coacción y producción, mientras que el otro controla los medios de persuasión. En la política tradicional, los independentistas no tendrían ninguna posibilidad. Pero las cosas han cambiado.

Si a la política le quitamos el recurso a la violencia la convertimos, nos guste o no, en espectáculo. Igual que si quisiéramos jugar al ajedrez con la regla de no matar las piezas contrarias terminaríamos haciendo algo parecido al catch. Y puesto que uno de los grandes progresos de las democracias modernas ha sido el descrédito —relativo— del recurso a la fuerza como modo legítimo de solucionar conflictos, hay que concluir que la política de nuestro tiempo tiene un componente teatral mucho más decisivo que las anteriores. Se trata de un espectáculo con efectos reales, por supuesto (igual que el catch), pero su originalidad histórica reside en que debe expresarse y consumirse mediante “lenguajes excesivos”, hiperrealidades y postverdades. Los medios de comunicación, a quienes se culpa a menudo del supuesto deterioro de una política perdida (grande, digna y violenta), no son más que la tecnología adaptada a nuestra polis aunque introduzcan su propia inercia de “telenovelización”, usando el concepto de Fermín Bouza. El chusco episodio sobre la nueva camiseta de la selección española de fútbol da prueba de ello.

“En el catch no importa lo que se cree sino lo que se ve”, escribe Barthes. Pantomima inmediata, su operación simbólica decisiva es la construcción de un otro-como-enemigo a través del personaje del luchador malvado: “Aquél que sólo admite las reglas cuando le son útiles”. En este sentido, toda política mediatizada es negativa (normal que volvamos a leer a Carl Schmitt). En consecuencia, el conflicto sobre la independencia de Catalunya se plantea como un combate entre la ley y el caos (definición Rajoy) o entre el pueblo y el Estado (definición Puigdemont). Y cada bando intenta construir su otro-como-enemigo con los medios persuasivos de que dispone. El resultado es una polarización atroz.

Cualquier vía de solución a este enfrentamiento pasa por su deconstrucción simbólica. Primero escuchando ambos discursos, porque en la cuestión catalana hay —narrativa y por tanto efectivamente— una lucha entre la ley, el caos, el pueblo y el Estado. En segundo lugar, ignorando los excesos retóricos de los luchadores (rebelión, sedición, franquismo, presos políticos, etc.), para salir de lo que vemos y regresar a lo que creemos. Y finalmente, porque todos los demócratas creemos a la vez en la ley y en la voluntad popular, considerando todas las posibilidades de que los catalanes expresen libre y legalmente su deseo de pertenecer o no a España.

En este momento, las elecciones autonómicas del 21D representan la oportunidad más cercana de que tal manifestación democrática tenga lugar. Pero para que el catch electoral produzca teodicea —y comunidad— es preciso que vuelva a expresarse en lenguaje político: los luchadores han de enfrentarse en la arena, sin más trucos. Esto significa que el president depuesto regrese a Catalunya y encabece la candidatura independentista, si es su deseo, reconociendo de facto que la DUI fue una equivocación, y que Rajoy admita el error de haber recurrido al 155 facilitando la excarcelación de los “políticos presos” (puede hacerlo, no se engañen), mientras el “sumario Puigdemont” pasa a su instructor normal que es el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya. Y significa también una oportunidad para las “terceras españas”, que no son la de Rajoy ni la de Puigdemont y tienen derecho a una pelea limpia. Showtime!

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