Escrutinio a la prevención secundaria

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Hace unos días este mismo periódico, a propósito de las duras críticas que las redes sociales y algunos medios de comunicación han dedicado a un informe que el Servicio Canario de Salud y la Agencia Gallega para la gestión del conocimiento han enviado al Ministerio de Sanidad desaconsejando el cribado del cáncer de pulmón en España, se denunciaban las presiones a las que periódicamente someten algunas sociedades científicas, particularmente médicas, asociaciones de pacientes y otras entidades a los responsables de la política sanitaria para adoptar medidas de prevención secundaria -- diagnóstico y tratamiento precoz--  de algunas enfermedades sin que existan pruebas suficientes de su efectividad o mejor dicho, de un balance positivo entre los beneficios esperables y sus potenciales perjuicios. 

El diagnóstico precoz, sobre todo de algunos cánceres, pero también de otras enfermedades crónicas, como el Alzheimer o el Parkinson, genera muchas esperanzas, de modo que en cuanto se dispone de alguna prueba capaz de identificar a las personas sospechosas de padecerlas antes de la presentación de las manifestaciones clínicas que las confirman se practican. Aunque a menudo se trate de ilusiones prematuras.  

Porque para que el balance del diagnóstico precoz pueda ser positivo y beneficioso individual y poblacionalmente se deben cumplir los criterios establecidos ya en 1968 por Wilson y Jungner. Entre otros, que exista un tratamiento eficaz al aplicarse en las fases tempranas --preclínicas, según la jerga-- del problema, de modo que adelantar el diagnóstico permita mejorar realmente el pronóstico. Realmente, no solo aparentemente. Porque la mejora de la supervivencia de algunas enfermedades, sobre todo oncológicas, que refleja la disminución de la mortalidad a los cinco años del diagnóstico, puede ser un mero artefacto, ya que el diagnóstico precoz adelanta tal fecha y de hecho aumenta el período durante el cual el paciente ya diagnosticado padece el problema. Lo que en argot epidemiológico se conoce como sesgo de adelantamiento (lead time bias). Por ello las tasas de supervivencia a cinco años no suelen ser un buen indicador de resultado de la prevención secundaria.

Aunque el conocido como “efecto de etiquetado” y los problemas que genera la medicalización de la vida personal así como los posibles efectos adversos del tratamiento instaurado pueden, de hecho, empeorar el nivel de salud de los sometidos a pruebas de cribado de diagnóstico precoz que  no están exentas de inconvenientes.  Como por ejemplo los resultados falsos negativos --que proporcionan una falsa confianza y a veces pueden disuadir de acudir a los servicios sanitarios cuando sería adecuado-- o los falsos positivos -- que inducen la práctica de otras pruebas para confirmar el diagnóstico, pruebas que suelen ser  más agresivas que las iniciales -- y lo que es más preocupante, el denominado sobrediagnóstico y sobretratamiento que puede conllevar un resultado positivo del cribado en aquellas personas en las que la evolución clínica de la enfermedad habría sido irrelevante, sin repercusiones perceptibles sobre la morbididad ni sobre un adelanto significativo de la fecha de la muerte causada por aquella. 

El ritmo de la evolución de los procesos patológicos puede ser muy variable. Si es muy rápido el diagnóstico precoz resulta impertinente pero si es muy lento también. En el primer supuesto porque se llega tarde y en el segundo porque las personas afectadas no se verán significativamente afectadas  durante toda su vida por este problema.   Esta evolución, conocida  como historia natural de la enfermedad, puede ser impredecible en cada caso personal y, cuando es muy rápida, hacer que el tratamiento precoz no produzca ningún beneficio y que, por el contrario, ocasione efectos adversos graves. 

Todo lo expuesto previamente no obsta para que proliferen iniciativas de prevención secundaria que no cuentan con suficientes pruebas de su idoneidad. Porque hacer algo acostumbra a preferirse, ya que tiene un efecto ansiolítico personal directo, aunque dure poco, y también porque constituye un objetivo ilusionante, en el doble sentido del término. Lo que moviliza empresas, profesionales, pacientes y desde luego políticos. A menudo los programas electorales --de unos y otros-- incluyen propuestas de actividades de prevención secundaria.

No tantas de prevención primaria, actividades que pretenden evitar las enfermedades antes de que se inicien. Lo que un eminente epidemiólogo italiano, Giorgio Maccacaro, fundador de la revista “Epidemiologia e prevenzione”, en 1976,  denunciaba en su artículo  “Vera e falsa prevenzione”. Porque ello supone en muchos casos modificar las condiciones de vida de la población, estrategia que implica la actuación coordinada de múltiples sectores políticos, económicos y sociales y no solo o principalmente del sanitario. 

Casualmente el reportaje citado coincide con la publicación del último número de la revista JAMA , el órgano de la sociedad médica americana, que recoge unos cuantos artículos dedicados a la valoración del impacto de las iniciativas de prevención secundaria de algunos cánceres.  Entre  los cuales destaca la conclusión de una revisión sistemática y un metaanálisis que resume datos de más de dos millones pacientes según la cual, “con la posible excepción de la detección del cáncer colorrectal con sigmoidoscopia-- no mediante el análisis de sangre oculta en heces-- la evidencia actual no fundamenta la afirmación de que las pruebas de detección del cáncer precoces  salvan vidas al prolongar la vida”

Es evidente que no se puede descartar que algunas de las personas objeto de detección y tratamiento precoz de algún cáncer hubieran muerto prematuramente por esa causa si no hubieran recibido esta prestación sanitaria. Lo que para ellas supone un beneficio. El problema es que muchas otras se habrían visto perjudicadas y no es nada fácil distinguir unas de otras.  

El  editorial  “El futuro del screening del cáncer-- guiado sin conflictos de interés ” del citado número de JAMA  afirma que “Los profesionales médicos, los representantes de los pacientes y las sociedades oncológicas deberían  abogar  por obtener información transparente sobre los beneficios y los daños en lugar de la promoción acrítica de los exámenes de detección”. 

En cualquier caso es imprescindible que los responsables de las instituciones profesionales y científicas apliquen siempre con el máximo rigor y prudencia los principios éticos y las conclusiones derivadas de la evidencia clínica y epidemiológica cuando difundan recomendaciones de prevención secundaria que pueden tener repercusiones significativas sobre el funcionamiento de los servicios sanitarios y, lo que es más importante, sobre la calidad de vida personal y colectiva.