Yo estudié Filología clásica: las carreras 'de letras' como antídoto de un futuro triste

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Hace más de dieciséis junios, tras obtener las notas de mis exámenes de PAU (antigua Selectividad, actual EvAU), yo me matriculé en Filología Clásica. En estos momentos tengo 34 años, trabajo como docente en la Universidad y alquilo un piso modesto pero que, en las abusivas condiciones inmobiliarias que arrasan la capital, hemos de considerar por fuerza un chollo, donde vivo sola junto a mis libros y donde me visitan asiduamente mis amigos, para tomar cerveza y queso en la terraza (porque tengo terraza).  

Yo estudié Filología Clásica. Ya lo he dicho. Y tengo la certeza cristalina de que, por muchas veces que lo diga, mucha gente no asociará esta oración con la consiguiente explicación de cómo ha resultado mi vida, al menos no de forma causativa. Dicho de otra manera: sé que muchas personas pensarán que soy una millenial feliz, con un trabajo y una vivienda que no suponen su asfixia a pesar de haber estudiado Filología Clásica. No por haberlo hecho.  

Filología Clásica fue la opción que marcó en su documento de preinscripción hace dos años Gabriel Plaza, el estudiante que obtuvo las mejores calificaciones de EvAU de todo Madrid. Las redes sociales se le echaron encima y lo acosaron durante dos días seguidos, diciendo cosas como que luego se quejaría de no disfrutar del mismo éxito que quienes hubieran estudiado Aeronáutica y tuvieran dos másteres, acusándolo de una vaguería generacional irredimible (el destinatario de los ataques había sacado 10 en todo menos en alemán, que tenía 9.75).  

Los medios que pusieron una mirada crítica sobre el fenómeno destacaron lo rancio y desagradable de que, tras el anonimato de la pantalla, un sector amplio de la población le disparase la ansiedad a un chaval “simplemente por estudiar lo que le gusta”. Lo curioso y lo que pocos quisieron resaltar es que “lo que le gusta” no era ni Informática ni Arquitectura, sino Filología Clásica. Y era un chaval excelente. La sociedad se estaba cebando con un chaval excelente por declarar que quería estudiar letras. La sociedad se había cabreado de forma explosiva contra algo que no entendía.  

Porque es sólido el convencimiento en muchos sectores y en plena década de los veinte del siglo XXI de que existen carreras inútiles y fútiles. Opciones de estudio universitario que supondrán tu lenta agonía laboral bajo el barro de la productividad que serás incapaz de ofrecer y ejercer, áreas de conocimiento a las que sería estúpido dedicar tu atención y por supuesto tu tiempo, porque de pronto te hallarás ante la vida adulta completamente desnudo, como si no hubieras hecho nada durante todos esos años porque habrás hecho algo que a nadie le importa, ignorante de todas las competencias que el mundo moderno te exigirá (informática avanzada, IA, inglés conversacional o montaje y desmontaje de la pequeña empresa).  

Y este razonamiento no solo es cruel; es falso y, encima, es triste. 

No me voy a entretener en explicar cosas que todos, si no sabemos, podemos saber. Que las carreras de Humanidades demuestran un porcentaje bastante alto de empleabilidad en muchos ámbitos que no son tan solo la docencia, que en España (y por fortuna) la enseñanza no es ni muchísimo menos el más precario de los oficios, o que las personas que estudian y después trabajan en reputados puestos científicos no están libres de vivir esa precariedad, injusta siempre. 

La confusión, a mi juicio, va más allá. Porque es posible que en otro tiempo (un tiempo que ya nos queda lejos) estudiar un itinerario concreto en la universidad tuviera un fin exclusivo y específico, el de encontrar posteriormente un trabajo de eso mismo que habías estudiado. Pero no vivimos ya en esos días. La universidad no es la única vía de formación para obtener un puesto de trabajo; de hecho me atrevería a decir que ni siquiera es la más eficiente. El planteamiento del estudio universitario en periodos de cuatro o cinco años, a veces seis, significa asumir desde el principio que tu objetivo a corto plazo no es el trabajo (porque hasta dentro de muchos años no estarás ni en la casilla de salida). En este sentido, da exactamente igual la carrera que una persona escoja. Ya puede ser Ingeniería o Económicas; incluso Medicina. El hecho de estudiar por vía universitaria garantiza que está tomando el camino más lento y que está formándose de una manera mayoritariamente teórica. Incluso las carreras muy asociadas a un trabajo concreto (como el Derecho o todas las sanitarias) parten de la base de que el aspecto práctico de la profesión lo aprenderás trabajando.  

La universidad, en fin, no tiene como objetivo que las personas estudien para trabajar. ¿Significa esto que no sirve para nada? En absoluto, ese es otro razonamiento cruel, falso y triste. Pues el planteamiento teórico de entender que lo que llega al final del colegio, del instituto y de la carrera es el “premio” nos puede llevar a la macabra conclusión de que estudiar se parece peligrosamente a cumplir una condena penitenciaria. En general, entender que cualquier actividad solo tiene gracia por lo que llegará al cumplimiento de esa actividad le resta gracia a la actividad misma. Y a lo mejor habría que pararse a pensar si no será porque aplicamos esa lógica perversa a casi todo lo que hacemos en esta Europa moderna y ultratecnológica por lo que, a veces, la cotidianeidad en al que vivimos se nos antoja de una melancolía insoportable. Miramos al futuro y, como no sabemos qué haremos ahí, nos parece triste. Si te pasas la vida haciendo las cosas para algo, es lógico que te deprima el silencio que viene después del para qué.  

La idea de la universidad es enseñar a estudiar como sintagma independiente, sin complemento de finalidad que pervierta la hermosura y la importancia de ese cometido. Los estudios universitarios pelean para que el logro a alcanzar sea una sabiduría válida por sí misma. Y nadie defiende esto, nadie explica esto, nadie consigue esto como las carreras de letras; las carreras que transmiten saberes que no hallan su belleza en la posible aplicación que más tarde podrás darles. Las que enseñan a leer y a conversar, a pensar de forma crítica, a dudar y a no buscar la eficiencia por encima de todo. En el tiempo en que vivimos, quizá no sea tan disparatado pensar en tener como meta algo que valga lo mismo ahora que dentro de muchos años, algo que tenga valor independientemente de si te paguen por ello o no. Algo que te haga feliz ahora y te dé la seguridad de que el tiempo que reste, tendrás algo que te seguirá haciendo feliz.  

Que nadie se engañe: sé que la felicidad como concepto no se come. Sé que hay que pagar facturas y (por si alguien tenía dudas) mis padres no son ricos y el alquiler no se paga solo. Pero es que, como he dicho antes, trabajar y pagar facturas es algo que podemos hacer y para lo que podemos encontrar problemas sea cual sea nuestra elección de formación media, superior, profesional o universitaria. Simplemente creo que no estaría mal asustarnos un poco menos cuando alguien declara con una sonrisa que quiere estudiar algo con el objeto de ser feliz como principal impulso. Al fin y al cabo, a todos, ingenieros, matemáticos, filólogos, sanitarios y arquitectos, maestros, incluso a los psicólogos (aplíquese un puntito más de intensidad si todo eso es en femenino), nos acosará en algún momento la incertidumbre, la explotación, la injusticia, incluso (ojalá no, ojalá poco), la “feroz necesidad” de la que hablaba Héctor en la Ilíada.  

Igual no es ninguna chorrada haber dedicado los años de universidad a tener una salvaguarda para esos momentos; un conocimiento que te haga más libre, una puerta a cosas que te puedan hacer más feliz. Algo que nadie, pase lo que pase, pueda quitarte.